A lo largo de la frontera y en ciertas regiones de la nación, los autobuses Greyhound que recorren el sistema de carreteras interestatales se han convertido en un elemento esencial de una extraordinaria y nueva migración.
DALLAS — Para cuando llegó a Dallas, el bus que salió de Arizona tenía dos horas y 47 minutos de retraso. Se marchó de Phoenix sobrevendido, dejó pasajeros en Tucson, atravesó El Paso a las 2:00 y finalmente entregó su carga humana —un bus lleno de migrantes exhaustos, casi todos de Centroamérica— poco antes del atardecer del día siguiente.
Un anuncio en la terminal de autobuses de Greyhound enumeraba las rutas que estaban retrasadas: San Antonio, Los Ángeles, Houston, Detroit, Atlanta, Brownsville. Todos los buses iban a llegar tarde; la mayoría estaban llenos. Quienes perdieron su conexión tenían que hacer fila, dijo un agente mientras los pasajeros que desembarcaban —muchos de ellos sin comida, dinero ni posesiones más allá de lo que llevaban en sus mochilas— escuchaban sumidos en un silencio atónito.
“Dios mío, vamos a tener que pasar dos noches aquí”, murmuró Zuleima López, recién llegada de Guatemala con su esposo y sus tres hijos, mientras observaba la fealdad de la terminal. Los desperdicios hacía tiempo que rebasaban los botes de basura y un olor rancio emanaba de los baños. Madres, padres y niños se acurrucaban en pedazos de cartón encima de cobijas gastadas y chaquetas extendidas. Bebés con fiebre y mocosos se inquietaban en los brazos de sus madres.
En un extremo de la estación, varios pasajeros se empujaban para conseguir los vales de comida por 7,50 dólares —el combo más barato de hamburguesa con queso costaba 19 centavos más— hasta que, mientras muchos estaban en la línea, un agente anunció que ya no había vales.
Desde hace mucho tiempo, atravesar el país en un autobús Greyhound ha sido un hito de la experiencia estadounidense. Es una manera de viajar muy utilizada por quienes no tienen suficiente dinero para comprar un boleto de avión o un auto para volver a casa desde la universidad, empezar en un nuevo empleo, ir a la playa o dejar atrás una situación problemática.
A un ritmo de cinco mil diarios, los recién llegados ingresan al país desde Guatemala, Honduras y El Salvador y parten en camiones desde la frontera. Aunque el presidente estadounidense, Donald Trump, ha amenazado con mandar a los migrantes a las ciudades santuario que se oponen a sus políticas migratorias, es una amenaza hueca: diariamente miles de migrantes viajan a urbes de todo el país como Atlanta, Chattanooga, Orlando, Richmond. También llegan a ciudades santuario como Nueva York, Los Ángeles y Seattle.
Después de las primeras 72 horas en los centros de procesamiento de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de la frontera, la vasta mayoría de quienes ingresan al país ahora son liberados a centros de refugio temporal sin fines de lucro donde reciben ropa y alimento. Ahí son ubicados en buses de Greyhound con destino adonde tengan amigos, familia o la esperanza de un trabajo. Pagan precio completo, a menudo entre 250 y 300 dólares por cada uno, que generalmente pagan por anticipado sus familiares en Estados Unidos.
En las estaciones de autobuses del suroeste se han vuelto habituales las largas filas de migrantes cansados, una nueva fuente de ganancias substanciales para Greyhound, una empresa que ha batallado en esta era de los vuelos de bajo costo y la feroz competencia en rutas cortas que representan compañías como Megabus.
Greyhound, cuyo dueño actual es el conglomerado británico de transporte FirstGroup se declaró en bancarrota dos veces en la década de los noventa. Hace poco, la compañía lanzó el servicio de autobús exprés Bolt Bus, con wifi a bordo y otras innovaciones, pero la caída en los precios de combustible y la conveniencia de los viajes en auto y avión siguieron limitando su capacidad de atraer a los clientes adinerados.
Entonces empezó la crisis en la frontera.
Aunque Greyhound no ha captado todo el mercado de migrantes que parten de la frontera, la extensa red de rutas que cubre ha permitido asegurar a la mayoría de ellos. “No hay duda de que las ganancias de este flujo de inmigrantes representa millones y ayuda a Greyhound” dijo Joe Schwieterman, un experto de autobuses urbanos en la Universidad DePaul.
Rob Friedman, el director comercial de Greyhound, admitió en una entrevista que la venta en mercados migrantes en Texas y Arizona ha crecido de manera considerable en el último año. Dijo que la empresa ha aumentado su capacidad en McAllen y El Paso, dos ciudades que son los puertos de entrada con más tráfico, mientras se esfuerza para “cubrir la demanda con nuestros recursos disponibles de autobuses y conductores”.
Solo en el suroeste, una parte del país que antes representaba el 8 por ciento de los ingresos de la compañía ahora trae el 11 por ciento, dijo.
La estación de Greyhound en Dallas, la sede de la empresa, se ha transformado de hecho en un refugio temporal de migrantes.
La escena es parecida en distintas ciudades del suroeste. En McAllen, cientos de migrantes atiborran la estación diariamente y hacen filas para abordar los camiones. En El Paso, cientos se apersonan en la terminal sin previo aviso intentando abrirse camino. En Phoenix, un aumento en la cantidad de migrantes que llevan las autoridades de migración ha llevado a Greyhound a restringir el acceso a la estación solo a quienes llevan billetes, lo que ha dejado a algunas familias en la intemperie mientras llueve.
Zuleima López y su familia habían hecho casi todo el camino en bus desde Guatemala hasta México hasta cruzar la frontera hacia Estados Unidos con ayuda de un traficante, pero nada los había preparado para este nuevo viaje que los llevaría por Arizona, Nuevo México, Texas, Arkansas y Tennessee en un autobús grande y lleno de gente.
En la estación de Dallas, los migrantes se apiñaban en fila tras fila de bancas y en el piso sucio; López se preocupó de que se le fueran a enfermar los niños, pero estaba demasiado cansada como para decirles que no se sentaran en el suelo y además, ¿dónde se iban a sentar, si no?
Si podían llegar a Nashville, el hermano de ella vivía cerca y les había prometido ayudarles a encontrar trabajo, si la corte de inmigración les otorgaba permisos de empleo. Podrían vivir con él mientras se reponían. Los niños podrían ir a una escuela estadounidense y empezar a aprender inglés.
Pero primero tenían que salir de Dallas. Eso tomaría 48 horas, dijo el agente de la estación, porque se les había ido su conexión.
“No tenemos opción” dijo López, que sonaba débil y derrotada. Su esposo, Héctor, la miraba con incredulidad mientras analizaba sus nuevos pasajes, pero no dijo nada.
El viaje había empezado hacía más de veinticuatro horas, en el primer piso de un antiguo monasterio en Tucson que ahora sirve como un albergue temporal para migrantes recién llegados operado por Casa Alitas. Una gran pantalla de televisión mostraba el nombre de cada adulto, la edad de sus niños y la fecha y hora en que tenían programado irse, así como su destino: Houston, Nashville, Tampa, Columbus, Nueva York, Portland.
La familia López se presentó en el “cuarto de transporte” con equipaje de mano y una bolsa de cordón con sándwiches de jalea con mantequilla de maní, fruta y agua.
López escuchó con atención cuando un voluntario revisó el itinerario de la familia –que constaba de varias páginas– y subrayó con resaltador amarillo Dallas, donde tendrían que cambiar de autobús después de ocho paradas.
El viaje se topó con problemas casi desde el principio: el autobús Greyhound, que ya llevaba a bordo migrantes que había recogido en Phoenix, llegó una hora tarde a Tucson y bastante sobrevendido. Dos familias tendrían que quedarse atrás. Los López y sus tres hijos —Kevin, de 17 años; Nataly, de 12, y Caleb, de 6— apenas y lograron subirse.
El conductor anunció que habría una parada de veinte minutos en Lordsburg, Nuevo México, a unos 240 kilómetros. “Pueden fumar, usar el baño, hacer lagartijas, no me importa”, dijo.
No había charla en la penumbra del autobús, solo se escuchaba un bebé que chillaba mientras el vehículo viajaba al este por la Interestatal 10. Había mamás con bebés y niños pequeños y varios papás que viajaban solos con un hijo o una hija. Solo la familia López iba completa. Algunos estadounidenses cuyos planes parecían vagos llenaban los demás asientos.
“A veces es como si nosotros fuéramos los extranjeros”, dijo mirando las filas desde su asiento en el fondo Don Shockley, un camionero jubilado de 77 años con más de 6 millones de kilómetros a cuestas. “Yo creo que tenemos que construir un muro. No los dejará a todos afuera, pero al menos dejará a algunos fuera”.
“Antes venían a California y Texas. Ahora van al este”, agregó Schockley.
Los López habían decidido abandonar Guatemala a principios de año, en medio de una profunda crisis económica y una violencia que empeoraba. La señora López, de 37 años, ganaba un modesto salario como maestra de kínder. El señor López, de 40, no encontraba trabajo de contador. Para llegar a una fábrica de plásticos, donde trabajaba arduamente en la línea de producción, tenía que tomar una ruta larga y evitar los caminos donde acechaban los maleantes.
La pareja juntó sus ahorros y pidieron dinero prestado para completar los 10.000 dólares que cobraban los “guías” que los transportaron en camión y autobús para cruzar la frontera de Estados Unidos a finales de marzo.
Después de que los detuvieron, los López entraron en un procedimiento de deportación —un trámite que podría llevar años si solicitan asilo— y fueron llevados a tres centros de detención distintos antes de que la Patrulla Fronteriza los entregara al monasterio de Tucson el 3 de abril.
El hermano de la señora López había pagado sus pasajes de 250 dólares a Nashville donde un agente de la Patrulla Fronteriza ya les había agendado la cita para presentarse en la corte de inmigración.
Ahora estaban finalmente en camino.
Eran más de las 2:00 cuando el autobús entró a El Paso, la tercera parada. Por la ventana las luces de Ciudad Juárez, la ciudad mexicana del otro lado del río Bravo, se extendían hasta donde la vista lograba ver.
“Todos los cuerpos bajan del autobús”, dijo el conductor después de entrar a la estación y encender la luz, lo que despertó a todos. Los agotados pasajeros tenían que esperar en la estación.
Sentada en unos asientos azules de metal con sus tres adormilados hijos, Julia Cortez, una solicitante de asilo de México preguntó: “¿Cuánto falta para Nashville?”.
Cuando supo que la ciudad estaba al menos a veinticuatro horas de distancia dijo en voz baja: “Ay no. Ya no nos queda comida ni dinero”. La familia de Cortez ya había pasado dos noches en la estación de Greyhound de Phoenix, donde los dejaron las autoridades migratorias, porque no había habido lugar en otros autobuses.
En el autobús, Shockley se entró del apuro de la señora Cortez y sacó un billete de 20 dólares.
“Dáselo a ella”, dijo inclinando su sombrero vaquero. “Yo he andado en la carretera toda mi vida. La gente me ha ayudado”.
Un nuevo conductor se puso al volante. La mayoría de los pasajeros se quedaron dormidos pronto, arrullados por el rugido hipnótico del motor del autobús que se dirigía a Dallas por la Interestatal 20.
Pero no por mucho tiempo.
Poco después de las 4:30, el autobús se detuvo en un puesto de control de la Patrulla Fronteriza. Las luces parpadearon y dos agentes subieron a bordo.
“Si no son ciudadanos estadounidenses deben mostrar sus documentos” dijo una agente que llevaba pistola y linterna en el cinto mientras caminaba hacia el fondo del autobús. Abajo, un tercer oficial se paseaba alrededor del vehículo con un pastor alemán.
Los señores López buscaron sus papeles migratorios en sus bolsas.
Diez minutos después, el autobús estaba otra vez en camino, parando en distintos lugares como Big Springs y Weatherford, aunque no subió nadie. “Este es como un autobús que va a la dimensión desconocida”, farfulló Shockley.
El paisaje anodino le abrió paso al verdor cuando el autobús empezó a acercarse a Dallas.
Caleb, Kevin y Nataly se animaron cuando en el horizonte apareció el contorno de la ciudad. Sus ojos se ensancharon al ver un parque de diversiones. El señor López se maravilló al ver los rascacielos.
“Dallas es hermosa”, dijo.
Dentro de la terminal un gerente de Greyhound anunció que aquellos que perdieron su conexión tendrían que volver a hacer una reserva. Y ahí descubrieron lo larga que iba a ser esta espera.
A pesar del gentío y la conmoción, un profundo sentimiento de resignación recorría la terminal. Algunas familias compartían la poca comida que llevaban. Padres ponían a sus hijos a dormir en el suelo o entre sus brazos.
La señora Cortez de pronto recibió una buena noticia: uno de sus familiares envió una chofer a buscarla a ella y los suyos. Esta le dijo que su familia podía venir, pero no cabían cinco pasajeros más.
Alrededor de la medianoche los niños finalmente dormían, los López se acomodaban en sus asientos en medio de la estación e intentaban descansar.
Al día siguiente, se armó un barullo para obtener los vales de comidas, que se acabaron rápido. Una mujer embarazada no alcanzó a recibir uno, pero una pareja de viajeros estadounidenses le alcanzó un paquete de galletas de crema.
En las bocinas sonaban ininteligibles anuncios de tiendas, mientras Caleb, Nataly y un amigo al que habían conocido antes en el monasterio, y cuya familia se encontraba también varada en Dallas, jugaban con una moneda en el suelo.
El día seguía alargándose, y la suciedad y la fatiga pasaban factura.
Esa noche, Caleb vomitó. Su padre, que sufría de dolor de garganta, perdió la voz.
“Adiós, Dallas”, dijo la señora López mientras el bus 1506 partía a las 16:39, tan solo cuatro minutos después de lo programado.
Cada uno de los 54 asientos en el bus estaba ocupado, 33 de ellos por inmigrantes que se dirigían a Chattanooga, Cincinnati, Columbus, Indianapolis, Pittsburgh, Morgantown, West Virginia y más lejos.
Tres hermanos, Efraín, Jeramaya y Samuel Caal, se dirigían a Silver Spring, Maryland, para ocupar el lugar de su padre Avelin, un hombre de 60 años que había trabajado como jornalero indocumentado durante quince años y enviaba dinero a su familia en Guatemala.
“Es nuestro turno. Papá se está haciendo mayor. Quiere ir a casa y estar con mamá”, dijo el hermano del medio, Jeramaya, de 30 años.
Cada hermano viajaba con un niño. “Nuestro boleto para Estados Unidos”, bromeó Jeramaya, haciendo referencia a las leyes de inmigración que hacen más fácil evitar la detención si los migrantes llegan con un niño.
A la 1:08, el autobús realizó una parada de una hora en Memphis para cambiar de conductor.
Unas cuatro horas después, mientras los primeros rayos de sol caían sobre Nashville, el bus 1506 se detuvo en la estación y la familia López descendió pestañeando.
Habían viajado poco más de 2500 kilómetros y habían pasado 85 horas desde que dejaron Tucson, lo que parecía toda una vida desde que partieron de Guatemala. Abrazaron a sus parientes y subieron raudos a un auto, despidiéndose con las manos mientras el coche aceleraba.