En las primeras páginas de Camino al Este. Crónicas de amor y desamor, Javier Sinay nos cuenta que Malena Higashi y él llevaban un año enamorados, viéndose a diario en Buenos Aires, cuando de pronto ella decidió irse a Japón para estudiar la cultura del té en una prestigiosa academia.
Durante su ausencia, él toma aviones y trenes para llegar desde Madrid hasta Kioto, a través de París, Moscú, Siberia, Pekín y Seúl: “Yo viajo en busca de una mujer”; dice, y añade poco después: “Yo viajo en busca del amor. Y de lo que lo rodea”.
Por eso colecciona en todos los países testimonios, experiencias y lecturas sobre la pasión, el flirteo, el matrimonio, la prostitución, la impotencia, los amores a distancia, las demasiadas violencias, las rupturas.
Tras seis meses sin verse, Malena y Javier desordenan totalmente la habitación del hotel coreano donde se reencuentran; después cruzan el mar y ella le enseña, ritual y perfecta, la ceremonia del té. Se imponen el sexo, el tacto, el paladar, los cuerpos, después de tanto tiempo de correos electrónicos, llamadas telefónicas y conversaciones de chat.
“Habrá que reinventar las maneras de hablar del amor”, dice Malena. Tal vez por eso Sinay no acaba su libro con el té compartido, sino revelando que se conocieron a través de una aplicación: “A diferencia de Tinder (que conecta a la gente en un área más o menos cercana), Happn rastrea el camino de los usuarios y enlaza que el viaje cutre que nos está contando, que a quienes se han cruzado en la calle o en cualquier otro sitio”. Si se aceptan mutuamente, la app les permite chatear. Según el cronista, Didier Rappaport, el creador de la aplicación, estaba “obsesionado con una tarea difícil: dotar de romanticismo a la tecnología”.
Esa suerte de tensión eléctrica recorre las narrativas de nuestra época. Unas narrativas que, como la del escritor argentino, también acostumbran a invertir su cronología. Pero —en cambio— no frecuentan el final feliz.
“Coge mi móvil. Lo registra de forma compulsiva. Veo cómo pasa las llamadas perdidas, las llamadas que yo he hecho, los mensajes. Empiezo a enfadarme. Coloca el teléfono en la mesita y me mira avergonzado”.
Ese pasaje del relato “Las cartas de Gerardo” (el primero de La isla de los conejos), de Elvira Navarro, nos sumerge en las entrañas putrefactas de una separación.
Desde el principio sabemos que la narradora está enamorada de otro y que el viaje cutre que nos está contando, que se desarrollará entre escenas patéticas y pequeñas violencias como la de la cita, es la gota que colma el vaso. La despedida se ha convertido en un tema central de la literatura amorosa contemporánea.
En las primeras páginas de Mañana tendremos otros nombres —la novela de Patricio Pron que ha ganado el último premio Alfaguara—, el protagonista arranca hojas de los libros de la biblioteca que ha compartido con su pareja, con quien acaba de romper.
El prólogo de Formas de estar lejos, la nueva novela de Edurne Portela, parece más bien un epílogo. Se titula “Poco antes del final” y allí leemos: “No podría decir cuándo empezó todo. Cuándo mi vida comenzó a torcerse y esa que fui dejó de existir y se convirtió en una mujer que se encerraba a llorar en un armario. Y todo lo que vino después”.
El primer capítulo de Feliz final, de Isaac Rosa, se titula directamente “Epílogo” (“Nosotros íbamos a envejecer juntos”, es la primera frase de la novela); y el último, “Prólogo” (“y es aquí donde comienza nuestra historia”, concluye el libro).
También Tambor de arranque, de Francisco Bitar, narra —a través de una pequeña constelación de objetos elocuentes— la agonía de la relación amorosa, en lugar de su génesis y su apoteosis.
Podría seguir sumando ejemplos, pero la idea está ya clara: han quedado muy atrás los modelos de Romeo y Julieta, Las desventuras del joven Werther, Nadja o Rayuela. Desde los tiempos del amor cortés los relatos de amor casi siempre han acabado mal (el happy end de Hollywood siempre ha sido una anomalía histórica). Pero en el siglo XXI empiezan directamente por el final. Y raramente es un comienzo feliz.
El mecanismo narrativo ha sido normalizado por las series de televisión, que a menudo te muestran en el capítulo piloto cuál es la situación actual de los personajes, cómo sobrevivieron a todo aquello que se va a narrar en los capítulos siguientes. Y, por lo general, en ese presente futuro están solos.
El final del amor implica en las personas y en los personajes de mi generación (los nacidos en los sesenta y los setenta) el descubrimiento de Tinder y de las plataformas de contactos. Cuando acaba el amor del siglo XX, llegan las relaciones algorítmicas del siglo XXI.
Por eso se ha ido configurando una incipiente tradición narrativa de erotismo entre seres humanos e inteligencias artificiales o avatares. Después de películas emblemáticas como Her, Blade Runner 2049 o Creative control, y de algunos capítulos de Black Mirror, tal vez la serie francesa Osmosis sea la producción audiovisual que trata con más complejidad esa transición.
En ella encontramos dos aplicaciones de citas que compiten por atraer al mayor número posible de cuerpos usuarios. Perfect Match busca la compatibilidad para relaciones fugaces, sobre todo sexuales y virtuales, mientras que Osmosis promete la conexión física y mental con tu alma gemela. “Ningún algoritmo puede decirte qué sientes”, dice uno de sus personajes. Sin embargo, esa afirmación va a ser cada vez menos real.
“A la mierda el hombre de mis sueños, a la mierda el puto amor romántico”, dice uno de los protagonistas de la novela de Isaac Rosa. El problema es que no existe una opción B. O, mejor o peor aún, el problema es que sí existe: la alternativa es el amor algorítmico.
Pero como nunca nada es blanco ni negro, entre ambos estilos emocionales —según la afortunada terminología de la socióloga Eva Illouz—, se abre un abanico de opciones. Todas ellas son, por supuesto, problemáticas. Y por tanto dramáticas: felizmente narrativas, aunque empiecen y acaben casi siempre mal.