Los apagones en Venezuela obligan a decenas de venezolanos a cruzar hacia Colombia para comprar plantas eléctricas y velas, que consiguen a mejores precios aunque a cambio deben aventurarse a regresar con su carga a cuestas por pasos ilegales ante el cierre fronterizo.
Josué Angulo es uno de los que debe arriesgarse por una “trocha”, como se conocen a los innumerables caminos irregulares que hacen más porosa la frontera que une a la ciudad colombiana de Cúcuta con Venezuela.
Desde el 22 de febrero los puentes fronterizos están cerrados por orden del mandatario Nicolás Maduro.
Por esas rutas polvorientas e inseguras un “trochero” -como se llama a quienes llevan mercancía de un lado a otro- carga una pesada caja de cartón. Adentro está lo que Josué llama un “milagro”.
Su “milagro” es verde y le costó 1,3 millones de pesos colombianos (unos 430 dólares), que pagó con su trabajo como enfermero en Cúcuta y en San Antonio, la ciudad del lado venezolano donde vive.
“Lamentablemente hoy tenemos que venir a comprar una planta eléctrica (a Colombia) para cargar un celular o cuatro bombillas de una casa”, dice a la AFP. “Fuimos uno de los países más poderosos del mundo, y ahora luchando para prender un bombillo”.
Harto de los cortes eléctricos que convierten en una odisea las comunicaciones y la conservación de alimentos y dan vía libre al ataque de los zancudos (mosquitos), sacó parte de sus ahorros para adquirir un instrumento que es un lujo en una Venezuela en profunda crisis económica.
Otrora potencia petrolera, el país está sumido en su peor crisis moderna: hiperinflación, desabastecimiento y desde las últimas semanas fallas reiteradas en el servicio eléctrico que también afectan el suministro de agua.
Maduro atribuye los daños en el sistema de electricidad a “ataques” de “terrorismo cibernético” respaldados por Estados Unidos y la oposición. Expertos aseguran que las fallas son el resultado de la corrupción, falta de mantenimiento a la infraestructura e impericia.
“Deja uno de comprar otras cosas por esto”, afirma Josué, de 32 años. En casa lo esperan su esposa y dos hijos, de tres y quince años, bajo un calor asfixiante que azota sin tregua a la región.