No existen soluciones mágicas, ni siquiera rápidas, porque la violencia de México ya forma parte de su ser.
CIUDAD DE MÉXICO — El intercambio sobre los datos de homicidios que mantuvieron el periodista Jorge Ramos y el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, el mes pasado durante una de las conferencias de prensa diarias del mandatario, derivó hacia una importante discusión sobre la libertad de expresión, pero a costa de opacar el tema de fondo: México atraviesa el periodo más violento de su historia moderna. Hace dos años se batió el récord de asesinatos, el año pasado lo superó y las proyecciones para este son que ocurrirá lo mismo.
López Obrador culpó a la estrategia de combatir la violencia con más violencia y a la herencia de corrupción e impunidad, pero aseguró que “hemos controlado la situación, según nuestros datos”. Es cierto que la herencia es catastrófica: durante los dos últimos gobiernos la tasa de homicidios aumentó a más del doble. Pero es falso que la situación esté controlada. Alrededor de 2.500 personas murieron asesinadas cada mes en los primeros cuatro meses de su gobierno. Con tan poco tiempo en el poder, su afirmación es, además, imposible.
La grandilocuencia de López Obrador no casa nada bien con la violenta realidad de su país. La prudencia de los periodistas que el presidente elogió con ironía al día siguiente del encuentro con Ramos, es algo que haría bien en aplicar a sus propios discursos, sobre todo en temas como el homicidio. Pero aún más importante es que el debate sobre el homicidio debería centrarse en la naturaleza estructural de la violencia antes que en estadísticas.
El asesinato en México es más complejo que la guerra contra el narcotráfico, el eje central de sus antecesores, o que la lucha contra el huachicoleo —robo de combustible—, una de las apuestas iniciales del gobierno de López Obrador. Y, aunque la corrupción y sobre todo la impunidad sean incentivos para el asesinato, tampoco lo explican todo. No existen soluciones mágicas, ni siquiera rápidas, porque la violencia de México ya forma parte de su ser.
A veces las acciones de la violencia más que causas son consecuencias; prácticas al servicio de intereses políticos y económicos, legales e ilegales. En México, matar se ha convertido en una solución transversal que sirve no solo para acabar con el enemigo, sino para acabar con cualquier molestia presente o futura que se cruce con esos poderes: el miedo como forma de control social.
El discurso oficial de que solo mueren los buenos o los malos que luchan una guerra es también falaz. El homicidio ha silenciado a periodistas, a activistas que se oponen a mineras o megaproyectos y, por supuesto, a miles de personas que han cometido el pecado de vivir en zonas abandonadas o a las que el Estado solo llega para corromperse o para convertirse en un actor criminal más.
El homicidio es, además, solo la concreción de una amenaza constante y la expresión de algo que, en definitiva, es un fenómeno mayor en el país: la violencia. El desplazamiento interno —del que no se tienen cifras— es una realidad plausible de ello. Otra es la extorsión.
Decir ‘el año más violento de México’ es decir que fueron asesinadas más de 33.000 personas en 2018; también que miles de personas amenazadas abandonan sus casas con lo puesto para huir sin rumbo; que muchas otras pagan una cuota para tener un negocio o que lo cierran porque no pueden pagar; que hasta los actos más sencillos como hablar están sujetos a las normas de la violencia y que, en muchos casos, denunciar ante las autoridades todo lo anterior puede causar también la muerte, sin saber muy bien quién ha apretado el gatillo.
Y, aunque tenemos un conteo aproximado de las muertes de más de una década de violencia, todavía no alcanzamos a medir sus consecuencias. En varios estados de México, como Veracruz, siguen apareciendo fosas clandestinas. Las últimas en el predio La Guapota: 43 fosas y un número de restos humanos aún sin determinar. Si no tenemos la contabilidad precisa, parece imposible que ni este ni ningún gobierno tenga la situación controlada.
En la larga y vaga respuesta que López Obrador le dio a Ramos, el presidente habló de que parte de su estrategia es reparar el abandono del campo y el futuro de los jóvenes. Tiene razón, porque reducir los homicidios requiere de una política integral, no solo de seguridad. Pero habrá que ver si ese discurso genérico se convierte en políticas públicas concretas. Hasta ahora las palabras de López Obrador no se han correspondido siempre con sus hechos. Ha ocurrido con el vuelco en el tema migratorio y también en el de seguridad.
Por ejemplo, todavía falta saber si ocurre y cómo la anunciada regulación de la marihuana para el consumo personal y la amapola para la producción de medicamentos. No sería la solución al problema de la violencia, pero sí parte de ella. Sacaría de la clandestinidad a miles de campesinos, muchos jóvenes, que ya se dedican a este negocio en México, el principal productor de América Latina de estas drogas, y aliviaría la superpoblación del sistema penitenciario.
Hasta ahora la postura de López Obrador ha sido muy similar a combatir la violencia con violencia que critica de sus predecesores. Contra sus promesas de campaña, su plan estrella es una profundización en la lógica militarista que ha contribuido a llevar al país a esta situación: la creación de la Guardia Nacional.
Esta ha sido una oportunidad perdida para crear las condiciones de un cambio necesario más adaptado a las necesidades de los mexicanos. Los militares llegaron a las calles hace doce años bajo la lógica de que las policías estaban corrompidas hasta el tuétano. A pesar del fracaso de esta estrategia, es imposible que salgan de un día para otro, pero sí se podría crear una institución que preparara la vuelta de la seguridad al poder civil. Para combatir una violencia omnímoda, lo que se necesita son buenos agentes que investiguen y en los que la comunidad pueda confiar, no grandes operativos y soldados que cumplan órdenes.
Pero la desmilitarización paulatina de la seguridad pública sumada a la regulación de las drogas tampoco sería suficiente. La violenta realidad mexicana exige leyes para reconocer y proteger a los desplazados, una justicia independiente que investigue las conexiones entre crimen organizado y política, policías capacitados y bien pagados en los que la comunidad pueda confiar y un paquete de medidas sociales a largo plazo para recuperar el campo y a los jóvenes, principales víctimas y victimarios de esta tragedia. Es lógico pensar que solucionar un problema tan estructural llevará más tiempo que los seis años de gobierno de López Obrador, pero su objetivo debería ser poner los cimientos para que algún día cuando un presidente diga “la situación está controlada” haya algo de verdad.