Usar zapatos al caminar cambia la forma en que nuestros pies interactúan con el suelo, según un novedoso estudio reciente, publicado en la revista Nature sobre los caminantes calzados y descalzos, el estado de sus pies y el grado de fuerza que generan con cada paso.
La investigación, que se hace eco de algunos estudios que popularizaron la práctica de correr sin calzado, ha revelado que los caminantes se mueven diferente cuando están descalzos o calzados y tienen una sensibilidad distinta del suelo, lo cual posiblemente afecta el equilibrio y la carga en las articulaciones. Los resultados dan a entender que andar sin calzado podría tener ventajas, entre las cuales, sorprendentemente, está la de desarrollar callos.
Los humanos nacimos para caminar. La mayoría de los biólogos evolucionistas coinciden en que correr largas distancias durante las cacerías quizá haya sido importante para la supervivencia de los primeros homo sapiens. Pero es prácticamente indudable que nuestros antepasados estuvieron más tiempo caminando que corriendo, al igual que la mayoría de los cazadores-recolectores de la actualidad.
Sin embargo, los zapatos son algo nuevo para nosotros. Algunos hallazgos indican que los humanos empezamos a usar sandalias rudimentarias hace aproximadamente 40.000 años, un abrir y cerrar de ojos en la historia de nuestra especie. Antes de eso, al parecer la naturaleza pensó que nuestra mejor protección para la piel desnuda de nuestros pies sería una epidermis más gruesa. Así que la gente que camina sin zapatos desarrolla callosidades ásperas y gruesas en los talones y el antepié, las cuales pueden reducir el dolor al andar sobre pequeños obstáculos como la grava.
Hoy en día, quizá muchos consideramos los callos como algo feo y desagradable. Pero Daniel Lieberman, un biólogo evolucionista en la Universidad de Harvard que, junto con varios colegas, realizó muchas de las primeras investigaciones sobre los corredores descalzos, comenzó a preguntarse si esos callos podrían tener una utilidad y belleza ocultas. Se preguntó si acaso podrían proteger y guiar a nuestros pies de maneras que los zapatos no pueden y, si es así, ¿qué nos dice eso sobre el acto de caminar y el calzado?
Para saber más, él y un equipo de colaboradores viajaron a Kenia para realizar un nuevo estudio con una máquina de ultrasonido portátil y un dispositivo que envía pequeñas cosquillas de corriente eléctrica a través de la piel para probar las reacciones de los nervios.
En Kenia, reclutaron a 81 hombres y mujeres de la localidad, aproximadamente la mitad creció en ciudades usando zapatos, y el resto había pasado la mayor parte de su vida caminando descalzo. Les pidieron que se quitaran los zapatos, si es que tenían, y examinaron la piel de esa área.
Tal como esperaban, encontraron que la gente que había crecido caminando descalza tenía callos grandes y ásperos en los pies. Las lecturas de los ultrasonidos mostraron que estos trozos de piel eran de un 25 a un 30 por ciento más gruesos que cualquier callo en los pies de las personas que generalmente usaban zapatos.
Aún más inesperado, los callos eran sensibles de maneras especializadas. Lieberman y sus colegas pensaron que la piel endurecida bloquearía la sensación del suelo para los nervios que estaban más adentro, lo cual podría afectar el equilibrio y el movimiento. Pero cuando midieron la reacción de esos nervios en gente con y sin callos, encontraron pocas diferencias, lo cual sugiere que si bien los callos disminuyen la sensación de incomodidad que se produce al caminar sobre piedras, no evitan que sintamos el piso.
Finalmente, para probar si estar descalzo y tener callos afecta la manera en que se mueve la gente, Lieberman y sus colaboradores le pidieron a una parte de los participantes del estudio que caminaran sin calzado sobre una lámina que mide la fuerza que se genera al andar. La lámina casi no registró variaciones en sus pasos, tuvieran callos gruesos o no.
Pero al regresar a Boston para la fase final del estudio, los investigadores descubrieron que los zapatos pueden alterar la forma en que caminamos. Cuando hombres y mujeres voluntarios se subieron sin calzado a caminadoras en el laboratorio de Lieberman, tocaron el suelo casi de la misma manera en que los caminantes descalzos de Kenia lo habían hecho.
Cuando esos mismos voluntarios se pusieron tenis normales y acojinados, su caminar se alteró ligeramente, tal vez porque los zapatos amortiguaban y absorbían un poco de la fuerza, pero los impactos de cada paso persistían más que cuando estaban descalzos.
Esos impactos persistentes suelen moverse y disiparse por los huesos de las piernas, las articulaciones del tobillo y las rodillas, mientras que los golpes más cortos y agudos que se dan al caminar sin calzado son más proclives a subir por nuestros músculos y tendones, afirma Lieberman.
En total, lo que reflejan estos hallazgos es que lo que nos ponemos en los pies afecta cómo caminamos, y que la naturaleza es una maestra en ingeniería de calzado, dice Lieberman. Los zapatos protegen nuestros pies y absorben algo de los golpecitos que nos damos al caminar, pero también alteran nuestros pasos y, con el tiempo, también podrían aumentar la presión y desgastar nuestras articulaciones. Si bien los callos nos protegen de algunas de las incomodidades y objetos punzantes con los que nos encontramos al caminar, no reducen nuestro contacto con el suelo ni la sensación de este contra nuestra piel.
Así que, al parecer, el mensaje del estudio podría ser que la gente a la que le preocupa su equilibrio o sus rodillas, pero no sus pedicuras, podría, a veces, considerar andar descalza, sostiene.
“Caminar descalzo puede ser divertido”, dice el investigador, pero también advierte que no es para todos o para todo momento. Y explica que, cuando termina el invierno y el calor regresa a Harvard, con frecuencia se quita los zapatos y deja que se formen nuevos callos. “Pero la mayoría del tiempo uso zapatos”.