MADRID — La palabra empezó a oírse a mediados de los años noventa en la Argentina: entonces, hijos de las víctimas de la dictadura militar desesperaban porque los asesinos de sus padres seguían impunes y en la calle. Ante la pasividad cobarde, cómplice del Estado, el colectivo H. I. J. O. S. decidió que al menos los acosaría, intentaría complicarles el uso del espacio público. “Si no hay justicia, hay escrache”, decían, y se acercaban a casas y restoranes donde había represores y hacían ruido y gritaban, informaban sobre su condición. El escrache era, claramente, el recurso de quienes no tenían más recursos para castigar a los asesinos y no querían ser como ellos: nunca cayeron en la trampa o la tentación de la venganza. Para evitarlas, escrachaban.
El mecanismo funcionó y empezó a usarse en otros sitios. En España, hace unos años, los desalojados de la especulación inmobiliaria se lo hacían a diputados oficialistas. En cualquier rincón del mundo, en estos días, migrantes venezolanos se lo hacen a funcionarios chavistas ricos. Escrache, ahora, se entiende en muchos rincones de la lengua. Aunque, a veces, suene diferente.
Sucedió hace poco, en un encuentro literario internacional: un escritor de renombre venía precedido de rumores que lo acusaban de violencia doméstica. La noche anterior a su mesa redonda un grupo de escritoras le dijo que, si se presentaba, le harían “un escrache”. Le dejaban la opción de la fuga; el escritor se fue por la mañana.
Yo no sé cuán ciertas son las acusaciones contra él. Ni, en última instancia, se trata de eso. Supongamos que sea verdad que fue violento en sus relaciones conyugales y familiares. Son actos que, por sus propias características, se vuelven muy difíciles de probar, y estamos de acuerdo en que hay que creer a quien los denuncia. Durante siglos, las mujeres que sufrieron violencia no pudieron decir sus verdades; ahora conquistaron el derecho a ser escuchadas. Durante tanto tiempo fueron víctimas; ojalá eso las preservara de la tentación de convertirse en victimarias, de confundir la sororidad u otras formas de la solidaridad con el corporativismo, con la facilidad del nosotras y ellos. Ojalá eso las impulsara a buscar el post Me Too.
Siempre es más simple ser víctima; siempre es difícil saber qué hacer con el poder y, ahora, las mujeres tienen más. En la situación actual, que un grupo de mujeres decida escracharte —condenarte públicamente— te pone en un lugar muy difícil de revertir. Alcanza con una denuncia bien publicitada para hundir a alguien; la posibilidad de debatirla o rebatirla es mínima.
Es duro: tal como están las cosas, ese escritor ya no puede participar de la vida literaria. Y quién sabe qué suceda cuando publique un libro; la última película de Woody Allen, por ejemplo, no será distribuida en Estados Unidos. ¿Estamos de acuerdo? ¿Nos parece justo? ¿El castigo por la supuesta violencia debe ser la expulsión de la ciudad letrada, la censura a priori de toda producción del supuesto violento, la muerte laboral, el destierro social? ¿Lo debe decidir un pequeño grupo que tiene el poder de ejercer su módica violencia porque representa a quienes sufrieron y sufren violencias intolerables?
Existe ese riesgo. Con ese escrache o con la opción de escapar para escaparle, el escritor de marras ya fue juzgado y condenado. Quizá sea justo; en el quizás está todo el problema. Por un lado, tras siglos de no recibir ningún castigo por sus actos, es necesario condenar a los que lo merezcan. Por otro, es tan injusto condenar a alguien sin una acusación precisa y fundamentada, sin darle la posibilidad de defenderse.
Para eso, hace milenios, aquellas bandas inventaron la ley. La ley sirve para evitar la venganza individual, grupal: para que cada sociedad se ponga de acuerdo en qué es delito, cómo se confirma su existencia y qué penas merece. El escrache solo es válido cuando los amos de la ley la esquivan. Fue, por demasiado tiempo, el caso en los casos de violencia de género. Las grandes protestas mundiales de los últimos años consiguieron que, en general, no siga siéndolo. Por eso creo que ya es posible, que ya es necesario, pasar del estadio del escrache al estadio del juicio.
Con el #MeToo las causas de las mujeres consiguieron un poder que nunca habían tenido. Es una alegría y un alivio para —casi— todos, y puede servir para cambiar muchas cosas que necesitan ser cambiadas; entre ellas, para dejar atrás la lógica de la banda. Buscar el post Me Too, para que las decisiones que deben ser pensadas y consensuadas por muchos no sean el privilegio de unos pocos; para definir faltas y delitos y decidir los castigos que merecen; para permitir a sus víctimas concretas y potenciales una generosidad que la situación anterior no permitía. Para recuperar la ley de la razón, la razón de la ley, la tolerancia. Para no cobrarse ojo con ojo, mordisco con mordisco: para cambiar en serio ciertas cosas.
Martín Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela “Todo por la patria”. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es colaborador regular de The New York Times en Español.