Gabriel García Márquez, Gabo para sus amigos, vivió para el periodismo. Escribió para periódicos y revistas toda su vida y fue fundador de seis publicaciones.
“Gabo” alguna vez dijo, contra la sabiduría de la época: “No quiero que se me recuerde por Cien años de soledad ni por el Premio Nobel, sino por los periódicos”.
García Márquez (1927-2014) inhalaba tinta fresca tal como lo hizo el crítico periodístico A. J. Liebling, como si se tratara del humo de un puro. Llamaba al periodismo “el mejor oficio del mundo” y “una necesidad biológica para la humanidad”. Entendía que los periódicos y las revistas no solo proveen datos, sino que contribuyen, mediante crónicas de todo tipo, a la alegría de una sociedad.
Una nueva colección del periodismo de García Márquez, El escándalo del siglo, demuestra qué tan en serio se tomaba el reportaje y lo que ahora se llama en ocasiones periodismo de largo aliento.
Contiene artículos complejos que involucran al lector sobre, por ejemplo, la muerte de una joven que parecía llevar una doble vida; sobre la toma del Palacio Nacional nicaragüense en 1978 por el Frente Sandinista de Liberación Nacional; sobre los esfuerzos internacionales para salvar a un joven que necesitaba un suero contra la rabia muy difícil de encontrar, mismo que se le hizo llegar a toda prisa en menos de doce horas.
Se trata de artículos que, por su seguridad y gracia, recuerdan a los lectores su libro Relato de un náufrago, basado en una serie de reportajes novelados que el periodista escribió para el diario bogotano El Espectador en 1955, en los que adoptó la voz de Luis Alejandro Velasco Sánchez, un tripulante que cayó de un buque militar y estuvo a la deriva durante diez días.
La mayor parte de su periodismo —al igual que la mayoría de su ficción— se centra en su natal Colombia. Sin embargo, muchas de las mejores piezas de El escándalo del siglo son ensayos, meditaciones modestas e ingeniosas sobre temas como los barberos y los viajes aéreos, la traducción de la literatura y la cinematografía.
Uno advierte que, de habérsele permitido comenzar una última revista desde la ultratumba, García Márquez editaría una versión de una de esas publicaciones casuales, como The Spectator, The New Statesman o The Oldie, que los británicos solían hacer mejor que el resto del mundo; es decir, revistas compuestas en su totalidad de crónicas, el contenido combinado de lo que fuera que poblara la mente de sus columnistas.
El escándalo del siglo, que incluye cincuenta artículos publicados entre 1950 y 1984, es uno de los dos nuevos libros sobre la vida y obra de García Márquez. El otro es Soledad y compañía, un encantador y tumultuoso, aunque breve, relato de viva voz sobre la vida del escritor editado por la periodista colombiana Silvana Paternostro y traducido al inglés por Edith Grossman.
Soledad y compañía no se propone sustituir la respetada biografía de García Márquez del año 2009 escrita por Gerald Martin. Se trata de un libro que reúne a sus viejos amigos, como si estuvieran sentados a la mesa, y los deja hablar. Pocos pueden creer lo importante que Gabo, su viejo amigo de juergas, acabó siendo ni cómo se alejó flotando de ellos en un halo de éxito. Todavía no están muy dispuestos a rendirle honores.
García Márquez escribió parte de sus primeras obras de ficción en rollos de papel periódico que obtenía de sus trabajos diurnos. Tal vez hasta cierto punto por este motivo puede parecer que su ficción y su no ficción emanan del mismo lugar.
Los artículos y las columnas que aparecen en El escándalo del siglo muestran que su voz directa y ligeramente irónica parecía estar ahí desde el principio (la ironía fue el abanico que apaciguó la intensidad del proyector de la mente de García Márquez).
Escribió su obra periodística, dijo, con “la misma conciencia, la misma dicha y a menudo con la misma inspiración con la que debí haber escrito una obra de arte”. El corredor de velocidad y de distancia que habitaban en él estaban extrañamente en sintonía. Es uno de esos pocos grandes escritores de ficción cuyo trabajo secundario siempre vale la pena leer; no sabía cómo hacer algo sin ganas.
Era un observador de primera clase. Cuando vio al presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower bajar de un avión en París en 1958, se percató no solo de “su amplia sonrisa de un buen competidor”, sino, mejor aún “de sus zancadas largas y seguras a la Johnnie Walker”.
Los aviones aparecen a menudo en la obra periodística de García Márquez; odiaba volar. Escribió sobre viajar después de volverse famoso: “Siempre vuelo tan asustado que ni siquiera me doy cuenta de cómo me tratan, y todas mis energías las consagro a sostener mi silla con las manos para ayudar a que el avión se sostenga en el aire, o a tratar de que los niños no corran por los pasillos por temor de que desfonden el piso”.
Se tomaba su tiempo cuando hablaba de los escritores y sus penurias económicas. Hablando de los cigarros, por ejemplo: “Los mejores escritores son los que suelen escribir menos y fumar más”, proclamó, “y es por tanto normal que necesiten por lo menos dos años y veintinueve mil cigarrillos para escribir un libro de doscientas páginas. Lo que quiere decir en buena aritmética que nada más en lo que se fuman se gastan una suma superior a la que van a recibir por el libro”.
Aún se siente la influencia de García Márquez en el periodismo. En 1994, creó la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, mejor conocida como la Fundación Gabo, con sede en Cartagena de Indias y sigue prosperando.
En un prólogo para El escándalo del siglo, el reportero de investigación y corresponsal Jon Lee Anderson observa “una genialidad singular que un autor emblemático del boom de la ficción latinoamericana tenga como uno de sus legados más palpables ser padrino de un nuevo boom latinoamericano: el de la crónica”.
El humilde García Márquez lo dijo de esta forma: “Soy periodista fundamentalmente. Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista, aunque se vea poco”.
Tenía una forma de conectar a las almas en toda su escritura, tanto de ficción como de no ficción, con la estática melancólica del universo.