BUENOS AIRES — No siempre la muerte redime, y la historia tampoco. Fernando de la Rúa (1937-2019) murió el martes 9 de julio, en el 203.º aniversario de la Independencia de Argentina, sin llegar a ver cómo Mauricio Macri consigue este año lo que él no pudo: ser el primer presidente no peronista en completar un mandato electo desde 1928. Pero sobre todo se va sin haber redimido su imagen ante los argentinos, que asocian su presidencia truncada (1999-2001) con el episodio más traumático de la historia reciente del país.
Como Argentina, De la Rúa fue (mucho) menos que su promesa. Hasta llegar a la Casa Rosada, fue un político perfecto en un país plagado de imperfecciones. Nacido en Córdoba en 1937, ganó desde 1973 todas las elecciones que tuvo enfrente en la exigente ciudad de Buenos Aires. Así se convirtió en el primer intendente (jefe de Gobierno) electo en 1996, y desde allí perfiló una candidatura presidencial elegante, que lo mostró como la antítesis del estilo inescrupuloso y presuntamente corrupto de Carlos Menem, el estridente líder de un peronismo de corte neoliberal durante los años noventa. Para llegar al sillón de Rivadavia, hizo algo inédito para la política argentina hasta ese momento: una alianza entre su centenario Partido Radical y el Frente País Solidario (Frepaso), el combinado de disidencia peronista a Menem y sectores progresistas urbanos.
Moderado, conservador, poco carismático, parco pero consistente, De la Rúa era todo lo que no había sido la política argentina desde el retorno de la democracia en 1983 (y antes también). Con escasos puntos débiles, sus rivales lo atacaban por “aburrido”, algo que su campaña se encargaría rápidamente de capitalizar a su favor en un aviso televisivo que sería por años su marca registrada no oficial: “Dicen que soy aburrido”, empezaba De la Rúa, mirando a cámara. Si la corrupción, la pobreza y la inseguridad eran divertidas, entonces él era, sí, aburrido.
Tan aburrido fue De la Rúa que en la campaña hizo una promesa bisagra, también aburrida: su gobierno mantendría la convertibilidad del peso con el dólar. El famoso “uno a uno” era el mayor logro económico de Menem, con el que liquidó a la hiperinflación que había heredado en 1989. Hacia fines de la década había un consenso silencioso entre las élites argentinas que el sistema, basado en la apreciación cambiaria, la apertura externa y el endeudamiento, era insostenible porque agravaba el mal estructural de la economía argentina: la baja competitividad y la falta de divisas. De 1991 a 1999, la deuda externa argentina había pasado de 61.000 a 145.000 millones de dólares.
De la Rúa mantuvo su promesa hasta el final, pero nada de lo que vino fue aburrido. Acompañado por una recesión que había comenzado a mediados de 1998 y que persistiría durante todo su gobierno, dio un paso en falso tras otro. Por no terminar con la convertibilidad, buscó mejorar la competitividad de la economía con una reforma laboral que fue resistida por la oposición y los gremios peronistas. Su pátina de honesto fue cuestionada por alegaciones de que se habían pagado coimas para que la ley pasara por el Senado (la ley no pasó y trece años después la justicia dictaminó que no se pudo probar que los sobornos hubieran existido). Pero por el escándalo renunció su vicepresidente Carlos Álvarez, el líder del Frepaso, e hirió de muerte a su coalición de gobierno. En un manotazo desesperado por salvar su presidencia, convocó como ministro de Economía y le dio superpoderes a Domingo Cavallo, el padre de la convertibilidad durante el gobierno de Menem, que había sido uno de sus rivales en la elección presidencial de 1999. Nada de eso alcanzó, como tampoco ayudó el contexto externo, con los precios de las materias primas agrícolas que exporta Argentina (soja, trigo, maíz) en el nivel más bajo de los últimos cinco presidentes.
El final es conocido. En el diciembre trágico de 2001 hubo congelamiento de depósitos (corralito), cacerolazos, declaración del estado de sitio, represión y más de treinta muertos en todo el país, cinco de ellos a metros de la Plaza de Mayo.
El político de los sueños devenido presidente de las pesadillas simboliza hoy todavía al agujero negro del descrédito, materializado en el cántico popular “Que se vayan todos”, que surgió en las calles en aquellos meses y cuyo fantasma sigue latente hasta hoy. Y su legado es el de haber invalidado el camino de la moderación para quienes vinieron después y siguen hoy, quienes fomentan una división conocida como la Grieta, que justifica fracasos económicos recurrentes, y quienes, a simple vista, se asemejan bastante a los de 2001.
Quizás a casi dos décadas de la debacle de Fernando De la Rúa, y en su honor póstumo, la dirigencia quiera encarar a partir del próximo gobierno que empieza el 10 de diciembre un camino que retome lo mejor de la moderación y el aburrimiento, pero esta vez logre escribir finales más felices.
Marcelo J. García es periodista y analista político. Es columnista del Buenos Aires Times y director de Contexto Consultores.