MADRID — Ya eran las diez y doce de la noche. Las urnas habían cerrado más de cuatro horas antes, había rumores, crecía la expectativa y la autoridad electoral seguía sin dar un solo número cuando el presidente Mauricio Macri apareció en televisión y dijo —su acento tan de clase alta—: “Hemos tenido una mala elección”.
La escena sintetizaba sus tres años de gobierno: otra vez habían fallado —las cifras electorales debían haber aparecido mucho antes— y él trataba de arreglarlo con palabras. Se lo veía desolado: por una vez, el miedo no había sido suficiente. Un gobierno que consiguió fracasar en casi todo confiaba en que muchos millones de argentinos lo votarían por el rechazo que les inspiraba el gobierno anterior, la otra propuesta. No sucedió, y el resultado de estas elecciones sorprendió a millones.
En ellas, dos frustraciones se enfrentaban. Macri y los suyos han desmontado por fin esa falacia trumpista que pretende que nadie mejor para manejar un Estado que quienes hayan manejado alguna empresa. Su gobierno produjo una situación de penuria económica y social incomparable: falta el trabajo, la inflación no cede, los salarios no alcanzan. En junio la Universidad Católica Argentina anunció que más de la mitad de los niños argentinos son pobres y que uno de cada diez pasa hambre.
El kirchnerismo, por su parte, había sido derrotado en 2015 y parecía acabado: tras doce años de gobierno en la mejor coyuntura económica continental, había dejado a un 30 por ciento de argentinos bajo la línea de pobreza —según mediciones privadas, porque habían prohibido las mediciones oficiales— y tantas historias de corrupción que varios de sus integrantes siguen presos, y su jefa, Cristina Fernández de Kirchner, enfrenta trece causas. En síntesis: el macrismo no supo hacer su política de derecha; el kirchnerismo nunca intentó hacer una política de izquierda.
Para tapar su desastre económico, el gobierno intentó una campaña principista, cargada de absolutos. Lo resumió uno de sus propagandistas más activos, el cineasta Juan José Campanella, hace dos días en un tuit: “Luego de meses de discutir economía, valores, república, seguridad, narcotráfico, mafias, futuro y pasado, al final la elección es más sencilla y primitiva: mañana elegimos entre la cordura y la insanía. Solo estos dos platos ofrece el menú argento. Todo lo demás es secundario”. Es probable que esa soberbia les pasara factura. Al kirchnerismo, mientras tanto, le alcanzaba con recordar a todos lo que todos sabían —la penuria diaria, sostenida— e intentar que olvidaran todo el resto.
“No nos une el amor sino el espanto”, escribió famosamente Borges para retratar a los argentinos. Y dicen que Fernández de Kirchner, más prosaica, lo definió con precisión: “La gente va a votar al que odie menos”. Los dos rivales confiaban en que el miedo y el repudio del contrario les diera los votos que necesitaban: estaba claro que, en estas elecciones, la mayoría de los argentinos no elegiría a quién quería sino a quién definitivamente no, y votaría por el otro.
Aunque, en realidad, no elegirían a nadie. Las elecciones de ayer son un caldito de argentinidad: votos que se hacen humo, palabras en el viento. Es difícil explicarlo a quienes lo miran desde lejos: para entenderlo se precisa creer que es razonable que un país entero se movilice para votar en unas elecciones que no eligen nada. Se llaman PASO —primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias— y es cierto que son abiertas —porque todos los argentinos pueden participar en las internas de cualquier partido—, es cierto que son simultáneas —porque se hacen todas al mismo tiempo—, es medio cierto que son obligatorias —porque todos deben votar aunque saben que si no votan no les pasa nada— pero es mentira que sean primarias: ningún partido presenta más de un candidato, así que no hay ninguna interna que decidir en ellas.
Pero lo que se preveía como una gran encuesta pagada por el Estado —3000 millones de pesos, unos 65 millones de dólares— se convirtió, por sus resultados, en un hecho político rotundo: la cólera de los argentinos hizo que estas elecciones sí significaran. Sin ambigüedades, rechazaron a ese grupo que creía que podría seguir gobernándolos pese al desastre social que había creado: los candidatos opositores sacaron alrededor del 47 por ciento de los votos, 15 puntos más que los oficialistas.
Nadie esperaba tanto: todas las encuestas pronosticaban diferencias de menos de cinco puntos. Es sorprendente ver que, los gobernantes, personas mayores, jefes de cositas, siguen guiándose con unas herramientas que han demostrado, una y otra vez, que no funcionan. El viernes pasado, por ejemplo, las acciones de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires subieron un ocho por ciento de promedio. Nada en la economía nacional o global justificaba semejante salto; esa tarde se supo que se debía a un ataque de optimismo de “los mercados” por una encuesta de último momento, comisionada por un banco extranjero, que imaginaba un empate electoral. Así de serios, así de responsables son los patrones de la pequeña economía argentina; así está, desde hace décadas, esa economía; así les fue a varios de sus gerentes convertidos en dirigentes del gobierno.
Los números fueron terminantes pero ayer, formalmente, no se eligió nada: faltan las dos ruedas electorales verdaderas, el 27 de octubre y el 24 de noviembre. El sistema electoral argentino dice que no hay segunda vuelta si el ganador tiene más de 45 por ciento de los votos o más de 40 por ciento y diez puntos de diferencia con el segundo: por ahora, ambas condiciones se cumplen, y la diferencia es tan amplia que es casi imposible que el gobierno pueda revertirla. En su campaña, Macri machacó con que no había que volver al pasado; la mitad de los argentinos le contestó que no soporta este presente. Y que, para escaparle, están dispuestos incluso a votar una opción que rechazaron hace cuatro años. El general Perón solía decirlo: “No es que nosotros hayamos sido buenos, sino que los que vinieron después fueron tan malos que nos dejaron como buenos a nosotros”. Es un logro.
La Argentina es generosa en giros de guion, saltos inesperados. Hace tres meses el abogado Alberto Fernández no era siquiera candidato; hoy sería muy difícil que, en cuatro, no sea presidente. Entonces empezará otra odisea: las peleas que promete un gobierno encabezado por un señor designado por una señora que será formalmente su vice pero concentra los votos y la fuerza. Un señor, además, que se pasó los últimos diez años denigrando a su jefa ahora subjefa y entonces exjefa. Un señor, es verdad, que parece haber tranquilizado a millones, convenciéndolos de que sabrá contener los excesos de su exjefa subjefa y que, gracias a eso, consiguió votos que podrá esgrimir en su pelea. Un señor cuyo proyecto aparece confuso: que dijo, por ejemplo, anoche, en sus primeras palabras ganadoras, que priorizaría la escuela pública —olvidando quizá que, durante el gobierno de su jefa, esas escuelas dejaron ir medio millón de chicos—.
Ayer, parece, empezaron cuatro años de nuevas historias argentinas. Pero para su inicio efectivo falta tanto: 120 días de un gobierno casi hundido, que ha recibido una cachetada brutal de millones y millones y no controla ni garantiza ni promete nada y, para colmo, debe empezar una campaña que está seguro de perder. La Argentina es un país inestable; con semejante conducción puede ser una cáscara de nuez en la tormenta. Esos mismos “mercados” que el viernes demostraron su ligereza extrema hoy o mañana pueden asustarse y hacer quién sabe qué. Al fin y al cabo son ellos, en sus bancos o en sus ministerios, los que hicieron, para su mayor gloria, esta Argentina.
Posdata: A la una de la tarde de este lunes, hora de Buenos Aires, el dólar ya subió un 32 por ciento y se cotiza a más de 60 pesos. Las acciones argentinas en Nueva York bajaron hasta un 56 por ciento y el índice Merval perdía un 30 por ciento. Hay desconcierto, pánico.
Algunos lo interpretan como el miedo de “los mercados” ante el próximo gobierno peronista y sus eventuales cambios económicos. Desde el peronismo, algunos piensan lo contrario: “El establishment quiere que Macri se baje”, dice un cartel en el canal de televisión kirchnerista, C5N. Parece el principio de una campaña, que puede agudizarse en estos días, para conseguir que Mauricio Macri tenga que entregar su sillón antes del 10 de diciembre. Macri se jactaba de que sería el primer presidente no peronista en completar su mandato desde 1928. En un país donde los símbolos son —casi— todo, el peronismo está muy interesado en sacarle esa medalla y, así, desarmar su imagen para siempre. Saben que un enemigo malherido sigue siendo un enemigo —y que hay que rematarlo—.
El gobierno, mientras tanto, no dice una palabra.
Martín Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela Todo por la patria. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid. Es profesor en la Universidad de Cornell y colaborador regular de The New York Times en Español.