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Salvemos la democracia en Guatemala

Salvemos la democracia en Guatemala
Alejandro Giammattei, el presidente electo de Guatemala, en una entrevista el 12 de agosto de 2019CreditCreditJohan Ordóñez/Agence France-Presse — Getty Images.

El resultado de las elecciones presidenciales de Guatemala podría significar un ligero cambio en el plan del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de hacer de Guatemala una trinchera contra la migración desde Centroamérica. El presidente electo de Guatemala, Alejandro Giammattei, llegó a cuestionar el acuerdo de tercer país seguro para los solicitantes de asilo que Trump firmó con el actual presidente, Jimmy Morales.

Aunque Giammattei ya dijo que el acuerdo “es un hecho”, también advirtió que si llega a afectar los intereses del país, “lo damos por finalizado”. Pero su gobierno, que entrará en funciones en enero de 2020, ya da indicios de que en lugar de disminuir la migración, intensificará el éxodo de miles que guatemaltecos que huyen de la pobreza, la violencia del crimen organizado, las pandillas y la persecución política.

Casi con certeza, Giammattei tomó desprevenido al gobierno de Trump al declarar públicamente lo que todos sabemos: Guatemala no cumple con los requisitos para ser un tercer país seguro, una categoría inscrita en el derecho internacional que implica que los refugiados puedan solicitar asilo en la primera nación que, en su recorrido, pueda garantizar sus derechos y proporcionarles servicios básicos.

Como el presidente electo señaló acertadamente, no se puede esperar que Guatemala, un país que no puede proteger a sus propios ciudadanos —quienes forman uno de los mayores grupos de personas que migran a Estados Unidos— proteja o provea refugio a sus vecinos de El Salvador y Honduras.

Sin embargo, lo que Giammattei no dijo es que todo indica que cuando gobierne Guatemala, la seguridad económica y física de sus ciudadanos podría empeorar. En un país en el que tres cuartos de la población rural vive en condiciones de pobreza extrema, la mayoría de los guatemaltecos que deciden migrar al norte son agricultores empobrecidos que se separan de sus familias como último remedio para sobrevivir ante los estragos del cambio climático y la persistente negligencia del gobierno.

Si repasamos la historia guatemalteca, es inevitable advertir que hay pocas razones para asumir que el próximo gobierno —en el que algunos de los sectores más conservadores de la comunidad empresarial tendrán algunos puestos clave en distintos ministerios— será distinto. En lugar de combatir el hambre, la escasez de tierras de cultivo, la falta de trabajos formales y los salarios paupérrimos que ocasionan en buena medida la migración, lo más seguro es que sus instintos los dirigirán al mismo lugar de siempre: continuarán con su resistencia a pagar lo que les corresponde de impuestos y calificarán de “comunistas” las necesarias reformas sociales y económicas, aunque sean versiones moderadas.

El presidente electo ha prometido combatir la violencia de las pandillas con medidas draconianas: designar a estos grupos como organizaciones terroristas y reintroducir la pena de muerte. Aunque es un enfoque político consistente con la postura que tenía cuando fue director del sistema penitenciario de Guatemala de 2005 a 2007 —periodo en el que se realizaron operaciones de limpieza social que derivaron en ejecuciones extrajudiciales de reos—, es una receta para que veamos más violencia pandilleril.

Una y otra vez, las estrategias de “mano dura” han demostrado que, en lugar de disminuir la violencia de grupos criminales, la intensifican. El Salvador es un buen ejemplo de que un enfoque distinto puede dar resultados positivos. En 2017, la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid) invirtió una gran cantidad de recursos en programas que ofrecían, a jóvenes marginados y de los sectores menos privilegiados, alternativas a las pandillas, así como ayudar con la reintegración y rehabilitación de pandilleros. La consecuencia ha sido que tanto las tasas de homicidios como la migración disminuyeron considerablemente.

El crimen organizado controla gran parte de las regiones fronterizas de Guatemala, una situación que ha transformado de hecho al país en un narco-Estado. El partido de Giammattei ha sido señalado por sus vínculos con la Cofradía, uno de los más influyentes cuerpos ilegales de seguridad creados por militares durante la guerra civil guatemalteca, un conflicto que duró más de tres décadas. El poder, arraigado desde siempre, del crimen organizado no es un accidente. El año pasado, libraron y finalmente ganaron una batalla frontal contra la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), el organismo respaldado por las Naciones Unidas creado para investigar y desmantelar las estructuras del crimen organizado en el país. Esos grupos se aseguraron de colocar a una fiscala general que no fuera incómoda y ahora pueden operar con mayor libertad.

La victoria de Giammattei también ha generado incertidumbre entre quienes han apoyado tanto la lucha para pedir justicia para las víctimas de la guerra civil como la cruzada anticorrupción de la Cicig. Los miembros del crimen organizado, los políticos corruptos, los militares retirados y sus aliados amenazan cada vez más a los fiscales, jueces y activistas de la sociedad civil. Para muchos guatemaltecos, quienes han sufrido amenazas directas y serias contra su vida o quienes temen la persecución política del aparato estatal, el exilio podría convertirse en el único medio de supervivencia.

Es probable que Giammattei haya desafiado astutamente a Trump con el propósito de que Estados Unidos le ofrezca a su gobierno entrante —y a los personajes de las élites económicas conservadoras y los grupos criminales que lo respaldan— algo más a cambio del acuerdo que los obliga a desempeñar el papel de la policía fronteriza estadounidense desde Centroamérica. Es también probable que, de acuerdo con su historial de comportamiento, el gobierno de Trump responda con intimidación y amenazas, y tal vez esté haciendo una o dos concesiones que contribuyan a exacerbar la inseguridad económica y política que originan la migración.

Pero es urgente pensar en un enfoque diferente en Guatemala, lo que requiere de un nuevo tipo de alianzas y estrategias. El gobierno de Donald Trump debe alinearse con el Congreso de Estados Unidos, la comunidad internacional y la sociedad civil guatemalteca para evitar que el país se convierta en un Estado fallido. Tomemos en serio la dura evaluación del presidente electo sobre la inseguridad de su país y exijamos que su gobierno promueva finalmente las reformas necesarias para disminuir la pobreza, atenuar la violencia y salvar la democracia. No hay otras buenas opciones para Guatemala ni para Estados Unidos, tan preocupado por su seguridad fronteriza y la migración no autorizada.

Anita Isaacs es profesora de Ciencias Políticas en la Universidad Haverford y codirectora del Migrations Encounters Project. Álvaro Montenegro es periodista y participa en el colectivo #JusticiaYa, desde donde se promovieron las protestas contra la corrupción en Guatemala durante 2015.

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