NGA KHU YA, Birmania — Oxidándose detrás de un alambre de púas, hay filas de remolques vacíos en un centro de repatriación. El lugar resulta poco acogedor, pues evoca una prisión que espera a sus prisioneros.
En un remolque de llegadas abandonado, oficiales uniformados pierden el tiempo en su escritorio, con muecas expectantes en el rostro. Los letreros explican los pasos necesarios para dar la bienvenida a los musulmanes rohinyás de regreso a Birmania: pararse aquí para tomar fotografías, ir allá para recoger las identificaciones.
Los hombres hacen guardia con detectores de metales en mano, como si este fuera un aeropuerto internacional en vez de un corral de retención inhóspito en una frontera desolada.
Lo que muy evidentemente le falta al centro de repatriación de Nga Khu Ya son los rohinyás.
Desde que más de 730.000 rohinyás comenzaron a escapar a Bangladés, hace dos años el 25 de agosto, para salvarse de una violenta campaña de depuración étnica, los gobiernos de ambos países en repetidas ocasiones han jurado que era inminente un regreso de la minoría musulmana a Birmania.
Sin embargo, esa promesa se ha roto una y otra vez.
No han regresado cientos de miles… ni siquiera miles de rohinyás.
De hecho, apenas algunos han regresado.
Después de todas las garantías de que era más seguro que regresaran a Birmania, solo unas cuantas decenas lo han hecho.
Se suponía que el primer grupo de casi 1200 repatriados sería enviado a casa en enero de 2018. El plan fue retrasado por el gobierno bangladesí, tras la indignación internacional respecto a la idea de regresar a víctimas traumatizadas al centro de una de las peores erupciones de depuración étnica de este siglo.
Después de que ambos países prometieron en abril de 2018 proceder con repatriaciones seguras, voluntarias y dignas, se establecieron varias fechas límite nuevas. Ninguna se cumplió.
Más recientemente, el gobierno de Birmania dijo que la repatriación de 3450 rohinyás comenzaría el 22 de agosto. Esa fecha también pasó sin movimiento alguno a través de la frontera.
Ni siquiera las torres de vigilancia del centro de repatriación cuentan con soldado alguno. No hay nadie a quien vigilar.
Lo que encontramos
Comprometerse con la repatriación. Postergar fechas. Repetir todo el proceso.
La falta de repatriados el 22 de agosto siguió el mismo guion tragicómico de las iniciativas previas para hacer que los rohinyás regresen a casa.
Primero, Birmania anunció unilateralmente una fecha de repatriación, pero aprobó el regreso solo de una pequeña fracción de las personas admisibles.
Bangladés, el país de mayoría musulmana donde la mayoría de los rohinyás han buscado refugio, dijo después que apoyaba la idea.
“Me siento muy optimista”, les dijo a los reporteros A. K. Abdul Momen, ministro de Asuntos Exteriores, a principios de agosto. “Espero que podamos comenzar este mes”.
Sin embargo, los rohinyás —cientos de miles que están hacinados en campamentos saturados en Bangladés— se resistieron, pues no los habían consultado sobre su propio futuro. Ni un solo rohinyá abordó los cinco autobuses y las dos camionetas que estaban preparados el jueves para transferirlos por la frontera a Birmania.
Los grupos internacionales de derechos humanos participaron para recomendar precaución sobre devolver a cualquier persona, después de haber entrevistado a los rohinyás que estaban aterrados, no alegres, de saber que estaban en la lista de repatriación.
El jueves, Radhika Coomaraswamy, experta de la misión de investigación de las Naciones Unidas en torno a la violencia de Birmania, dijo que las condiciones no propiciaban el regreso de los rohinyás.
“Nos han enseñado imágenes satelitales que muestran la situación en Rakáin, al norte, que es básicamente donde todas las aldeas han sido destruidas, sin haber dejado un solo árbol en pie”, dijo en una conferencia de prensa en la sede de la ONU en Nueva York.
Eso hizo que Birmania tuviera la oportunidad perfecta para declararse sorprendida de que los rohinyás no estuvieran regresando.
“No tengo idea de por qué aún no se ha llevado a cabo la repatriación”, dijo Win Myint, portavoz del gobierno en el estado de Rakáin, que alguna vez fue el hogar de los rohinyás de Birmania. “Todo está listo de nuestra parte”.
Este panorama ya ha ocurrido antes, con resultados igual de vacíos.
En noviembre, Win Myat Aye, ministro de Bienestar Social, Socorro y Reasentamiento de Birmania, le dijo a The New York Times que una ronda de repatriación comenzaría en cuestión de un par de días. En un periodo de quince días, 2165 personas serían procesadas a través del campamento de repatriación de Nga Khu Ya, prometió. Poco después, 5000 más, y así sucesivamente.
“Pueden solicitar la ciudadanía”, dijo Win Myat Aye. “Pueden vivir en el lugar del que provienen. Si no hay viviendas ahí, pueden vivir cerca de su lugar de origen”.
Incluso los datos del gobierno indican que esa es una fantasía.
De acuerdo con las cifras de las autoridades de inmigración de Birmania, de mayo de 2018 a mayo de 2019, solo 185 rohinyás fueron repatriados desde Bangladés. Incluso ese pequeño número está inflado. De esas 185 personas, 92 habían sido atrapadas por las autoridades de Birmania mientras trataban de escapar del país en bote. Por otro lado, 62 más acababan de ser liberadas de cárceles en Birmania.
Solo 31 rohinyás, de los casi tres cuartos de millón que se fueron de Birmania, habían regresado “por voluntad propia”, de acuerdo con el gobierno.
Cuando presionaron a las autoridades de Birmania para rendir cuentas respecto de cifras tan minúsculas, solo acusaron a los militantes rohinyás y a las beneficencias musulmanas que operan en los campamentos de refugiados de Bangladés de disuadir a las personas de regresar.
“Los terroristas musulmanes en los campamentos dicen que no es seguro regresar, así que la gente no se atreve, aunque es totalmente seguro”, dijo U Soe Aung, quien lidera el Departamento General de Administración en Maungdaw, una comuna en Rakáin que alguna vez fue abrumadoramente rohinyá.
Lo que encontramos
Extrañan su hogar, pero temen volver
Las afirmaciones acerca de que Birmania ha comenzado a darles la bienvenida han venido de nada más y nada menos que Aung San Suu Kyi, la lideresa de facto del gobierno civil, galardonada con el Premio Nobel de la Paz.
“La consejera del Estado ya decidió recibir a las personas que vivían en Birmania y se fueron del país por algún motivo”, dijo Win Myat Aye, su ministro de Bienestar Social, refiriéndose a Aung San Suu Kyi por su cargo formal. “No hay ninguna razón por la que no deban regresar”.
No obstante, es comprensible que los rohinyás se preocupen de lo que podría esperarles, dada la situación que provocó que escaparan en primer lugar, así como lo que ha pasado y lo que no ha pasado en Birmania desde el éxodo.
Después de que un grupo de insurgentes rohinyás atacó puestos de la policía y un campamento del ejército el 25 de agosto de 2017, hubo una explosión de brutalidad en contra de la minoría musulmana en cuestión de horas: ejecuciones masivas, violaciones y la quema de cientos de aldeas por parte de las fuerzas de seguridad. Turbas budistas participaron en la masacre.
Médicos Sin Fronteras señala que por lo menos 6700 rohinyás murieron de manera violenta durante el mes posterior al momento en que comenzaron los asesinatos.
Aunque el gobierno de Birmania defendió sus acciones como “operaciones de remoción” que se dirigían solo contra los militantes, la enorme acumulación de soldados durante las semanas previas al ataque (y los helicópteros de las fuerzas militares que dejaron caer una lluvia de misiles sobre los aldeanos días después) sugieren una campaña de depuración étnica bien coordinada y planeada desde hace mucho; al parecer habían estado esperando el momento adecuado para iniciarla.
Los rohinyás que escaparon a Bangladés ahora viven en un asentamiento repleto y precario, el campamento de refugiados más grande del mundo.
El tráfico de personas es endémico, pues hay niñas destinadas a prostíbulos y hombres que se convertirán en trabajadores no abonados en el sureste de Asia. Cuando los monzones caen sobre los campamentos, las aguas residuales y el lodo se mezclan para formar un caldo de cultivo de enfermedades. Los derrumbes son frecuentes y los rohinyás incluso han sido asesinados por elefantes desbocados. Hay pocos incentivos, o ninguno, para quedarse.
No obstante, a pesar de estas condiciones intolerables, Birmania les resulta peor a muchos refugiados, que se muestran desconcertados por la idea de que deben regresar a un país cuyo gobierno se ha rehusado a admitir que se cometieron atrocidades.
“¿Cómo podemos creerles a los que asesinaron a nuestros seres más queridos y cercanos?”, preguntó Ramjan Ali, el único sobreviviente de una familia que fue masacrada en la aldea de Tula Toli.
Los rohinyás que se quedaron en el estado norteño de Rakáin después de que comenzó la masacre están aislados en comunidades donde no hay empleos, educación ni servicios básicos. Desde junio, la conexión móvil a internet de la región ha sido cortada.
Los índices de encarcelamiento entre los hombres rohinyás son altos, pues muchos son acusados de actividades terroristas. Se exhibe a los que son liberados de prisión como rohinyás repatriados, aunque nunca hayan salido de Birmania.
“Extraño mucho mi hogar”, dijo Saiful Islam, un líder rohinyá en los campamentos de Bangladés. “Pero no quiero regresar a un lugar donde mi familia podría ser asesinada”.
Lo que encontramos
No ver el mal
La ONU dice que ningún refugiado debe regresar a un lugar donde su seguridad y su protección no estén garantizadas. Hacerlo se denomina devolución y está en contra de la ley internacional.
No obstante, Birmania ha hecho poco para asegurarles a los rohinyás que las condiciones que llevaron a los asesinatos masivos han cambiado.
El país se ha rehusado firmemente a admitir que sus fuerzas de seguridad —que participaron en la violencia sexual generalizada y balearon a los niños que escapaban, de acuerdo con los testimonios de los rohinyás y las investigaciones de los grupos de derechos humanos— hayan actuado de manera indebida.
“Ni un solo musulmán inocente fue asesinado”, dijo Soe Aung, el funcionario de la comuna de Maungdaw.
Aung San Suu Kyi ha rechazado hacer responsables a las fuerzas militares por la violencia, aunque investigadores designados por la ONU recomendaron el año pasado que los comandantes fueran investigados por crímenes contra la humanidad.
A pesar del hecho de que Birmania evidentemente es su hogar, la mayoría de los rohinyás son considerados inmigrantes de Bangladés que se encuentran ilegalmente en el país.
Además, antes de que sean aceptados para su repatriación, a menudo deben mostrar pruebas de que provienen de Birmania. Esa es una exigencia imposible para los refugiados que escaparon de casas en llamas.
Lo más controvertido es que quienes desean regresar deben aceptar identificaciones que, según detractores, volverá oficial su condición como habitantes apátridas.
El gobierno de Birmania ni siquiera acepta el nombre “rohinyá”. En cambio, a quienes regresan les dan documentos que los identifican como bengalíes, lo cual insinúa que son intrusos extranjeros de Bangladés, no un grupo étnico de Rakáin.
“Somos rohinyás”, susurró con un inglés deficiente Abdul Kadir, un imán proveniente de una aldea norteña de Rakáin que no ha podido escapar. “En Birmania no dicen que somos rohinyás. No lo dicen”.
“Los ‘rohinyás’ no son reales”, dijo Kyaw Kyaw Khine, director adjunto de inmigración en el campamento de repatriación de Nga Khu Ya. “¿Por qué los extranjeros usan esa palabra?”.
Lo que encontramos
Del otro lado de la frontera
La narrativa oficial en Birmania dice lo siguiente: los rohinyás quemaron sus propias casas para obtener la solidaridad internacional y así beneficiarse de las raciones abundantes de ayuda en Bangladés que países musulmanes proporcionaron.
Los funcionarios de Birmania acusan a los funcionarios bangladesíes de perder el tiempo y se preguntan si se rehúsan a dejar que se vayan los rohinyás.
“Quizá quieren que la gente se quedé ahí”, dijo U Kyaw Sein, administrador del campamento Nga Khu Ya.
La realidad no podría ser más distinta.
Los bangladesíes han mostrado una hospitalidad tremenda a los rohinyás, que llegaron a la frontera en el arribo de refugiados más veloz de toda una generación. Sin embargo, la paciencia del país se está agotando.
Las autoridades bangladesíes siguen amenazando con reasentar a los rohinyás en una isla que es poco más que un banco de arena propenso a los ciclones en medio de la bahía de Bengala.
Bangladés no considera que la mayoría de los rohinyás sean refugiados, a no ser que esa designación consolide su derecho de vivir en el exilio para siempre.
Como consecuencia, no tienen el derecho legal de estudiar ni trabajar afuera de los campamentos. Los extremistas musulmanes acechan las mezquitas de los campamentos y prometen la salvación mediante la militancia.
La desesperanza es lo único que se encuentra en abundancia.
“¿Acaso mis hijos vivirán el resto de su vida aquí?”, preguntó Islam, el líder del campamento rohinyá. “¿Esta es la única vida que puedo darles?”.
La conclusión: Nadie quiere a los rohinyás, mucho menos su país de origen.
Saw Nang colaboró con este reportaje desde Nga Khu Ya, Birmania, y Michael Schwirtz, desde las Naciones Unidas.
Hannah Beech ha sido la jefa de la corresponsalía para el sureste asiático desde 2017, con sede en Bangkok. Antes de trabajar en The New York Times, fue reportera de la revista Time durante veinte años, para la que reportó desde Shanghái, Pekín, Bangkok y Hong Kong. @hkbeech