Momentos antes de que llegara la pizza, mi alto y guapo marido se fue a la cama. No me contestaba. No quería pizza y después no se levantó de la cama por una semana. Tal vez era la crisis por la mediana edad. ¿O depresión? Sin duda.
Con el tiempo retomamos nuestras vidas, pero él se mantuvo desinteresado e indiferente. Dejó de hacer la limpieza, pese a que antes era quisquilloso al respecto. Se volvió fríamente silencioso; hasta entonces siempre había sido amable y dulce.
Intenté conectar con él por todas las maneras posibles que tenía como su esposa y sugerí una visita a una terapia, pero en todo nuestro hogar se sentía frialdad. Seguimos juntos por compromiso y por la historia compartida. Sentía el distanciamiento como una cueva solitaria, pero ¿a dónde más iba a irme y qué más iba a hacer? Mi marido era mi mundo.
Trabajaba en una clínica de salud conductual donde cualquier estilo de vida era aceptable. Mis amistades en la oficina, en su mayoría mujeres solteras, me parecían ser tan solitarias como yo, así que nos volvimos juntas una familia, una tribu de chicas.
Un día de septiembre, hasta ese momento muy aburrido, los dedos de una colega rozaron mi antebrazo y, cuando volteé, ella me sostuvo la mirada por un momento más de lo esperado. Un milisegundo. Y en ese tiempo, el mismo que tardé en sonrojarme, el mundo cambió; de nuevo tenía foco, estaba más iluminado.
Ella era una persona carismática en la oficina, con todo y un club de seguidoras no oficial. No me atrajo tanto que emanara una energía masculina. Lo que me cautivó fueron su capacidad de hacer que cualquier día pareciera divertido, sus intensos ojos marrones y mi propia soledad sofocante. Que me prestara atención era muy halagador. Me dejó atónita pensar en que habíamos compartido oficina por un par de años y nunca había notado nuestra química. ¿Cómo se me había escapado eso?
En el bachillerato había tenido varios novios y mi matrimonio había durado exactamente veinte años. Nunca había considerado estar con parejas que no fueran hombres.
Ella se convirtió en mi “cónyuge laboral”, en términos del día a día en el trabajo, pero también en muchos otros sentidos. Estaba prendada de ella, aunque me consideraba heterosexual. En mi cabeza tenía esa orientación como idea; en mi corazón estaba ella. Y mi marido estaba… en casa.
Cuando haces trabajo de asistencia social, no puedes hablar sobre los clientes fuera de la oficina, por lo que tus colegas se vuelven los confidentes más cercanos. Es una intimidad, emocional y física, que en otras oficinas tal vez trasgreda, pero que en la nuestra era aceptable.
Ella coqueteaba conmigo, le daba me gusta a todo lo que yo ponía en Facebook y me llamaba “Cariño”. Intenté dilucidar cómo me sentía, probé ponerle nombre a esta relación, pero no lo hallé. ¿Enamoramiento? Claro. ¿Amorío? No en el sentido físico. ¿Mejores amigas? Había otras amistades con quienes compartía más historia. Empecé a sentirme como que estaba perdiendo la cabeza.
Y ella estaba ya fuera del clóset; desde hacía tiempo conocía cuál era su orientación sexual.
“Tal vez es solo una persona muy afectuosa”, pensaba, hasta recordar comentarios y gestos que ningún colega diría o haría. Ella decía que no quería hacer cualquier cosa que pudiera poner “celoso” a mi marido. Se sonrojaba cuando le decía que se veía muy bien. Cuando se sentaba a mi lado en una reunión, mencionaba: “Aquí es donde pertenezco”.
Lo más alarmante era que cuando yo volteaba a verla a los ojos no me sentía sola.
“¿Alguna vez has sido infiel a tu esposo?”, me preguntó un día.
“¡No!”, respondí. “Y mi esposo tampoco lo ha sido. Es lo que más amo de él”.
Era cierto. Mi marido era lo seguro, tanto así que estaba emocionalmente apagado. Temía que ya estaba siendo infiel tan solo con mis pensamientos y emociones. Si resultaba estarlo imaginando todo, no sabía qué más me iba a llevar a hacer esta soledad tan profunda.
Empecé a pensar en razones por las cuales no estaba loca; maneras de comprobar que ella sí me quería como más que a una colega y que a una amiga. Después de que se raspó una rodilla y le dije que tenía bonitas piernas, ella empezó a incorporar un momento de exhibir esas piernas una vez al día.
Un viernes cuando íbamos de salida de la oficina me dejó un mensaje con un colega varón —“Dile a Carrie que la adoro”— que él me pasó después de soltar un carraspeo incómodo.
Ella era emocionalmente demandante y tenía saltos volubles, con momentos de frialdad y otros muy intensos, pero mi presencia la calmaba como nada más parecía poder hacerlo. Era un honor para mí haber sido designada su cuidadora, su calmante en la oficina.
Si mencionaba tener planes con otras amistades para el fin de semana, yo me vengaba al salir a cenar con mi esposo, que a la vez tomaba represalias al ignorarme por completo para ver ESPN desde la televisión del restaurante. Con eso me sentía justificada para volver a coquetear con ella el lunes siguiente.
Un día estuve demasiado ocupada para almorzar y dejé la bolsa con la comida rápida —hamburguesa y papas fritas— en mi escritorio. Cuando por fin abrí la bolsa, descubrí que la caja de las papas estaba vacía; solo había migajas. Ella se las comió.
En vez de enojarme, me sentí halagada pues lo tomé como una seña de intimidad.
Se acercaba la Navidad y no estaba segura de qué hacer. No quería parecer intensa si lo que ella decidía era ser solo una colega de trabajo y ya; dejarme un dulce en el escritorio y contentarse con eso. Al final le hice un regalo propio, un diccionario pequeño con las groserías inventadas que usa. Ella quedó fascinada.
Éramos una pareja extraña: yo era más alta, cursi y heterosexual. Ella era atlética, malhablada y se describía como “marimacha”. Yo usaba calzones pegados; a ella le gustaba enseñarme que traía calzoncillos tipo bóxer. Yo era madrugadora y ella noctámbula; a veces me despertaba y tenía varios mensajes suyos que había mandado en la noche.
Había un peligro atractivo en tener una amistad de tanto coqueteo mientras estaba alejada de mi esposo, que siempre había sido fiel. Pero a él no le importaba cuánto tiempo pasaba con ella.
Y luego, de manera tan repentina que me sacudió, fui remplazada. Su ahora mejor amiga era una nueva contratación que no estaba nada confundida sobre cómo era la relación con ella. Mi cónyuge laboral presumía esa nueva amistad, me contaba con gozo todos los detalles, como si me los estuviera restregando. Dejé de ser su amiga en Facebook para no tener que ver todas las publicaciones de cómo ella y su nueva esposa de oficina se la pasaban felices.
¡Me habían despreciado! Peor que desprecio. A un exnovio se le puede dar por perdido al decir que fue un tarado e insensible, pero una mujer sabe muy bien cómo hacerle daño a otra mujer. Ella se comportó como si yo no tuviera derecho alguno a estar celosa; después de todo: solo éramos colegas.
En muy pocas ocasiones todavía compartíamos el almuerzo, durante el cual me sentía como el público del espectáculo de una persona; era tan solitario como cuando era ignorada en casa. Ahora un martes aburrido en la oficina era un martes cualquiera.
Sin embargo, pronto noté que mis días eran menos complicados cuando ella no iba a la oficina, cuando no sentía ese empuje hacia ella ni la obligación de hablar con ella para prevenir sus cambios de humor. Claro que nuestros espacios de trabajo seguían siendo cercanos y eso requería que yo me armara con un traje de protección contra material emocional peligroso. Me ayudaba para intentar culparla y dejar de sentir su corriente eléctrica cada vez que entraba a una habitación. Me ayudaba a dejar de estar revisando mi teléfono por si había mensajes cada vez más distantes de “todavía te <3”. Se sentía bien concentrarme en mis propios asuntos.
Estaba a gusto con haber evitado su tornado, pero también me ofendía haber sido rebajada en su jerarquía de amistades. Ahora yo era la persona a la que acudía si no encontraba a alguien mejor. Quería desesperadamente regresar a los tiempos en que no tenía relación alguna con ella. Empecé a dejarle de hablar. No llegué a mirarla con desprecio, pero mi versión interior de niña de 8 años quería decirle: “Ya no eres mi amiga”.
Nunca lo discutimos, ni los sentimientos mutuos ni el aparente final de esos. ¿Qué le iba a decir? “Somos colegas, ¿acaso ya no me adoras?”.
A medida que pasó el tiempo empecé a darme cuenta de por qué me dolía tanto su rechazo. Sus señales mixtas me recordaban a las de mi esposo. Él permitió que nuestro matrimonio continuara desde la pasividad, pero se rehusaba a participar. Estaba presente en el hogar, pero no en la práctica.
Después de un rato hice que se sentara conmigo y le confesé que me sentía sola. Muy sola. Tan sola que… bueno, eso no importa, en una soledad profunda. Le dije que necesitaba más atención suya, que necesitaba amor. Y así comenzaron nuestros proyectos de mejora (emocional) en casa.
Mi esposo empezó a recibir tratamiento para la depresión. Pasamos más tardes juntos. Tiene una risa hermosa, que me llena de la mejor manera; era una risa que había sido muy escasa en los meses previos. Con el regreso de esa risa y con el tiempo, él pudo resarcir el hoyo que había en forma de una cónyuge laboral en mi corazón.
Carrie Malinowski es escritora y profesional de la salud conductual; vive en Prescott, Arizona.
Excelente historia, clásica de los matrimonios después de 20 largos años de vida juntos y momentos escasos.