ASUNCIÓN — María Esther Roa estaba furiosa.
Una vez más, un poderoso legislador se había librado de ser sancionado por sus acciones ilegales.
No obstante, cuando se encontraba afuera del congreso en Asunción, a principios de agosto, Roa tramó un plan poco convencional para hacer rendir cuentas de alguna manera a los poderosos. Su plan involucraba ollas, sartenes, docenas de huevos y mucho papel higiénico, e inspiraría a una cruzada ciudadana contra la corrupción en esta pequeña nación sudamericana.
Mientras otros países latinoamericanos combatieron la corrupción de empresas y políticos poderosos durante los últimos años, a menudo como respuesta a la indignación popular, las débiles instituciones de Paraguay y el fallido sistema de justicia la han dejado languidecer.
Sin embargo, Roa —abogada penal— y un grupo de organizadores, en su mayoría mujeres, decidieron cambiar eso y convirtieron la humillación pública en una herramienta que consideran mucho más efectiva que las acusaciones penales.
Su primer objetivo: el legislador José María Ibáñez, que el 1 de agosto pasado sobrevivió a un juicio político para removerlo de su cargo a pesar de haber admitido que usó recursos públicos para pagar los salarios de tres empleados de su residencia en el campo, en el caso conocido como Caseros de Oro. La noche posterior a la votación, Roa y algunos conocidos se reunieron afuera del hogar de Ibáñez para exigir su renuncia.
“¡Fuera Ibáñez!”, gritaban mientras golpeaban sus ollas y sartenes. Poco después, el hogar del congresista estaba cubierto de papel higiénico y goteaban los restos de los huevos podridos lanzados por los manifestantes.
“Límpiense”, dijo Roa, describiendo el simbolismo del papel higiénico. Sobre los huevos, agregó con una sonrisa: “El olor es nauseabundo, para que el recuerdo de la protesta permanezca durante días”.
Lo que ocurrió después dejó perpleja a Roa: Ibáñez renunció.
Fue el primero de tres prominentes senadores perseguidos por acusaciones de corrupción que abandonaron su cargo. Fiscales en Paraguay presentaron cargos penales contra otros cinco funcionarios señalados por los manifestantes anticorrupción y han iniciado investigaciones sobre varios más.
Los políticos que han sido señalados califican a las protestas afuera de los hogares de las personas sospechosas de corrupción —conocidas como escraches— como una tendencia peligrosa que ha arruinado carreras y reputaciones sin seguir el debido proceso.
“Esta experiencia de violencia social por encima de los derechos individuales y colectivos es lo más parecido a los linchamientos públicos de siglos pasados”, dijo Ibáñez.
No obstante, como muchos paraguayos sienten que estas denuncias son su último recurso cuando enfrentan a instituciones que no actúan o son débiles, las protestas se han extendido por todo el país.
Durante los últimos siete meses, los manifestantes han protestado contra funcionarios de todo el espectro político, fijándose como objetivos a gobernadores, legisladores federales y funcionarios de las provincias que son sospechosos de haber cometido ilícitos.
“No podemos parar que una persona sea corrupta”, explicó Roa meses después de la primera protesta, por momentos orgullosa y al parecer un poco abrumada por la dimensión que ha tomado el movimiento que ella ayudó a crear. “Lo que no podemos aceptar es este índice de impunidad”.
A medida que los videos de las protestas se divulgaban a través de las redes, a los políticos señalados por los escraches les comenzaron a negar el acceso en los restaurantes caros. Sus esposas ya no fueron bienvenidas en sus habituales salones de belleza.
“Está apareciendo una nueva generación que no tolera los abusos de poder”, dijo la periodista de investigación Mabel Rehnfeldt en el periódico ABC Color, que ha publicado historias que han fomentado la indignación pública sobre la corrupción.
“No podemos parar que una persona sea corrupta. Lo que no podemos aceptar es este índice de impunidad”.
Este tipo de protesta se originó en Argentina en los años noventa, cuando los familiares de las personas asesinadas o desaparecidas durante la dictadura buscaban denunciar a los represores a quienes se les había otorgado amnistía por sus crímenes. La ira después se trasladó a los funcionarios de gobierno cuando la economía se desplomó y provocó una brutal recesión.
Desde entonces, la táctica ha sido usada en todo el mundo hispanohablante.
Felícita Cabañas, de 44 años, contó que ella comenzó a acudir a las protestas en el lugar donde vive, Yaguarón, para llamar la atención sobre la falta de recursos en la escuela de su hija. A medida que los recursos de la escuela desaparecían —algo que los padres atribuyen a la corrupción—, no había dinero cuestiones básicas como el mantenimiento y la comida.
“En la escuela tenían leche pero ya ni eso”, dijo Cabañas durante una protesta un sábado por la tarde. Con solo dos baños para dar servicio a novecientos alumnos, los padres han tenido que contribuir con una cuota mensual para pagar por la limpieza, dijo.
“Tenemos que pagar para que nuestros hijos orinen”, dijo.
Quienes se oponen a las protestas han señalado que estas pueden volverse violentas.
Ibáñez dijo que Roa y sus compañeros eran “grupos de agitadores que aparecen utilizando incluso pequeños niños, destruyendo la propiedad privada, vandalizando y atemorizando a las familias que son víctimas de horribles ataques con insultos, petardos, apedreadas, pintadas en las paredes y amenazas personales respaldados de los medios de comunicación dominantes”.
En algunos casos, los manifestantes han dañado propiedades comerciales y se han involurado en altercados físicos. En otros, los activistas han sido atacados, lo que ha forzado a Roa y a otros a pausar sus actividades.
A finales del año pasado, Luis Antonio Coronel Pérez, un voluntario que puso a disposición su furgoneta Isuzu 1985 para trasladar a los manifestantes a las protestas, despertó y vio que su vehículo había sido incendiado durante la noche. Coronel, de 48 años, dijo que otros activistas reconocidos han recibido amenazas de muerte.
“No tiene precedentes que la ciudadanía haya tumbado a un senador”, dijo, y se comprometió a seguir adelante a pesar del peligro. “Por lo menos ahora hay esperanza. Antes no había esperanza”.
Roa reconoció que un movimiento que tenía el objetivo de ser inspirador y formativo ha desarrollado aristas rebeldes, y dijo que espera que esto no se convierta en una herramienta permanente en la lucha contra la corrupción.
“Algunos escraches se han vuelto muy violentos”, dijo. “Eso me preocupa por esa violencia puede conducir a un conflicto social y hay personas que pueden fallecer”.
Ella y otros líderes del movimiento han utilizado su nueva visibilidad y apoyo popular para formar grupos de trabajo con fiscales y funcionarios en otras instituciones claves con el objetivo de fortalecer los mecanismos de supervisión y rendición de cuentas.
En los últimos meses, los casos penales que alguna vez languidecieron en las cortes sin obtener resolución durante meses se están moviendo a una velocidad poco común, un cambio que Roa atribuye a los esfuerzos del grupo.
No obstante, hasta que el sistema de justicia comience a perseguir los sobornos de forma consistente y perentoria, Roa afirma que tiene la intención de continuar con las protestas.
Una tarde de sábado hace poco, ella llegó a la casa de un político del partido gobernante que está a cargo de una entidad que tiene el poder de investigar a los jueces. Allí hicieron alboroto, usaron trompetas, silbatos y canciones de cumbia y polkas mientras pedían la renuncia del funcionario, a quien acusan de proteger a jueces que han sido blandos con políticos corruptos.
“Renunciá”, exigió Roa en una entrevista con periodistas de televisión que habían llegado para cubrir la protesta. “No es nada personal, solo institucional”.
Mientras hablaba, una canción sobre los sobornos salía a todo volumen de los altoparlantes y rompía deliberadamente el pacífico letargo de la siesta.