Un hombre preside el Perú casi por casualidad, sorprendió al encausar las aguas y enfrentar la corrupión. ¿Cuánto tiempo más le queda?
LIMA — Martín Vizcarra cumple un año en la presidencia peruana. Ha sido un presidente atípico por varias razones. Llegó al poder tras la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski (PPK) por actos de corrupción. Vizcarra, su vicepresidente y embajador en Canadá, guardó silencio durante aquel convulso verano peruano. El fujimorismo (Fuerza Popular) que lo había atacado de manera feroz mientras fue ministro de PPK, ahora lo veía con buenos ojos para la presidencia. Y las primeras declaraciones tanto de Vizcarra como de su primer ministro, César Villanueva, revelaron cierto alineamiento con Fuerza Popular. Parecía instalarse un ejecutivo cercano al fujimorismo.
Pero algo cambió. No sabemos qué fue. Por la razón que fuese, el concubinato de ocasión derivó en divorcio por obligación.
El éxito de Vizcarra descansa en haber sabido construir una plataforma que, sin ser de izquierda, se distancia de las dos derechas existentes en el Perú: la ppkausa de Kuczynski y la fujimorista. A pesar de haber llegado al poder como vicepresidente de PPK, Vizcarra no pertenecía a esa galaxia —limeña, empresarial, frívola— que cuando repite la cantaleta de “poner el Estado al servicio del ciudadano” imagina la caja rápida de un supermercado. Asimismo, cruzó espadas con el fujimorismo, una derecha ramplona y retrógrada que en cualquier momento bien podría adoptar aquel viejo eslogan franquista de “¡muera la inteligencia, viva la muerte!”. Distanciado de ambas, Vizcarra construyó un perfil democrático y popular.
El problema es que Vizcarra pareciera no ser consciente de todo esto. Ha sido un magnífico mensajero —movido por reflejos, oportunidades y olfato de corto plazo—, pero desprovisto de una propuesta política que ensamble las medidas dispersas de su gobierno. Lo hecho hasta ahora puede caber en el membrete de “anticorrupción”, pero esa etiqueta es de caducidad rápida. Los ciudadanos queremos que nos libren de lo peor, pero también que nos propongan lo mejor. Y ahí Vizcarra es un mensajero sin mensaje.
Vizcarra empuñó la bandera anticorrupción. Llamó a una cruzada por la reforma del poder judicial y dejó en claro que el congreso de mayoría fujimorista impedía realizarla. La ciudadanía, que había esperado por años un presidente con agallas para luchar contra la corrupción, aplaudió el arrojo. Fue una estrategia arriesgada, porque podía haberle costado el puesto: el fujimorismo y sus aliados eran numerosos y organizados. La movida requirió coraje. El coraje es siempre un rasgo atípico entre los políticos.
El presidente convocó a un referéndum que resultaba una novedad positiva. De un lado, buscaba trazar el camino hacia la reforma de dos componentes cruciales de la institucionalidad democrática y una sociedad decente: el Estado de derecho y la representación política. Por primera vez en casi dos décadas, temas institucionales dominaron el debate público. De otro lado, la consulta introducía la olvidada legitimidad popular en un país confiado en el saber tecnocrático.
Vizcarra consiguió un triunfo rotundo. Más del 80 por ciento de la población votó en el sentido que el presidente abogaba. El gran derrotado fue el congreso dominado por el fujimorismo, que durante dos años demostró una y otra vez que su objetivo es sabotear el Estado de derecho.
Como se dijo, Vizcarra ha sido un gran mensajero. Su origen provinciano, su verbo simple y la reiteración de un solo gran objetivo, la anticorrupción, le granjearon una adhesión casi unánime. Una adhesión extraña, por cierto: un respaldo serio a unas propuestas largamente esperadas; no el apoyo tumultuoso a un líder demagogo.
Además de las reformas de la justicia y política impulsadas en el referéndum, el presidente mostró otras iniciativas positivas: logró que el presupuesto brinde más recursos a la agenda de género al tiempo que formaba un gabinete ministerial paritario; ha confiado en descentralizar el presupuesto a las autoridades regionales, y ministros y ministras poseen rostros y trayectorias que reflejan un país mestizo y meritocrático, antes que blanco y plutocrático, como los prefería PPK.
Tal vez para remediar la falta de un mensaje, el presidente ha nombrado recientemente a Salvador del Solar como primer ministro. Del Solar es actor, director y guionista, y quizá sea este último oficio el que más necesita el gobierno. El productor Vizcarra ya plantó los inconexos elementos de una película que podría ser un éxito de taquilla y de crítica. Ahora el guionista Del Solar debe ponerle drama, carne y densidad. Por obligación, la película que le han encargado al nuevo presidente del Consejo de Ministros debe profundizar las claves del éxito de Vizcarra: consolidar la historia de su emancipación corajuda de las dos derechas peruanas.
Es probable que Vizcarra y Del Solar ignoren la oportunidad que tienen entre manos. Como en muchos países latinoamericanos, en el Perú el liberalismo político fue una doctrina de señoritos bienintencionados y bien comidos pero sin anclaje popular. El sentido de las reformas de Vizcarra, sus prioridades de gobierno y su simpatía con el Perú no limeño, contienen el sentido y la posibilidad de un liberalismo popular.
No es la primera vez que una oportunidad así aparece. El presidente Alejandro Toledo encarnó esto mismo en 2001. Su origen humilde y andino combinado con la lucha por la democracia —cuando Fujimori juraba ilegalmente para un tercer mandato presidencial en el año 2000— constituyeron la oportunidad de acercar una agenda liberal con el país real. En la primera vuelta de la elección de 2001, Toledo venció en 23 de los 25 departamentos del Perú. Pero pasadas las elecciones dilapidó esa posibilidad: el oportunista de corto plazo no entendía la oportunidad de largo plazo. Y pasaron casi veinte años para que conversásemos de nuevo sobre instituciones democráticas.
Vizcarra y Del Solar deberían establecer un plan que garantice que no serán recordados como el expresidente Toledo —no hago referencia a sus acusaciones de corrupción—. Están presentes las condiciones para consolidar unas reformas liberales que gocen de legitimidad popular. Y quien haya visto Magallanes, la estupenda película de Salvador del Solar, entiende que su director posee unas convicciones y preocupaciones por el Perú, su ciudadanía y la historia que nada tienen que ver con las derechas prevalecientes en el país. Al igual que Vizcarra, su futuro político pasa por no ser confundido con ninguna de ellas.
El corazón político de esta posibilidad está en los proyectos de reforma política y de la justicia que el ejecutivo ha presentado al congreso. Pero ambos son obstruidos en el legislativo. Vizcarra y Del Solar deberían empujarlas con decisión y convicción. Un referéndum de resultado categórico las avala. Si queremos que las elecciones de 2021 se hagan con nuevas y mejores reglas, no hay otra opción. Apostar con firmeza por ellas, además, garantiza que el gobierno mantenga su exitosa identidad alejada simultáneamente de la derecha fujimorista y la ppkausa; membretes que tal vez señalen colectividades pasajeras y débiles, pero que simbolizan dos vicios constantes que un liberalismo popular está obligado a combatir en el Perú: la ilegalidad y el privilegio.
Alberto Vergara es profesor e investigador en la universidad del Pacífico, Lima.