El llamado del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, para que haya un cambio de régimen en Venezuela está levantando críticas en ambos lados del espectro político. La extrema izquierda está denunciando imperialismo; la extrema derecha se queja de falta de determinación.
AMHERST, Massachusetts —Este debate pasa por alto el que quizás sea el problema más serio de la nueva estrategia de Estados Unidos respecto a Venezuela: se deshace de los aliados que necesitan las fuerzas democráticas venezolanas, mientras que fortalece a los opositores internacionales. En otras palabras, hay un mal manejo de la coalición.
La campaña ¡Manos fuera de Venezuela! argumenta que Estados Unidos está actuando en beneficio propio y que la intervención empeoraría las condiciones en el país. Por otra parte, los conservadores sostienen que la política estadounidense carece de fuerza. Al no intervenir de una forma más contundente, Estados Unidos está dejando a las fuerzas que luchan por la democracia en Venezuela desarmadas y vulnerables a la represión.
Ambos bandos sobrestiman su causa. Fue necesario que hubiera violaciones considerables a los derechos humanos, aunados a la presión continua de la oposición y los aliados internacionales, para que la política exterior de Estados Unidos hacia Venezuela pasara de la ambivalencia a un compromiso firme con la democracia. Por una vez, el gobierno de Trump está sustentando su política en hechos, y además ha llegado a entender que cuando un narco-Estado semifallido no tiene contrapesos —como quisieran los aislacionistas— los ciudadanos y los países vecinos son los más afectados.
Del mismo modo, es probable que los conservadores estén minimizando el poder de la nueva estrategia de Estados Unidos. El gobierno de Trump ha implementado sanciones que le han quitado una fuente importante de financiamiento al régimen de Nicolás Maduro, además de que ha ofrecido aligerar las sanciones a los oficiales del ejército que traicionen al dictador. Aunque todavía no se dan deserciones en masa, por primera vez desde que Maduro asumió el poder algunos oficiales están cambiando de bando para unirse a las filas del líder de la oposición, Juan Guaidó. Las deserciones son el primer paso hacia la transición democrática y, aunque hasta ahora han sido muchas menos de lo que Trump hubiera querido, han sido mucho más significativas de lo que los conservadores han querido aceptar.
El hecho de que Trump no haya logrado manejar a los actores internacionales involucrados en el conflicto venezolano se ha perdido en el debate entre la derecha y la izquierda. El cambio de régimen requiere de una gestión efectiva de esos actores. Esto incluye al grupo de más de cincuenta países que apoyan la democracia en Venezuela. La participación de Estados Unidos, se debe reconocer, fue constructiva para ayudar a la oposición venezolana a forjar esta coalición de aliados. No obstante, ahora Estados Unidos está adoptando políticas que debilitan dicha alianza.
En marzo, Trump criticó con dureza al presidente de Colombia, Iván Duque —un aliado clave—, al declarar que “no ha hecho nada” para contener un reciente incremento en las exportaciones de cocaína. Esta humillación pública ha obligado a Duque a ceder a la presión y adoptar posturas conservadoras poco populares, como no cumplir con algunos aspectos de los acuerdos de paz de 2016 con las Farc y solicitar a los tribunales que revoquen una prohibición judicial al rocío aéreo de glifosato —un herbicida asociado con el cáncer— para eliminar los cultivos de cocaína. Cuanto más se acerca a la derecha, más cae la aprobación de Duque en las encuestas. En la práctica, Estados Unidos está debilitando a uno de los actores a favor de la democracia más importantes en la región.
La adopción reciente de Trump de una postura de línea dura hacia Cuba también podría alejar a otros dos socios clave: España y Canadá. A mediados de abril, el gobierno de Trump anunció que les permitiría a los ciudadanos de Estados Unidos demandar a las corporaciones que “trafiquen” con bienes confiscados por el gobierno cubano. España y Canadá, como dos de los socios comerciales más importantes de Cuba, asumirán los costos de esta política. Esta no es manera de recompensar a los miembros de la coalición a favor de la democracia.
Estados Unidos debería tratar de involucrar a México, que ha adoptado una postura neutral en el tema de Venezuela. En cambio, las relaciones entre los dos países se han tensado a raíz de la inflexibilidad de las políticas migratorias de Trump. Las tensiones escalaron en marzo, cuando Trump amenazó con cerrar la frontera sur de Estados Unidos. Esta intransigencia en cuanto a la migración solo ayuda a reafirmar la popularidad de Andrés Manuel López Obrador, el presidente izquierdista de México, y elimina cualquier ventaja que la oposición en el país pudiera usar para presionar al mandatario para que cambie su política hacia Venezuela y cierre filas con Trump.
El manejo del gobierno de Trump de Rusia y China, los adversarios más importantes de la coalición a favor de la democracia en Venezuela, ha sido todavía peor. La estrategia correcta habría sido seguir el ejemplo del manual de la Guerra Fría de Henry Kissinger: enfrentar a China y Rusia. En Venezuela, esto no habría sido impensable.
China había sido el aliado más importante en Venezuela hasta que los rusos llegaron a saquearlo. La devastación económica del país sudamericano dejó activos infrautilizados, mal invertidos y devaluados a su paso. Los rusos comenzaron a adquirir muchos de esos activos en 2017, hasta convertirse en los nuevos dueños de la nación en el proceso. El mayor perdedor fue China. Estados Unidos tenía la oportunidad de convencer a China de que derrocar a Maduro era el primer paso no solo para regresarles valor a las inversiones chinas, sino para empoderarlos frente a Rusia en Venezuela.
El 3 de mayo, Trump habló por teléfono durante una hora sobre Venezuela con el presidente de Rusia, Vladimir Putin. Después dejó a todos anonadados, incluido a su propio secretario de Estado, al declarar que los rusos “no estaban buscando en absoluto inmiscuirse en Venezuela”, algo que lo hizo sonar más como el embajador de Rusia ante las Naciones Unidas que como el presidente de Estados Unidos.
Y lo peor fue que dos días después escaló la guerra comercial con China al imponer aranceles del 25 por ciento a las importaciones de ese país con un valor de 250.000 millones de dólares. No fue una sorpresa que China actuara en represalia. Mientras tanto, Estados Unidos no ha puesto reparos a las importaciones de petróleo de Rusia, que han aumentado desde el colapso petrolero de Venezuela; un ejemplo más de cómo Rusia se ha beneficiado de la crisis venezolana.
En otras palabras: Trump ha sido blando con Rusia, mientras antagoniza con China. Ahora los chinos tienen más motivos para estar molestos con Trump que con Putin.
El problema con la política de Estados Unidos respecto a Venezuela no es que sea imperialista o demasiado cautelosa, sino más bien que el trumpismo está obstaculizando los objetivos deseados. El desdén visceral de Trump hacia los latinoamericanos, su inexplicable sumisión ante Putin y su aversión irracional del comercio con China están saboteando las posibilidades de usar la presión internacional de manera efectiva para instaurar la democracia en Venezuela. Trump no está ni actuando en aras de los intereses estadounidenses ni ignorándolos: los está dañando.