Monica Gagliano asegura que ha recibido consejos de los árboles y los arbustos que le recuerdan a Yoda, el sabio personaje de La guerra de las galaxias. También recuerda haber sido mecida como un bebé por el espíritu de un helecho y ha montado en el lomo de un oso invisible invocado por una raíz de oshá. En una ocasión manipuló el tiempo y el espacio accidentalmente mientras tocaba la ocarina, un antiguo instrumento de viento, en un bosque de secuoyas. “Oryngham”, dijo, significa “gracias” en el lenguaje de las plantas. Estas interacciones han ocurrido en sueños, visiones, cantos e interacciones telequinéticas, a veces con la ayuda de chamanes o de la ayahuasca.
Todo esto ha sucedido mientras Gagliano se dedica a la investigación científica, una disciplina en la que ha roto paradigmas en el ámbito de la conducta y las señales de las plantas. Actualmente trabaja en la Universidad de Sídney, en Australia, y ha publicado una serie de estudios que sustentan la premisa de que, hasta cierto punto, las plantas son inteligentes. Sus experimentos indican que pueden aprender conductas y recordarlas. Su trabajo también sugiere que las plantas pueden “escuchar” el correr del agua e incluso producir sonidos de chasquidos, quizá para comunicarse.
Las plantas han moldeado directamente los experimentos y la trayectoria profesional de Gagliano. Cuenta que, en 2012, un roble le aseguró que una riesgosa solicitud de beca (donde proponía una investigación acerca de la comunicación sonora con las plantas) tendría éxito. “Estás aquí para contar nuestras historias”, le dijo el árbol.
“Estas experiencias no son del tipo: ‘Ay, eres una rara, eso solo te sucede a ti’”, dijo Gagliano. Explicó que aprender de las plantas es una práctica ceremonial bastante documentada (aunque por lo general no es respaldada por científicos).
“Forma parte del repertorio de experiencias humanas”, dijo. “Hemos estado haciendo esto desde siempre y lo seguimos haciendo”.
Gagliano sabe que estas afirmaciones, basadas en experiencias subjetivas y no en evidencia científica, pueden interpretarse fácilmente como un delirio. También sabe que eso podría afectar su carrera profesional (los científicos que estudian las plantas son quienes más odian este tipo de cosas). En 1973, un libro sumamente popular titulado La vida secreta de las plantas hizo planteamientos seudocientíficos acerca de las plantas, incluyendo que disfrutan la música clásica y pueden leer la mente humana. El libro fue desacreditado contundentemente, pero la vorágine provocó que muchas instituciones e investigadores se mostraran recelosos ante los atrevidos comentarios sobre la botánica.
En cualquier caso, el año pasado, Gagliano publicó una biografía estimulante y dispersa acerca de las conversaciones con plantas que inspiraron su obra revisada por pares, titulada Thus Spoke the Plant (Así habló la planta). Ella cree, al igual que muchos científicos y ambientalistas, que debemos entendernos como parte del mundo natural con el fin de poder salvar al planeta.
Y también cree que las plantas pueden hablar al respecto.
“Quiero que la gente se dé cuenta de que el mundo está lleno de magia, pero no como algo que solo pueden hacer ciertas personas, o algo que está fuera de este mundo”, dijo. “No, todo está aquí”.
A medida que el colapso medioambiental se avecina, nunca hemos sabido tanto acerca de la vida en la Tierra… lo extraordinaria e intrincada que es, y cuán impreciso es el límite en el que “eso” termina y comenzamos “nosotros”.
Por ejemplo, el lenguaje no parece estar limitado a los seres humanos. Los perros de la pradera usan adjetivos (muchos adjetivos) y el ratón cantor de Alston, una especie que se encuentra en Centroamérica, canta “educadamente”. Los cuervos han demostrado una planeación avanzada, otro golpe a la excepcionalidad humana, pues intercambian alimento y eligen las mejores herramientas para usarlas más adelante.
La lista continúa. Las hormigas cortadoras de hojas no solo inventaron la agricultura un par de millones de años antes que nosotros, sino que tienen sus propios vertederos de basura… y hormigas encargadas de la basura. Incluso es válido decir que el moho del limo toma “decisiones” y es tan bueno para decidir la ruta más eficiente entre los recursos que los investigadores han sugerido que lo utilicemos para contribuir con el diseño de carreteras.
No obstante, puede que las capacidades de las plantas sean las más sorprendentes, tan solo porque solemos verlas como mera decoración. Las plantas pueden hacer muchas cosas que nosotros no podemos. Los árboles pueden clonarse a sí mismos en superorganismos de ochenta mil años de antigüedad. El maíz puede llamar a las avispas para atacar a las orugas, pero algunos investigadores sugieren que también tenemos cosas en común. Las plantas comparten nutrientes y reconocen a sus familiares. Se comunican entre sí. Saben contar. Pueden sentir cuando las tocas.
Sabemos que las plantas responden a sus entornos de maneras sofisticadas y complejas. “Mucho más complejas de lo que imaginábamos hace unos años”, comentó Ted Farmer, un botánico de la Universidad de Lausana, en Suiza, y uno de los primeros en defender el concepto de la comunicación entre plantas.
Farmer se suma al grupo de investigadores que aún se siente “muy” incómodo al describir a las plantas, que carecen de neuronas, como “inteligentes”. Aunque ahora la mención de su “conciencia” (otra palabra sin una definición sólida) es lo que está enfureciendo a la comunidad científica.
Un grupo de biólogos publicó un artículo a mediados de este año con el título práctico: Plants Neither Possess nor Require Consciousness (Las plantas no tienen conciencia ni la necesitan). Los autores emitieron una advertencia en contra del antropomorfismo y argumentaron que quienes proponen la existencia de una conciencia en las plantas han abordado “de manera constantemente superficial” las capacidades únicas del cerebro. Aunque el libro de Gagliano pasó inadvertido, sus experimentos y declaraciones en los que dota de sentimientos y subjetividad a las plantas se encontraron entre los que fueron criticados y ella fue categorizada, a modo de burla, como parte de “una nueva ola de biología romántica”.
Durante años, distintas versiones de este debate han estado latentes. En 2013, Michael Pollan escribió acerca de cuando Gagliano presentó los resultados de un experimento a un público incrédulo.
Quizá ese es su estudio más famoso. La investigadora trató de descubrir si las plantas, al igual que los animales, podían manifestar un tipo de aprendizaje básico llamado “habituación”.
La Mimosa pudica (que puede que la conozcas como la “planta sensitiva”) retrae sus hojas al tacto. Así que, en el experimento, se dejaron caer unas mimosas en maceta a unos cuantos centímetros del piso cubierto de hule espuma. Al principio, las hojas se cerraron de inmediato, pero con el paso del tiempo, dejaron de reaccionar.
No fue a causa de la fatiga, escribió Gagliano, porque cuando se sacudían las macetas, las hojas volvían a cerrarse, y cuando se repitió la prueba de dejarlas caer un mes después, sus hojas permanecieron inmóviles.
Gagliano argumentó que las plantas habían “aprendido” que la caída no representaba una amenaza. Las plantas lo recordaron.
Investigaciones subsecuentes han indicado que las plantas bien podrían ser capaces de tener cierto tipo de memoria, pero la conclusión de Gagliano no fue bien recibida en esa época. La manera en que planteó la información tampoco fue de mucha ayuda. Ella insiste en que no usa metáforas en su trabajo y que el término “aprendizaje” es la mejor descripción para lo que ha observado, aunque no sepamos cómo lo hacen las plantas.
Este experimento fue “un trabajo extraordinario”, dijo Pollan. “Los seres humanos solemos subestimar a las plantas y ella forma parte de un pequeño grupo de científicos que busca cambiar esa historia”.
“Mónica es una joven brillante y ha sido una gran generadora de ideas en el campo de la biología sensorial de las plantas”, afirmó Heidi Appel, una científica que descubrió que la arabis produce más químicos defensivos cuando se le expone al sonido estresante de la masticación de una oruga. “Estamos investigando cosas que, de otro modo, no habríamos investigado”.
No obstante, en la biografía de Gagliano, dijo Appel, “hay una mezcla de ciencia y experiencias espirituales que me parece que estarían mejor separadas”.
Gagliano creció en el norte de Italia y se formó como especialista en Ecología Marina. Pasó los primeros años de su licenciatura estudiando al Pez Damisela de Ambon en el arrecife de la Gran Barrera de Coral.
Después de pasar meses bajo el agua, observando al pececillo, Gagliano aseguró que comenzó a sospechar que los peces comprendían mucho más de lo que ella creía, incluyendo que ella los iba a diseccionar. Eso le generó una crisis profesional.
Poco a poco, las plantas se abrieron paso en la vida de Gagliano. Cuenta que trabajó como voluntaria en una clínica herbolaria y empezó a consumir la ayahuasca, una preparación alucinógena que provoca visiones y revelaciones emocionales (y con frecuencia, náuseas). Recuerda que un día estaba caminando por su jardín, sin haber consumido la sustancia, y escuchó en su cabeza que una planta le sugería que las estudiara.
En 2010, viajó a Perú para trabajar con un chamán de las plantas llamado Don M.
Para comunicarse con las plantas, Gagliano siguió “la dieta”, el método chamánico tradicional de los indígenas de la Amazonía en el que el ser humano establece un diálogo con una planta. Las reglas pueden variar pero, por lo general, consiste en seguir un régimen alimenticio (sin sal, alcohol, azúcar ni sexo; algunos productos de origen animal también podrían estar prohibidos, dependiendo de la cultura) y beber un brebaje de plantas (en ocasiones alucinógenas y en otras no), en aislamiento durante días, semanas o meses. Se entona un icaro —que es un canto medicinal— para compartir con la planta, además de visiones y sueños, y entonces el conocimiento sanador de la planta se vuelve parte del humano. Ella advierte que no es una actividad divertida.
En determinado momento, Gagliano comenzó a “trabajar con” plantas, como la albahaca, en su propio huerto.
“¿Alguna vez te preguntaste si te estabas volviendo loca?”, le pregunté.
“Por supuesto”, respondió y rio. “Sigo preguntándomelo”. Pero cree que debería tener la libertad de poder hablar abiertamente acerca de estas experiencias.
“Quizá debemos reconocer que apenas alcanzamos a comprender quiénes somos, apenas comprendemos dónde estamos, sabemos muy poco en comparación con lo que hay que saber”, explicó. “Me parece que estar abierto a explorar y aprender es una señal de sabiduría y no de locura. Quizá la sabiduría y la locura son muy similares en un punto determinado”.
Puesto que es una mujer blanca en un viaje a través de diversos rituales sagrados, Gagliano habla a conciencia, y a menudo, sobre los legados del colonialismo, el capitalismo y las tendencias de la nueva era de explotación que, en definitiva, incluyen la proliferación de los retiros para consumir ayahuasca. Ahora un término como “chamán” puede hacernos pensar en el saqueo de un arquetipo moderno poco popular: el devoto del bienestar que decide combatir las enfermedades con un rastro de salvia alrededor de sus hijos no vacunados.
No obstante, quienes apoyan a Gagliano afirman que su viaje está sustentado en el deseo de desafiar las creencias dominantes.
“He estado trabajando con la idea de la inteligencia de las plantas durante muchos años”, comentó Luis Eduardo Luna, un antropólogo e investigador de la ayahuasca en Brasil, quien ha colaborado con Gagliano. En 1984, publicó un artículo en el Journal of Ethnopharmacology donde detalló el concepto de las plantas como maestras en la Amazonía peruana.
Luna dice que le emocionó poder escuchar esas ideas expresadas por una científica y no por alguien dedicado al ámbito de las humanidades.
“Es probable que vivamos en un universo mucho más interesante, quizá vivimos en un planeta lleno de vida inteligente”, dijo Luna. “Creo que es muy importante que de alguna manera recuperemos esta idea de la sacralidad de la naturaleza en una situación tan terrible como la que vivimos ahora”.
“Me interesa mucho la noción de las plantas como maestras, lo que podemos aprender de ellas como modelos a seguir”, afirmó la escritora Robin Wall Kimmerer, quien también es especialista en Botánica, profesora de SUNY, y miembro de la Nación de Ciudadanos Potawatomi. “Y eso se debe a mi trabajo con el conocimiento indígena, ya que es una premisa fundamental de la filosofía ambiental indígena”.
Kimmerer no considera las experiencias de Gagliano como un proceso místico, sino como una exploración que no se ha comprendido a cabalidad.
“Algunos de los medicamentos que las personas han fabricado solo son bioquímica sofisticada puesta al fuego”, declaró Kimmerer. “Piensas: ‘¿Cómo demonios lo supo la gente?’. Y la respuesta casi siempre es: ‘Las plantas nos dijeron cómo hacerlo’. No se trata necesariamente de entrar al bosque y que alguien te toque el hombro, sino que las culturas indígenas tienen sistemas sofisticados que son protocolos de investigación, en cierto sentido, para aprender de las plantas. Estos incluyen el ayuno, prácticas ceremoniales que te ponen en un estado de tal apertura ante las conversaciones de otros seres que puedes escucharlos”.
“¿Alguna vez has tenido una experiencia similar?”, pregunté.
“Sí”, respondió y prefirió no ahondar más en el comentario. “Basta decir que he tenido experiencias de concentración y atención intensas con las plantas, de las que terminé aprendiendo algo que desconocía y es increíble. Piensas: ‘Caray, ¿de dónde salió eso?’”.
El problema de hablar de esas experiencias, dijo Kimmerer, es que “están sustentadas en un contexto cultural que es tan distinto a la ciencia occidental que son descartadas con facilidad”.