La delgada linea entre romantico y controlador

La delgada linea entre romantico y controlador
Foto/New York Times

Le envié un mensaje por Facebook con un asunto bastante estúpido: “Una verdad incómoda”. Después de varios intercambios algo acalorados, acordó ir a cenar conmigo.

Me la pasé intentando alisar mi falda verde de tweed mientras esperaba a que ella llegara al restaurante que elegí para la ocasión. Escogí ese lugar porque era un sitio “de la granja a la mesa” y mi exnovio alguna vez me comentó que a su nueva novia le gustaba la comida de origen local. De repente sentí que me había vestido demasiado formal.

Cuando ella llegó, con una sonrisa nerviosa, sus mejillas estaban rosadas, ya sea por el frío o por su rubor. Igual que yo, traía puesta una falda tejida que llegaba a la rodilla. Ninguna de las dos usaba maquillaje en general y aun así nos habíamos maquillado para este encuentro.

La había visto por ahí, pero en realidad conocía a la nueva novia de mi ex por los objetos que olvidaba en el auto de él: los lentes de sol enormes, el bálsamo de labios, las ligas de cabello desgastadas. Después de hacerle algo de plática, fui al grano. Le dije que su novio estaba pasando por mi apartamento camino al trabajo y que lo había estado haciendo desde que me mudé del lugar que compartíamos, varios meses antes.

Después de que rompimos busqué rentar un lugar que estuviera cerca, a la espera de que solucionáramos todo. Decidimos salir con otras personas, pero terminamos recayendo en las viejas costumbres y empezó a dejarme notas lindas en el auto, escritas al reverso de boletos de estacionamiento y enganchados debajo de los limpiadores del parabrisas.

Cuando le conté a su novia sobre las notas me dijo, con un gesto adolorido: “Qué romántico”.

“No”, le respondí. Era controlador.

Antes creía en esos gestos románticos, en la conquista agresiva por medio de regalos abundantes, cenas costosas y cartas escritas a mano que me habían hecho creer que estábamos enamorados.

Apenas empezaba a entender la parte más insidiosa de ese supuesto romance, el que sus notas recientes y sus visitas mañaneras no eran para conquistarme, sino para revisar qué estaba haciendo; era menos una cuestión de generosidad que una actitud posesiva. Cada mañana, incluso si no nos veíamos, pasaba por mi apartamento para revisar que mi auto estuviera estacionado enfrente. Cuando no era así, me acusaba de haber pasado la noche con alguien más.

¿Y esas notas que solo decían “Hola” o tenían un corazón dibujado con tinta roja? No eran más que recordatorios de que me estaba vigilando.

No había pensado en tener esta conversación con ella. En un inicio pensé que quería decirle que su novio la estaba engañando, porque cuando él era mi novio y me estaba engañando nadie me lo dijo.

Ingenuamente, esperé que para ella fuera distinto. Pero no quería dejarla solo con el peso de saber: quería decírselo para que tuviera la oportunidad de deshacerse de ese peso.

“Pues…”, empezó, antes de contarme que él se había estado apareciendo afuera de lugares donde ella estaba hasta cuando no mencionaba cuál iba a ser su ubicación.

Me gustaría haberle dicho directamente que esos gestos “románticos” son una trampa. En vez de eso, ella y yo nos quedamos con nuestras partes del rompecabezas y guardamos las piezas. Pagamos la comida, le dije que me llamara cuando quisiera y nos abrazamos.

El romance, ahora entiendo, no se trata solo de un juego de manos que puede hacerte ver lo que no está ahí. Creer tanto en ese tipo de romance puede distraerte. Años después, casi me distrajo de ver al hombre que se volvió mi marido.

Esa relación fue tóxica. ¿Ahora cómo podía confiar en mis instintos? ¿Eran siquiera míos?

Nos conocimos en un Día de San Valentín (de todos los días…), aunque no estaba celebrándolo. Acababa de cenar con una amiga y decidimos entrar a un bar con calefacción. Dentro la cantinera nos informó que era noche especial para solteros. Sacó calcomanías con números, como las que entregan en el primer día de preescolar, y renuentemente las pegamos a nuestro suéter.

La idea era que los presentes se enviaran mensajes de San Valentín con los números sin tener que compartir directamente sus nombres. También era una manera de ver cuánto tiempo habían estado en el bar algunas personas. Mi número era el 62.

Mi amiga y yo pedimos cervezas. Cinco minutos después me llamó la atención un hombre sin camisa, con pantalones de pana cafés desgastados y un par de alas decorativas en la espalda.

“Eh, este tipo al final de la barra quería que te diera esto”, me dijo. Me entregó una nota; estaba escrita en francés.

Voltee a ver al tipo al final de la barra, quien levantó su vaso en reconocimiento. Su mirada caída sugería que había estado bebiendo por un tiempo. Su calcomanía decía 1.

Lo saludé, me encogí de hombros y le dije: “¡No sé francés!”.

“Es guapo, ¿no?”, me comentó el hombre con las alas y quien no tenía calcomanía; realmente estaba haciéndola de Cupido. “Quiere comprarte un trago”, añadió.

Mientras el Cupido se alejaba, mi amiga lo señaló y comentó: “Creo que le gustas a él”. Voltee a ver al hombre sin camiseta y pantalones de pana y me encogí de brazos. Después de una sola cerveza mi amiga y yo nos fuimos.

La siguiente noche las dos terminamos en el mismo bar, esta vez junto con el exnovio de mi amiga. Yo estaba ahí para apoyarla. En medio de la conversación cortante que estaban teniendo noté que otra vez estaba Cupido, sin alas; ahora traía unos mocasines gastados y jeans apretados. Se sentó en la banca a mi lado y empezó a preguntarme cosas, como si estuviera buscando la parte hueca de un muro por donde meter una puerta.

La conversación se tornó íntima y empecé a contarle sobre mi exnovio, el de las notas. Él me contó sobre su exnovia, quien lo engañó cuando ella estaba desintoxicándose y en rehabilitación. Dijo que tenía la costumbre de soltarlo de regreso al mar para luego recoger el sedal cada vez que se sentía sola.

El bar estaba por cerrar y me lanzó una sonrisa antes de invitarme a su apartamento para “besarnos y acurrucarnos”.

Pronto nos quedamos sin ropa. Empecé a ponerme inquieta mientras estábamos teniendo sexo. Me pidió que me quedara a dormir y prometió cocinar el desayuno, huevos y bagels.

Sonreí y le dije que claro.

En vez de eso me desperté poco después, cuando el cielo seguía oscuro, y me salí con las botas en mano, para evitar despertarlo. A mi alrededor había viejos almacenes y máquinas industriales algo atemorizantes. Seguí el horizonte camino a mi apartamento y me recosté justo cuando el sol empezaba a salir.

Durante los siguientes días evité el bar donde conocí a Cupido. Mis sentimientos eran ambivalentes respecto a nuestro encuentro e inciertos respecto a dónde podría llevarme.

Cuando conocí a mi exnovio por primera vez nuestras miradas se encontraron en una cafetería concurrida. Era como algo mágico salido de una película romántica para adolescentes. Hizo un chiste, me reí y empezamos a salir. Me mantuvo enganchada con sus gestos galantes, como pasar a recogerme a salida del trabajo cuando yo bien podría haber caminado sola a mi casa. Pero esa relación fue tóxica. ¿Ahora cómo podía confiar en mis instintos? ¿Eran siquiera míos?

Algunos días después regresé al bar y, sí, ahí estaba Cupido. En esta ocasión fuimos a mi apartamento; le dije que tenía que pasear a mi perro temprano.

Nos quitamos la ropa y nos metimos a la cama, nuestros cuerpos entrelazados. Pero entonces se detuvo, me miró a los ojos y preguntó: “¿Sigues aquí?”.

A los 22 años me caí por una alcantarilla abierta sobre la acera, hacia el sótano de un edificio abandonado. Sucedió tan rápido que solo recuerdo haberme quedado suspendida en el aire mientras mi cerebro procesaba que estaba cayendo. Una pila de hojas que se había acumulado encima de un tanque de aceite amortiguó la caída. Estaba en un hoyo oscuro, pero estaba viva. Fue hasta que voltee hacia arriba para ver qué tanto había caído que me di cuenta de que había estado en peligro. Tardé más en darme cuenta de que estaba lesionada.

Cuando Cupido me preguntó adónde me había ido, fue como voltear de nuevo a ver el cielo estrellado desde ese sótano oscuro.

“No podemos hacer esto”, me dijo, “si no confías en mí”.

“Ok…”.

Nueve años después él y yo no hacemos reservaciones especiales en el Día de San Valentín, pero nos aseguramos de que los platos sucios siempre estén lavados si la otra persona está teniendo un mal momento. Cada mañana, después del café matutino y de pasear al perro, nos ponemos los abrigos y salimos camino al metro juntos.

A veces me pregunto si la novia de mi ex al final llegó a la misma conclusión: el verdadero amor no es tan galante. La volví a ver alguna vez, mucho después de nuestra cena. Estábamos en un mercado concurrido, ambas con nueva pareja. Ella corrió hacia mí tras verme y me abrazó. Antes de que pudiera decirle algo, se desapareció entre la multitud, brazo a brazo con su nuevo novio.

 

 

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