Lionel Messi aún puede quitarnos el aliento, dejarnos encandilados y hacer que un público de casi cien mil personas se ponga a sus pies.
BARCELONA, España — Aún suspiran. Aún, después de todo este tiempo, después de todo lo que ha hecho, mucho después de que su genialidad debió convertirse en un lugar común.
Incluso cuando todo se encuentra en estado de cambio —cuando un Ajax joven y brillante puede ir a Turín y vencer a una vieja y taimada Juventus, cuando Cristiano Ronaldo se ha perdido las semifinales de la Liga de Campeones, cuando pareciera haber un cambio de guardia y el fin de una era—, una victoria de 3-0 en el partido de vuelta de los cuartos de final sobre el Manchester United tuvo una constante genial e imperecedera del futbol: Messi radiante, el Barcelona triunfante, los oponentes se quedaron observando, demacrados y perplejos, a un genio que desafía las creencias.
Esta es, según un cálculo aproximado, la cuarta iteración de Messi, la más reciente en una serie de mejoras. Debido a la escala de los logros que ha obtenido desde entonces, es fácil olvidar que Messi, hace todos esos años, comenzó como alero: el Messi que fue considerado demasiado pequeño, demasiado delgado, que deambuló por la banda derecha del Barcelona, lejos de los monstruos de en medio.
Pep Guardiola fue quien corrió el riesgo, al degradar a dos de los grandes delanteros de sus generaciones, Samuel Eto’o y Zlatan Ibrahimovic, para que Messi pudiera jugar por el centro. Fue una maniobra tan radical, tan poco ortodoxa, que se tuvo que acuñar un término —o al menos tomarlo prestado de Italia— para explicar el fenómeno. La primera reencarnación de Messi fue de “falso 9”.
No es fácil hacer una distinción entre épocas, no hay una cauterización clara y perceptible, ningún momento en el que dejó de ser una cosa para convertirse en la otra. Para cuando levantó su cuarto y más reciente trofeo de la Liga de Campeones, en 2015, era otra cosa de nuevo: la combinación de un delantero y un estratega, un 9 y un 10, con Neymar de un lado y Luis Suárez, su amigo y vecino, por el otro.
Podría decirse que lo extraordinario es que cada versión ha sido la mejor exponente de esa posición en la historia; cada una ha quedado registrada por un momento que confirma su maestría en ese papel, que sugiere que había terminado esa tarea particular y estaba listo para algo nuevo.
Messi, el alero: el gol contra el Getafe, en 2007, cuando corrió como rayo para zambullirse alrededor, en medio y, en un punto, a través de cinco jugadores antes de marcar. Messi, el falso 9: el cabezazo en la final de la Liga de Campeones en 2009, tal vez, el gol que demostró que en realidad no tenía nada de falso. Messi, el hombre del ataque individual: su segundo gol en contra del Bayern Munich de Guardiola en la semifinal de la Liga de Campeones en 2015, en la que, como si fuera en cámara lenta, dejó colapsado de espaldas a Jerome Boateng, con la cabeza dando vueltas y los pies atados por la destreza genial de Messi.
Y ahora llegamos a este Messi: el Messi que desafía las categorizaciones. En retrospectiva, es tentador preguntarse si esta siempre iba a ser su transformación final, su última metamorfosis, su forma más elevada y pura: en la alineación es delantero, junto con Suárez y Philippe Coutinho, pero ya no está constreñido por esas ideas banales de las posiciones fijas.
Messi, ahora, a sus 31 años, va adonde le place, cuando le place, y el Barcelona de Ernesto Valverde se amolda para llenar los huecos. Messi pasa más o menos los primeros diez minutos de cada juego paseando, en busca del lugar donde los oponentes son más débiles —le tomó un buen tiempo en contra de la versión actual del Manchester United— y después se ubica en la posición en la que considera que causará más daño. Sus compañeros de equipo realizan los ajustes necesarios y el argentino comienza a trabajar.
Es imposible saber si este Messi ya ha registrado alguno de esos momentos decisivos. Tal vez, con el tiempo, demostrará ser ese toque en contra del Real Betis de hace unas semanas: el balón que flotó una eternidad antes de terminar la curva sobre la línea de gol. Uno de los sellos distintivos de la grandeza de Messi es que una buena parte de este esplendor es tan sereno, tan calmo. Rara vez hay un ápice de furia en su forma de juego: más parecido a la gracia implacable de Roger Federer que a la fortaleza explosiva de Rafael Nadal. Acaricia sus pases y mima sus disparos: el control siempre es más apreciado que la potencia.
Otra característica es que no abusa de su habilidad: es poco común que se dé un gusto con tiros imposibles de larga distancia, en busca de los titulares de los periódicos, la fama y la aclamación. Ahora su software es tan sofisticado que pareciera calcular las probabilidades de cada una de las decisiones: solo dispara cuando es la ocasión correcta.
El primer gol que anotó en partido del 16 de abril de la Liga de Campeones fue un buen ejemplo. Messi le hizo túnel a Fred al borde del área del United, no para que atrajera el mayor suspiro del público o para exhibir su genio, sino porque era la ruta más simple para llegar a ese lugar, justo afuera del área penal, desde donde podía soltar un latigazo que rodeara a David de Gea (su segundo gol no merece este tipo de análisis: un tiro lento que De Gea, de manera inusual, no logró controlar; incluso los grandes pueden tener suerte).
Tal vez ese gol demuestre ser la marca más alta de esta versión de Messi; tal vez todavía haya más por venir. Messi produce genialidades con una frecuencia tan asombrosa que solo por medio de la retrospectiva —además con una considerable cantidad de esta— es posible tener certeza.
Un ejemplo: si Messi hubiera terminado una carrera, en los últimos minutos de la primera mitad, en la que rebasó a tres mediocampistas del United, al árbitro Felix Brych y dejó a Phil Jones retorcido y torturado, su primer gol habría parecido bastante ordinario para sus estándares; del mismo modo, si hubiera logrado convertir una tijera espontánea en la segunda mitad.
Ahora, la pregunta es hasta dónde puede llevar esa genialidad al Barcelona. Un octavo título español en once años ya está casi asegurado —una racha de éxito en su país sin paralelo en la historia del club—, pero una primera aparición en semifinales de la Liga de Campeones desde 2015 se podría decir que es de una importancia mayor.
El Liverpool lo espera en esa ronda y después ya sea el Ajax o el Tottenham, en la final. Una mirada a la tabla de la Liga Premier confirma que el Liverpool es una propuesta más imponente que este United, uno que fue tan fácil de amansar; sin lugar a dudas, este Barcelona tiene fallas, espacios que pueden explotar sus oponentes, debilidades que lo puedan dejar en evidencia.
Sin embargo, siempre que Messi, este último Messi, ande por ahí, podrían no ser de importancia. Messi puede cubrir muchos pecados. Puede ser suficiente por sí solo. Los que se atraviesan en su camino lo saben perfectamente. A inicios de este año, le dijeron a Guardiola que su Manchester City era el favorito para ganar la Liga de Campeones. No, respondió: “Quien tenga a Messi es el favorito”.
Guardiola sabe qué puede hacer, qué sigue haciendo, qué es lo que siempre hace. Sabe que, cuando se trata de Messi, nada se puede considerar una sorpresa.