En mayo me invitaron a viajar a Washington para asistir a algunas audiencias en el congreso. Había imaginado la ciudad gracias a lo que me había contado sobre ella mi prometido, Jamal Khashoggi. La visita me dejó con el sentimiento alarmante de que su recuerdo se desvanecía en la ciudad que él evocaba tan amorosamente.
Cuando conocí a Jamal en Estambul, él había estado viviendo y trabajando en Washington durante más de un año, después de haber dejado su casa en Arabia Saudita en medio de una campaña violenta en contra de intelectuales y activistas.
Después de comprometernos, y mientras planeábamos nuestra nueva vida juntos en Washington, Jamal hablaba con gran calidez acerca de la ciudad, sus museos y sus mercados. “Confía en mí. Te encantará”, me decía. Hablaba sobre sus amigos en Estados Unidos y me decía que quería que yo los conociera después de que nos casáramos.
Nuestros sueños de una vida juntos lo llevaron a Estambul para obtener en el consulado saudita los documentos necesarios para poder casarnos. Jamás volvió a salir de ese edificio, jamás regresó a mí, ni a la vida con la que soñábamos.
Tan solo han pasado ocho meses. Durante los días previos a esa funesta tarde de octubre, estuve de compras para mi boda. Jamal tenía curiosidad. Yo le enviaba fotografías de todo lo que compraba y él me respondía con sus comentarios. Veo en retrospectiva lo sucedido. Me doy cuenta de lo ordinario que era.
Y de pronto nos arrebataron a Jamal de una manera impensable, algo que solo podría pasar en una película de terror. Sin embargo, esa es la vida que vivo ahora.
En Washington tuve la oportunidad de hablar con miembros del congreso. Todas las reuniones me hicieron entender lo profunda que era nuestra pérdida, la manera en que Jamal se había ganado el amor y el respeto de tantas personas con su trabajo como escritor.
Me sentí muy conmovida cuando un congresista de Virginia, el estado donde vivía Jamal, me dio una fotografía en la que aparecían ellos dos. “Estuvimos juntos un mes antes de que todo pasara”, dijo. “Aún no puedo creerlo”. Estaba tan confundido y triste como yo. También conocí a algunos funcionarios del Departamento de Estado, quienes me dijeron que habían tenido una reunión productiva con Jamal hacía poco.
Mientras vivía estos encuentros, comencé a sentir que Jamal no solo había muerto en Estambul, sino también en Washington. Regresó una ola de emociones agitadas, como si lo hubiera perdido ayer. Soñábamos con vivir juntos en esta ciudad.
Mientras caminaba por sus calles sola y visitaba los museos y los lugares históricos de los que me había contado Jamal, seguía viendo su rostro sonriente por todas partes. Podía escuchar la emoción en su voz mientras caminaba por Washington sin él.
No obstante, Washington no ha hecho lo suficiente para que los asesinos de Jamal se enfrenten a la justicia. Su pérdida aún estaba fresca en las mentes de los demócratas y republicanos que conocí. De manera individual, todos me dieron sus condolencias y me hablaron sobre cómo podría haber algún avance en los días siguientes.
Sin embargo, presentí que también se sentían avergonzados: aún no se ha tomado ninguna medida concreta.
Washington ha elegido no usar sus fuertes vínculos e influencia con Riad para hacer que los sauditas revelen la verdad sobre el asesinato de Jamal y asegurarse de que los responsables rindan cuentas. Me entristeció estar ahí y buscar justicia para Jamal en un lugar donde era tan amado y respetado.
Mi corazón sentía una pena más grande porque incluso después del asesinato de Jamal y de la condena mundial que inspiró, Arabia Saudita ha seguido cometiendo atrocidades. Arabia Saudita al parecer planea ejecutar a tres académicos reformistas encarcelados: Salman al Awda, Awad al Qarni y Ali al Omari.
Jamal nunca regresará, pero podría hacerse algo para salvar a esas personas por quienes luchó. El presidente estadounidense, Donald Trump, ha intentado ignorar el asunto. Sin embargo, tiene el poder para salvar las vidas de esos tres hombres. Jamal siempre dijo que eran reformistas, lo cual se opone a las acusaciones que Arabia Saudita ha alegado en su contra.
Además, no puede aceptarse la actitud laxa de Riad respecto de los procedimientos legales del caso de Jamal. Me pregunto qué diría él sobre el silencio de Estados Unidos y la ambivalencia respecto de su muerte. Aún no tengo las respuestas sobre qué pasó el día en que nos lo arrebataron.
El 19 de junio, Agnes Callamard, relatora especial de las Naciones Unidas, emitió un informe meticulosamente detallado acerca del asesinato de Jamal. Responsabilizó a Arabia Saudita e hizo un llamado a favor de una investigación en torno al papel del príncipe heredero saudita, Mohamed bin Salmán. “Hay pruebas creíbles que ameritan una investigación más profunda sobre la responsabilidad individual de los funcionarios sauditas de alto nivel, entre ellos el príncipe heredero”, escribió.
Callamard también sugirió que el secretario general de las Naciones Unidas debe establecer una investigación criminal internacional para que se rindan cuentas por el crimen. Insto a las Naciones Unidas a que atiendan el llamado de Callamard.
Si Jamal y sus principios tienen algún valor humanitario y moral, este es el momento para alzar la voz. Con el fin de apoyar la lucha por la democracia en el mundo árabe, ¿acaso no es crucial alzar la voz en contra de su muerte violenta? Si la gente con principios no intercede hoy por un hombre que defendió ese tipo de valores y luchó para que progresaran en su país, entonces, ¿quién más lo hará?
Hatice Cengiz es una estudiante de doctorado y estaba comprometida con el columnista saudita Jamal Khashoggi.