Pocas horas después de proclamarse en el parlamento catalán la ansiada independencia, el gobierno español adoptó medidas para tomar el control de la región y el lunes ya controlaba su administración
Se nos han llevado la república a Bélgica y aquí nos hemos quedado con una virreina”, resume bromeando Susana Mora, una independentista catalana que ha visto desvanecerse en unos días el sueño de la secesión.
La “virreina” es la vicepresidenta del gobierno español Soraya Sáenz de Santamaría que asumió las funciones del presidente catalán Carles Puigdemont -actualmente en Bélgica- tras su destitución por el gobierno central de Mariano Rajoy.
Mora es de Dosrius. Junto a decenas de vecinos, esta vendedora de tabaco se colocó como escudo humano ante el único colegio electoral para el referéndum de independencia del 1 de octubre en este pequeño pueblo de 5.000 habitantes, en una pequeña sierra que se extiende en paralelo al mar Mediterráneo en el norte de Barcelona.
A la hora del almuerzo, llegó la Guardia Civil y “entró sin miramientos, en plan militar”, recuerda. Los agentes se abrieron paso a golpes de porra contra los vecinos que se resistían y dejaron varios heridos, entre ellos el alcalde, hasta incautar el material electoral.
Un mes después, cunde el desánimo por la corta vida de la república catalana proclamada hace cinco días.
“Me siento impotente. Hemos trabajado mucho, hemos colaborado como hemos podido y al final hemos terminado peor de lo que estábamos”, asegura Óscar Jansana, un agricultor de 43 años enfrente de su casa, donde ondea una bandera independentista.
El ejecutivo independentista catalán se encuentra cesado y repartido entre Barcelona y Bruselas, donde su dirigente Carles Puigdemont defiende seguir siendo “el presidente legítimo de Cataluña” pero sin poder.
Como ocurrió en Dosrius, miles de catalanes se lanzaron ese día a proteger esa votación ilegal que llevó al parlamento catalán a declarar la secesión el pasado viernes.
Pero el júbilo que estalló en muchos independentistas se convirtió rápidamente en frustración.
“No entendemos mucho lo que pasa, la verdad. La gente está cabreada”, dice Mora mientras barre su comercio. “Nos pensábamos que la cosa sería rápida y no, será muy largo”.
“Hay desánimo”, admite también Cristina Carbó, paseando cerca de la iglesia gótica del pueblo.
“Es mucho tiempo luchando por esto: nos hemos manifestado, hemos protestado, hemos votado muchas veces…”, explica.
“Parecía que lo teníamos a tocar pero no tenemos suficiente fuerza ante un Estado que tiene todo el poder”.
– “Han engañado conscientemente” –
Desde 2010, los partidarios de la independencia en esta región organizaron manifestaciones multitudinarias y apoyaron casi sin fisuras a unos dirigentes que, votación tras votación, se conjuraban para llevarlos a la república prometida.
En 2015, tras obtener la mayoría independentista de la cámara regional, prometieron declarar la secesión en 18 meses, tiempo durante el que iban a preparar la administración para asumir las funciones de un Estado.
Pero pasados ya dos años y celebrado ese referéndum que no estaba previsto inicialmente, la administración catalana no solo carece de hacienda, seguridad social, banco central o control del territorio, sino que se ve controlada desde Madrid por primera vez desde la dictadura de Francisco Franco.
“Es un baño de realidad”, admitía un dirigente de una importante asociación independentista a la AFP. “El gobierno de la República no tiene capacidad de imponerse”.
“Tenemos que hacer autocrítica y decir a la gente que esto no será fácil y que va a ser largo, muy largo”, añadía.
Durante años, los dirigentes nacionalistas vendieron una secesión de bajo coste, descartando tajantemente la fuga de empresas que se produjo tras el referéndum o la expulsión de la Unión Europea, de la que advertían por activa y por pasiva las instituciones comunitarias.
“Han engañado conscientemente”, critica Ramón Sánchez, un abogado de 54 años de Dosríus, contrario a la secesión.
“Los políticos deben decir la verdad y aquí no lo han hecho. En vez de hacer política, han lanzado la gente a dar la cara por ellos y nos han llevado a este callejón sin salida”, lamenta.
Otros mantienen su fe inquebrantable. Es el caso de Josep Planas, un carpintero de 48 años con confianza total hacia Puigdemont y el resto de líderes independentistas.
“Saben lo que están haciendo. Va a costar pero seguro que lo tienen planificado. El 1 de octubre nos dijeron que votaríamos y votamos, pues ahora pasará igual”.