MAMOU, Luisiana —La semana pasada inició el ciclo escolar en la pradera cajún y, en la primera mañana de clases, Alice Renard llevó a su grupo de tercer grado al patio. Allí, bajo los brazos acogedores de un roble, les habló a los niños en un idioma que significó castigos y golpes para los estudiantes de Luisiana que lo hablaban.
El francés parisino que habla Renard resultaba a la vez familiar y extraño en la zona cajún, como si la voz de Édith Piaf emanara de los parlantes de una discoteca de zydeco. Les dijo a sus alumnos que habían ido al jardín “pour apprendre à travailler ensemble” —para aprender a trabajar juntos— y conocer nuevos juegos como L’oiseau silencieux, el pájaro silencioso, Douaniers et contrebandiers, contrabandistas y aduaneros y Pingouins sur la banquise, pingüinos sobre el hielo.
Renard, de 27 años, forma parte del grupo de 65 profesores francoparlantes que han sido traídos a Luisiana este año para ayudar al crecimiento de las escuelas de inmersión bilingües en francés, y es parte un programa internacional fundado en 1972. La mayoría de sus estudiantes tienen apellidos cajunes o criollos —Desormeaux, Guillory, Martel, Thibodeaux—y durante las vacaciones de verano se habían olvidado un poco de practicar el idioma.
Pero el hecho de que rápidamente empezaran a correr unos detrás de otros, mientras seguían las instrucciones en francés de Renard, era una pequeña pero significativa victoria para quienes temen que el francés, tan emblemático para la cultura del sur de Luisiana, esté muriendo irremediablemente.
Este otoño, más estudiantes estadounidenses que nunca tendrán su primer día de clases en un idioma distinto al inglés. Robert Slater, un miembro sénior de Consejos Estadounidenses de Educación Internacional, dijo que en los últimos años hubo una “explosión de crecimiento” de los programas de inmersión en dos idiomas, entre los que están los programas en español, ruso y chino mandarín.
Aunque es difícil conseguir estadísticas exactas, Slater estimó que ahora hay al menos 3000 programas de ese tipo en Estados Unidos, un incremento respecto a los 2000 que se citan en un estudio de 2017 publicado por la Corporación RAND y que ya eran un aumento significativo comparados con los 260 que citaba un estudio del Departamento de Educación en el año 2000.
Algunas escuelas no solo existen para ampliar los horizontes de sus estudiantes, sino para apuntalar idiomas y culturas. En la frontera canadiense, en Hogansburg, Nueva York, los estudiantes de la escuela Akwesasne Freedom empezaron el año escolar hablando mohawk. La semana pasada, una decisión de la Corte Suprema de Hawái podría obligar a los distritos escolares de ese estado a que amplíen la red de programas de inmersión en idioma hawaiano
El francés que se habla en Luisiana es herencia de los primeros colonos y quienes llegaron después, entre ellos los cajún, que en el siglo XVIII llegaron exiliados del este de Canadá. Pero el idioma casi se pierde en el siglo XX debido a las leyes y costumbres que alentaban la asimilación al mundo anglófono.
A fines de la década de 1990 y principios de los 2000 algunos estados prohibieron la educación bilingüe (recientemente Massachusetts y California eliminaron esas prohibiciones). En Luisiana, durante muchos años a los niños se les golpeaba en los nudillos con severidad si hablaban francés en la escuela. Algunos padres de familia preferían que sus hijos no lo aprendieran, pues veían que el inglés era la mejor ruta para alcanzar el éxito económico y social, decisiones que los hogares inmigrantes en todo el país han tomado.
Después, como casi siempre sucede, vino el arrepentimiento y los cambios. En 1968, el estado creó el Consejo para el Desarrollo del Francés en Luisiana (CODOFIL por su sigla en inglés), en un esfuerzo por promover y preservar el idioma. Pero el declive continuó: las estadísticas del censo muestran que en el estado había 250.000 hablantes de francés en 1990 y 100.000 en 2013.
Matt Mick, vocero de CODOFIL, dijo que sería un error pensar que el aumento de los programas de inmersión estatales lograría que se recuperara la hegemonía del francés. Sin embargo, sostiene que es una causa por la que vale la pena luchar porque enriquece la música, la gastronomía y los relatos orales de pequeñas comunidades rurales como Mamou.
“El idioma acarrea consigo todas estas cosas que hacen que esta parte del mundo sea tan especial”, dijo.
Pero si Mamou, un pueblo agrícola de 3200 habitantes ubicado a tres horas en auto desde Nueva Orléans, no tiene garantizado un renacimiento francés, al menos tiene la oportunidad de experimentar un nuevo tipo de intercambio cultural. Comenzó en 2017, cuando el distrito escolar Evangeline Parish adoptó el modelo de escuela de inmersión y empezó a recibir a profesores extranjeros reclutados por CODOFIL.
Este año académico, la escuela primaria de Mamou cuenta con la participación de Renard, quien llegó durante el verano con una caja de materiales de enseñanza de francés y un par de zapatillas Chuck Taylor. Pasó las tres semanas previas al inicio del ciclo escolar instalándose entre los campos de camote y arroz de Evangeline Parish.
Reconoció que no estaba preparada para enseñar el dialecto francés cajún, con el que solo estaba familiarizada superficialmente. Pero está lista para otras tareas.
Pasó los últimos cinco años en aulas de la periferia parisina y casi todos sus alumnos eran hijos de inmigrantes. Su inglés es casi impecable, y lo ha perfeccionado gracias a la escuela, la televisión e internet.
“Estoy fascinada con esta cultura”, dijo de Estados Unidos en general. La describió como una joya. Encuentra exótico al país y a Luisiana “exótica dentro de lo exótico”. Alabó el estado avanzado del feminismo en el país y se sorprendió de la religiosidad de los estadounidenses.
Llegó al campus el primer día de clase alrededor de las 7:00 a.m. con un par de bolsas al hombro y caminó rápidamente entre los letreros que marcaban las reglas por todo el pasillo (“Marchez en ligne droite,” camina en línea recta), y la pizarra del menú escolar (la ensalada de repollo era “salade de chou”). Más que nerviosa, estaba estresada. En la sala de profesores gruñó ante la rudimentaria fotocopiadora.
Su salón de clases estaba adornado con una bandera de Estados Unidos y las reglas a seguir en caso de la intrusión de un extraño. Los parisinos, dijo, también tienen estas reglas desde los ataques terroristas de 2015.
Sus dieciséis estudiantes entraron poco a poco, muchos de ellos con las relucientes zapatillas que suelen usarse los primeros días de clases. Nekol Henderson, de 38 años, dejó a su hijo Ethan Harris, de 8, uno de los tres estudiantes afroestadounidenses de la clase. Henderson dijo que la tradición familiar de hablar francés a lo largo de varias generaciones se había perdido para cuando nació su hijo.
“Me siento con mis parientes mayores y ellos hablan”, dijo “y yo no entiendo lo que dicen”.
La clase empezó a las 7:40 y Renard preguntó a sus estudiantes qué significaba su nombre. Sí, confirmó, zorro. Les dijo dónde deberían guardar sus cuadernos, cuáles dejar en casa y cuáles traer. Les dio una fotocopia a color de lugares famosos de París.
Hay algo universal en el modo en que una profesora experimentada dirige un salón de clase: cariñosa pero firme, sobre todo dictatorial pero con apertura hacia la democracia dentro de las reglas y lo razonable. Un niño llamado Abram se remolineaba en su asiento. Renard lo corrigió sin interrumpir su clase, como si hubiera sido su maestra desde hace años: “Abram est-ce que tu peux t’asseoir correctement?” (“Abram, ¿puedes sentarte correctamente?”).
Kim Manuel, la directora adjunta, pasó un momento por el aula. Como Henderson, no había aprendido el idioma de su familia francoparlante, aunque aprendió a comprenderlo cuando trabajó en el negocio familiar, una gasolinera y tienda de ropa. “Bonjour,” dijo a los niños, y agregó, casi como disculpándose “bueno, hasta aquí llega la señorita Manuel”.
Darwan Lazard, inspector del sistema escolar Evangeline Parish también pasó por ahí. Dijo que su abuela afroestadounidense hablaba francés criollo. Se refirió de pasada a losestudios que dicen que los estudiantes de las escuelas de inmersión en dos idiomas suelen superar académicamente a sus pares. “Podemos seguir siendo estadounidenses leales, maravillosos y patriotas sin borrar nuestros diferentes orígenes culturales”, dijo.
Poco después, Renard y sus estudiantes estaban bajo el roble y luego en los columpios para tomar un breve descanso. Sus alumnos han estudiado francés desde primer grado pero este año se enfrentarán por primera vez a los exámenes estatales estandarizados.
A la profesora le preocupaba que con el énfasis en las pruebas le pidieran seguir guías rígidas y que eso le hiciera perder de vista lo que más le gusta de su trabajo: impartir las herramientas del pensamiento libre, herramientas que, dijo, le permitirían a sus estudiantes “ser intelectuales”.
Renard, como la mayoría de los maestros, terminó exhausta el primer día. Dijo que ella y otros profesores franceses estaban alojados a unos kilómetros, en Chataignier, un pueblito llamado así en honor de un árbol de castañas que prácticamente ha desaparecido a causa de una plaga de hongo.
Al día siguiente, a las 7:40 de la mañana, ya estaba en su aula dirigiendo el juramento de fidelidad a Estados Unidos que recitaban sus alumnos: “J’engage ma fidélité au drapeau des Etats-Unis, et à la république qu’il représente…”.
Richard Fausset es corresponsal en Atlanta. Escribe sobre política, cultura, raza, pobreza y el sistema penal del sur de Estados Unidos. Antes trabajó como corresponsal en Ciudad de México para Los Angeles Times. @RichardFausset