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Por qué los médicos siguen ofreciendo tratamientos que en realidad no funcionan

Por qué los médicos siguen ofreciendo tratamientos que en realidad no funcionan

Cuando el médico te da alguna recomendación de salud y tu aseguradora paga ese tratamiento, probablemente crees que este se basa en pruebas confiables. Sin embargo, una gran parte de la práctica clínica que las aseguradoras privadas y los programas públicos respaldan no se basa en evidencia.

El British Medical Journal analizó las pruebas de miles de tratamientos médicos para evaluar los que ayudan y los que no. De acuerdo con este análisis, existen pruebas de que solo un poco más del 40 por ciento de ellos aportan algún beneficio. Solo el tres por ciento son ineficaces o dañinos; es poco probable que un seis por ciento más sean útiles. Pero un enorme 50 por ciento no tiene una eficacia conocida. No hemos hecho los estudios pertinentes.

Algunas veces, los tratamientos experimentales e inciertos están justificados; incluso tal vez los pacientes los acepten. Cuando no existe una cura conocida para una enfermedad fatal o incapacitante, intentar algo que no es seguro —mientras se reúnen las pruebas— es un método aceptable, siempre y cuando el paciente esté informado y otorgue su consentimiento.

“Tenemos muchos tratamientos eficaces, muchos de los cuales en un principio fueron experimentales”, señaló Jason H. Wasfy, profesor adjunto de medicina en la Escuela de Medicina de Harvard y cardiólogo en el Hospital General de Massachusetts. “Pero no todos los tratamientos experimentales resultan ser eficaces, y muchos no son mejores que las alternativas existentes. Es importante recabar y analizar las pruebas para que podamos dejar de hacer cosas que no funcionan y reducir al mínimo los daños al paciente”.

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En muchos casos, los tratamientos de rutina empleados no se prueban con rigor durante varios años. Los beneficios se dan por sentado y los daños se pasan por alto.

Tal vez esto haya matado a George Washington. A los 67 años y algunos meses antes de cumplir tres años de haber dejado la presidencia, Washington supuestamente se despertó sin poder respirar bien, con dolor de garganta y fiebre. Durante las siguientes doce horas, los médicos drenaron el 40 por ciento de su sangre y le practicaron otros tratamientos cuestionables. Después de eso, falleció.

Es seguro que Washington tenía una enfermedad grave. Las teorías incluyen crup, difteria, neumonía y epiglotitis bacteriana aguda. Cualquier cosa que haya sido, la sangría no hizo más que empeorar el dolor y, muy probablemente, acelerar su muerte.

Pese a que dicho procedimiento era común en ese tiempo para una variedad de afecciones, sus beneficios se basaban en la teoría, no en pruebas rigurosas. En la era de la medicina moderna, esto puede sonarles a algunos como primitivo y desatinado.

No obstante, cientos de años más tarde, sigue sucediendo lo mismo (aunque por fortuna no con sangrías).

A finales de la década de 1970, algunos médicos pensaron que habían encontrado una forma de tratar a pacientes de cáncer de mama con las que de otro modo serían dosis letales de quimioterapia. El método consistía en cosechar células madre de la médula ósea de los pacientes antes del tratamiento y reintroducirlas después.

Motivados por comentarios alentadores de los médicos, los medios de los años ochenta informaron que las dosis más altas de quimioterapia eran la alternativa para sobrevivir. Sin embargo, no existían pruebas convincentes de que los trasplantes de médula ósea protegieran a los pacientes.

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No obstante, cuando les dijeron que sí los protegerían, muchos pacientes enfrentaron a sus aseguradoras en la corte para conseguir los transplantes. Debido a la presión del Congreso de Estados Unidos, en 1994 se les pidió a todos los seguros médicos de los trabajadores federales que cubrieran ese tratamiento. Sin embargo, no se había realizado ninguna prueba aleatoria.

Finalmente, en 1995, se publicó la primera prueba aleatoria, con resultados impresionantes: la mitad de las mujeres que recibieron trasplantes de médula ósea no presentaron evidencia subsiguiente de un tumor, en comparación con solo el cuatro por ciento del grupo control. Pero estos resultados no se mantuvieron, ya que cuatro pruebas clínicas subsecuentes los refutaron. Se reconoció que este método era ineficaz en el mejor de los casos; letal, en el peor.

También detrás del uso indiscriminado actual de los opioides está el optimismo que se adelanta a los descubrimientos de las investigaciones o que está en contra de ellos. Pese a la falta de pruebas confiables, durante años muchas personas creyeron que los medicamentos a base de opio no eran adictivos. Ahora se sabe muy bien que sí lo son. Pero el daño ya está hecho.

Existen incontables ejemplos más de tratamientos comunes y recomendaciones médicas que se ofrecen sin tener pruebas: los suplementos de magnesio para los calambres en las piernas; la terapia de oxígeno para el infarto agudo de miocardio; el suero intravenoso para algunos pacientes que sufren enfermedades renales; evitar el maní para prevenir alergias en los niños; muchas operaciones de rodillas y columna vertebral; el estricto control del azúcar en pacientes gravemente enfermos; las dietas a base de líquidos antes de las colonoscopías; el reposo en cama para evitar partos prematuros; la prescripción de medicamentos innecesarios, por solo mencionar algunos. En algunos de estos casos, incluso existen pruebas de que son dañinos.

No es poco común que las pruebas nuevas refuten lo que normalmente se había practicado. Un estudio realizado por Vinay Prasad (un médico de la Escuela de Medicina de la Oregon Health & Science University) y sus colegas, analizó 363 artículos del New England Journal of Medicine de 2001 a 2010 que abordaban alguna práctica médica existente. El 40 por ciento de los artículos decían que la práctica era ineficaz o perjudicial.

Algunas de estas invalidaciones son bien conocidas. Por ejemplo, tres artículos refutaban la terapia de remplazo hormonal para las mujeres posmenopáusicas. Otros tres hablaban sobre un mayor riesgo de ataques cardiacos y embolias al tomar el analgésico Vioxx.

De alguna forma, las invalidaciones médicas como estas reflejan un fracaso; no reunimos las pruebas suficientes antes de que una práctica se volviera común. Pero de otra forma, al menos fueron un éxito parcial: finalmente la ciencia alcanzó a la práctica. Eso no siempre sucede.

“Solo una parte de la práctica médica no comprobada se vuelve a evaluar”, comentó Prasad, quien, junto con Adam Cifu, un médico de la Universidad de Chicago, es coautor de un libro sobre invalidaciones médicas.

El trabajo de Prasad es parte de un movimiento cada vez más amplio para identificar la atención médica perjudicial y dispendiosa, y eliminarla de los sistemas de salud. La campaña de la Junta Americana de Medicina Interna llamada Choosing Wisely (Elegir con sensatez) identifica cinco prácticas que carecen de pruebas, son perjudiciales o para las cuales existen mejores métodos, en cada una de las decenas de especialidades clínicas. Esta organización, que evaluó el valor de los tratamientos en Inglaterra, ha identificado más de 800 prácticas que los funcionarios de ahí creen que no deben llevarse a cabo.

Es una batalla cuesta arriba. Incluso cuando descubrimos que algo no mejora nuestra salud, es difícil hacer que el sistema deje de practicarlo. Se lleva años o hasta décadasrevocar el consenso de los médicos. Algunos de ellos se aferran a pruebas endebles sobre su eficacia incluso cuando hay pruebas sólidas sobre su falta de eficacia.

Esto no es exclusivo de la medicina clínica. También existe en la política sanitaria. Gran parte de lo que hacemos carece de pruebas e incluso cuando las pruebas señalan que una política es ineficaz, nuestro sistema político con frecuencia satisface a las personas interesadas que se benefician de ella.

Una evaluación honesta del estado de la ciencia detrás de la práctica clínica y de la política sanitaria es aleccionadora. Pese a que mucho de lo que hacemos y por lo que pagamos es eficaz, hay muchas cosas que no sabemos. Eso es inevitable. Lo que sí se puede evitar —y donde radica el verdadero problema— es suponer que algo funciona sin tener pruebas.

Austin Frakt es director del Partnered Evidence-Based Policy Resource Center en el Sistema de Salud VA Boston, profesor adjunto de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Boston y profesor asociado de la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de Harvard. Edita y escribe el blog The Incidental Economist. @afrakt

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