Era como si Sinatra se fuera a presentar en Las Vegas. El 21 de abril de 1959 —hoy se cumplen sesenta años— miles de fervientes neoyorquinos se agolparon para recibir a una joven celebridad que saldría de la estación Penn: Fidel Castro, el líder de los revolucionarios cubanos.
Menos de cuatro meses antes, había derrocado una dictadura militar despiadada a través de una campaña totalmente inusitada, además contaba con una tremenda popularidad: atrajo a multitudes más grandes que ningún otro líder extranjero en la historia de la ciudad. Mientras la gente coreaba “Fi-del, Fid-el, Fi-del”, Castro se abrió paso entre el cordón policial y comenzó a saludar de mano a los presentes, como si se tratara de un candidato presidencial.
Fue el comienzo de una serie de eventos de relaciones públicas en un recorrido de la victoria de cuatro días que cautivó a Nueva York, y fue un hito en la historia de la moda. Según Sonya Abrego, historiadora de la moda masculina del siglo XX, fue el verdadero surgimiento de lo que más tarde se denominaría “radical chic” (el uso otrora provocador de marcadores visuales relacionados con causas militares que todavía influye en lo que vestimos hoy).
Cuando la fotografía de Castro apareció en la primera plana de The New York Times tras su llegada, el pie de foto era casi innecesario: todo mundo reconocía inmediatamente a aquel hombre por su estilo único al vestir, que combinaba un uniforme, una gorra militar de trabajo y una barba desaliñada.
Su séquito de setenta personas estaba repleto de exguerrilleros vestidos de pantalones color caqui, cuyo llamativo vello facial se había convertido en un símbolo tan poderoso en Cuba que se les conocía simple y llanamente como los Barbudos.
“En cierto sentido, Fidel, el Che y los Barbudos fueron los primeros jipis”, comentó Jon Lee Anderson, autor de Che: una vida revolucionaria y una biografía de Castro que está próxima a salir a la venta. “Irrumpieron en escena al inicio de la era de la televisión como los rebeldes más sexis. Su apariencia en conjunto, con el cabello largo, la barba y la boina, era fuerte y formaba parte del espíritu de la época”.
En aquel entonces, muchos jóvenes estadounidenses estaban mostrando las primeras señales de desencanto con lo que consideraban era el conformismo pesado de la época de la Guerra Fría. El himno a la libertad de Allen Ginsberg, Aullido, se publicó en 1956; En el camino, de Jack Kerouac, en 1957. El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, se estaba traduciendo y el movimiento por los derechos civiles estaba ganando impulso.
“En cierto sentido, Fidel, el Che y los Barbudos fueron los primeros jipis”.
Los cubanos formaron un puente estilístico entre los Beats y la contracultura de la década de los sesenta, según Abrego.
“La historia de la moda no es lineal”, comentó. “Fácilmente podría haber habido jipis de pelo largo sin el Che, pero la impresión que los cubanos dejaron en el paisaje estilístico de la indumentaria es auténtica”, agregó. Su revolución era más fotogénica y el estilo rebelde de los cubanos se infiltró en Estados Unidos.
Las barbas nacieron por necesidad. Luego de un aterrizaje anfibio en el este de Cuba en diciembre de 1956, ni Castro ni su pelotón de unos veinte sobrevivientes tenían rastrillos.
No obstante, su floreciente vello facial no tardó en convertirse en un “símbolo de identidad”, explicó posteriormente el líder al periodista español Ignacio Ramonet, cuyas entrevistas con Castro están recopiladas en Fidel Castro: biografía a dos voces. El estilo accidental se volvió permanente “para mantener el simbolismo”.
Otros elementos del estilo revolucionario se combinaron durante la campaña, como ha quedado bellamente catalogado en las revistas de moda. En 1958, Raúl, el hermano menor de Fidel, fue fotografiado por Life con el cabello a la altura de los hombros y un garboso sombrero vaquero.
Las fotografías del misterioso y bien parecido médico argentino Ernesto Guevara, conocido como el Che, mostraban que este también se dejaba crecer el pelo y llevaba una boina negra que pronto se volvería famosa.
Además, no eran solo los hombres. A principios de 1958, una fotógrafa española viajó a la Sierra Maestra como enviada de Paris Match y regresó con imágenes que incluían a una de las principales lideresas de la guerrilla, Vilma Espín (egresada del Instituto Tecnológico de Massachusetts), con una flor de mariposa blanca detrás de la oreja, presagiando la prototípica imagen de los jipis y las flores.
En las fotografías, también aparecía Celia Sánchez, la principal organizadora de los rebeldes y quien había diseñado su propio uniforme con pantalones ajustados de sarga y una camisola militar con cuello en v (según Dickie Chapelle, una de las primeras fotógrafas de guerra estadounidenses, que viajaba con ellos).
En julio de 1958, Espín apareció en Life con un rifle recargado sobre la cadera, como la versión cubana de Bonnie Parker, de la famosa pareja compuesta por Bonnie y Clyde. En un mundo reinado por Doris Day, en la cúspide del movimiento feminista, la semiótica era subversiva.
Antes de la visita de Castro a Estados Unidos en 1959, los cubanos habían contratado al prestigiado agente de relaciones públicas de la avenida Madison, Bernard Rellin, por la generosa suma de 6000 dólares mensuales, para que asesorara a su líder sobre cómo ser atractivo para los estadounidenses.
Cuando se conocieron en La Habana, Rellin le dijo a Castro que los revolucionarios debían cortarse el pelo. Castro se negó. Conocía el poder que tenía el estilo del “barbudo rebelde”.
Se trató de una decisión astuta. Para abril, la imagen característica de Castro se había vuelto tan famosa, que una empresa estadounidense de juguetes produjo cien mil gorras militares con barbas quitapón para niños, que se vendieron junto con los gorros de piel de mapache estilo Davy Crockett y los cascos de G. I. Joe.
Cada gorro militar estaba adornado con el logotipo negro y rojo del revolucionario Movimiento 26 de julio y las palabras “El Libertador”, que hacían referencia al héroe de la independencia Simón Bolívar.
La visita de Castro a Nueva York de cuatro días se desarrolló entre un torbellino de vello facial y uniformes militares. Su pintoresca imagen aparecía en escenarios oficiales y turísticos: el alcalde Robert F. Wagner recibió a Castro en el ayuntamiento de la ciudad; saludó a estudiantes con miradas de asombro en la Universidad de Columbia; visitó las oficinas de The New York Times y habló ante una multitud de dieciséis mil personas en el auditorio de Central Park.
Todo esto ocurrió en el momento perfecto para influir en los estadounidenses, afirmó Nathaniel Adams, un escritor que se especializa en las subculturas de la moda. El torrente de imágenes mediáticas coincidió con el auge económico en Occidente el cual generó una nueva clase de consumidores jóvenes con dinero para gastar.
“Esta era la primera vez que los adolescentes del mundo comenzaban a copiarse mutuamente el estilo de manera consciente”, explicó Adams. “Además, eran ellos mismos quienes creaban las distintas tendencias, sin la intervención de los adultos”. Castro, un hombre con educación superior, era como un James Dean con una agenda política progresista: un rebelde con causa.
A simple vista, la obsesión de Nueva York con Fidel pareció desvanecerse relativamente rápido. Cuando se dio su siguiente visita a la ciudad, para pronunciar un discurso ante la Organización de las Naciones Unidas en septiembre de 1960, Castro fue ridiculizado por el mismo estilo que antes había resultado tan seductor.
The New York Daily News se burló de él, llamándolo el Raro de la Barba o solo la Barba; el senador Barry Goldwater lamentó que el “caballero cubano de la armadura reluciente” hubiera acabado por ser “un vago sin rasurarse”. Al poco tiempo, algunos estadounidenses de corte militar estaban organizando mítines contra los jipis, con carteles que decían cosas como: “El cabello largo es comunismo”.
No obstante, la influencia de Castro en la moda perduraría. Para su visita a Nueva York en 1960, él y sus acompañantes no llegaron a la zona de la clase media blanca, sino a un hotel del Harlem, llamado Theresa, donde se encontraron con Malcolm X y otros líderes negros.
En esta ocasión, el momento cumbre del estilo fue una recepción en un salón de fiestas organizada por el grupo progresista Fair Play for Cuba a la que asistieron 250 luminarias de la vida bohemia, entre ellas, los poetas Allen Ginsberg y Langston Hughes, el fotógrafo Henri Cartier-Bresson y varios activistas de los derechos civiles.
“El personal del proletariado del hotel, el uniforme verde olivo de los ‘guerrilleros’ y la falta de formalidad en conjunto ayudaron a enfatizar la atmósfera alegre y estimulante, aunque no revolucionaria, de la reunión”, escribió un invitado, el periodista europeo K. S. Karol, sobre la fiesta.
Diez años más tarde, Tom Wolfe acuñó el término “radical chic” para burlarse de los intelectuales de Nueva York hipnotizados con las modas revolucionarias en una fiesta organizada por Leonard Bernstein en honor a las Panteras Negras, quienes, claro está, habían adoptado el estilo paramilitar de los cubanos y se habían apropiado de él.
Desde entonces, la moda no ha hecho más que seguir desnaturalizando el estilo, por lo que ahora se pueden encontrar pantalones de camuflaje en cualquier parte, desde Old Navy hasta Balmain.
“‘Radical chic’ es un término que parece tan del siglo XX”, reflexionó Abrego. “Hubo un tiempo en el que fue muy negativo, cuando hacía referencia a un estilo que se desarrolló de manera orgánica, pero que ha sido víctima de la apropiación y se ha convertido en una imagen de moda que no hace ningún comentario político ni asume un riesgo