Acéptame como soy... aunque no sepa quién soy

Acéptame como soy... aunque no sepa quién soy
Trastorno bipolar

Puesto que soy una mujer bipolar, he vivido gran parte de mi vida convirtiéndome en alguien más.

El término preciso para mi desorden es “ciclador ultrarrápido”, lo cual quiere decir que, sin medicamentos, estoy a merced de mis espectaculares cambios de humor: “emociones altas” durante algunos días (en los que soy carismática, locuaz, efusiva, simpática y productiva, pero no duermo nada y a fin de cuentas, es difícil pasar tiempo conmigo), luego “emociones bajas”, con las que prácticamente permanezco inmóvil, a veces durante varias semanas.

Esta oscuridad se presentó en mi vida cuando estaba en el bachillerato. Una mañana simplemente no pude levantarme de la cama. No parece nada grave, el problema es que me quedé ahí durante veintiún días. A medida que este patrón continuó, mis padres, amigos y maestros se preocuparon, pero creían que yo era excéntrica y nada más. Después de todo, seguí siendo una estudiante ejemplar, nunca me porté mal y me gradué con el mejor promedio de mi generación.

En Vassar, la universidad, pasó lo mismo: prosperé en términos académicos a pesar de mi enfermedad mental. Después avancé tranquilamente por la facultad de Derecho y encontré el éxito profesional como abogada especializada en entretenimiento en Los Ángeles, donde representaba a celebridades y a importantes estudios cinematográficos. Mientras tanto, busqué ayuda con una sucesión infinita de médicos, terapeutas, medicamentos y tratamientos espeluznantes como los electrochoques, sin éxito alguno.

Además de los médicos, nadie más lo sabía. En el trabajo, donde mis habilidades y productividad eran lo único que importaba, podía ocultar mi secreto con relativa facilidad. Despistaba a mis amigos y familiares dándoles excusas enrevesadas, y solo los veía cuando sabía que dejaría una buena impresión.

Pero mi vida personal era otro asunto. En el amor no hay dónde esconderse. Tienes que hacerle saber al otro quién eres, pero yo no tenía idea de quién era yo de un momento a otro. Si salías en una cita conmigo, a lo mejor te acostabas con Madame Bovary y despertabas con Hester Prynne. Lo peor de todo era que mi yo carismática y maniaca constantemente me metía en situaciones con las que mi yo depresiva no podía lidiar.

Por ejemplo, una mañana conocí a un hombre en la sección de frutas y verduras del supermercado. Yo llevaba tres días sin dormir, pero no se notaba al verme. Mis ojos verdes relucían, mi cabello rubio rojizo competía con el color de las fresas y literalmente estaba deslumbrante, pues me había puesto una blusa de lentejuelas doradas para comprar comida (los atuendos de la fase maniaca siempre son de mal gusto). Tenía hambre, pero no de frutas y verduras. Tenía hambre de él, con sus pantalones desgastados de mezclilla y su gorra de los Yankees que reposaba un poco torcida sobre su cabeza.

Puse mi carrito junto al suyo y comencé a apretar con lascivia un durazno. “Me gustan bien duritos, ¿a ti no?”.

Asintió. “Y que no estén magullados”.

Eso es todo lo que necesitaba, una muestra de interés, y me seguí. Le dije mi nombre, le pregunté qué le gustaba y qué no en tema de frutas, deportes, candidatos presidenciales y mujeres. Hablé tan rápido que apenas y tuve tiempo de escuchar sus respuestas.

No compré ningún durazno, pero me fui de ahí con una cita para cenar el sábado, dentro de dos días. Era suficiente tiempo para descansar, rasurarme las piernas y elegir la ropa perfecta.

Pero cuando llegué a casa, la oscuridad ya había descendido. No tenía ganas de hurgar en mi armario ni de guardar los víveres, solo los dejé en la encimera para que se pudrieran, o no, ¿qué me importaba? Ni siquiera me quité la blusa de lentejuelas. Me tumbé sobre la cama, así como estaba y ahí me quedé. Sentía com si mi cuerpo hubiera sido sumergido en concreto de secado lento. Lo único que lograba hacer era respirar una bocanada de aire y luego exhalar, una y otra vez. Quería llorar por cuán monótono era, pero eso requería demasiada energía.

El sábado por la tarde sonó el teléfono. Seguía en la cama y tuve que hacer un esfuerzo para girar, tomar el auricular y balbucear un saludo.

“Soy Jeff, el de los duraznos, solo hablo para confirmar tu dirección”.

¿Jeff? ¿Duraznos? Recordaba vagamente haber hablado con alguien que se apegaba a esa descripción, pero parecía haber sido en otra vida. Y esa persona con la que él había hablado no era yo, o al menos no la yo actual, pues yo jamás usaría lentejuelas en la mañana. Pero mi conciencia sabía qué era lo correcto. “¡Levántate y vístete!”, me amonestó. “No importa que haya sido ella la que hizo la cita, tienes que cumplir”.

Cuando Jeff llegó a las 19:00, ya estaba vestida y lista, pero más para un funeral que para una cita romántica. Estaba cubierta de negro y no me había puesto ni una pizca de maquillaje, así que mi piel blanca se veía fantasmagórica y abatida. Pero abrí la puerta y hasta le acerqué mi mejilla para que me diera un beso. La sensación de sus labios sobre mi piel no me causó ningún placer. El placer era para los vivos.

No tenía nada que decir, ni en ese momento ni en la cena. Así que Jeff habló, al inicio mucho, luego cada vez menos hasta que, finalmente, cuando comíamos el postre, me preguntó: “¿De casualidad no tienes una gemela?”.

De cualquier manera, me sentí devastada de que no me llamara.

Un par de semanas después, me desperté en un mundo que se había convertido en Disneylandia: el sol brillaba como los narcisos, el cielo era azul como un huevo de petirrojo. Las aves trinaban afuera de mi habitación, lo cual sin duda era un canto creado especialmente para mí. No me pude contener ni un minuto más, arrojé las cobijas y bailé con mi camisón puesto, mi camisón de franela gris como de prisionera. Lo vi en el espejo, me estremecí y también ese lo arrojé.

Escarbé en mi armario buscando algo decente que ponerme, pero todo lo que había era pésimo, pésimo, pésimo. Para empezar, todo era negro. Odiaba el negro, aún más que el gris. Las pelirrojas deben ser fieles a sus colores, sin importar el precio. Busqué más y, escondidos muy adentro, había unos pantalones apretados de mezclilla, y algo sedoso y brillante que era justo lo que necesitaba: una exquisita blusa de lentejuelas doradas.

Me la puse y me la ajusté un poco. Vaya, qué bien me veía. Luego jalé los pantalones. Había subido un par de kilogramos en las últimas semanas de estar perezosa, pero una vez que tiré con mucha fuerza, el cierre subió sin problemas. Había algo en el bolsillo: una tarjeta de presentación, con unas palabras garabateadas al reverso: “Llámame. Jeff”.

¿Jeff?

¡Jeff! Pateé el camisón para despejar mi camino y tomé el teléfono junto a la cama. ¿Las 6:30 era demasiado temprano para llamar? ¡No! No para el buen Jeff. Sonó y sonó. Estaba a punto de darme por vencida cuando una voz grave y adormilada dijo: “¿Hola?”.

“¡Soy yo! ¿Por qué no me has llamado?”.

Le tomó un tiempo aclarar quién era “yo”, pero finalmente se acordó. “Suenas diferente”, dijo. “O no, tal vez suenas más como tú eres. No sé. Es demasiado temprano”.

Al poco tiempo lo estaba haciendo reír tanto que le dio hipo y tuvo que colgar. Pero antes de hacerlo, me invitó a salir el viernes, dentro de tres días.

No, insistí, tenía que ser hoy en la noche, o en la tarde. No quería perder otra oportunidad para conocerlo. Sabía que a Cenicienta no le quedaba tanto tiempo en el baile.

Acordamos cenar esa noche a las 20:00. Me pasé la tarde eliminando toda la evidencia de depresión en mi casa. Lavé, tallé, sacudí y aspirécon todos los aditamentos, hasta los que me daban miedo. Luego salí y compré una docena de lirios casablanca para esconder el olor a cloro y amoniaco.

Cuando la casa lucía perfecta, me dediqué a mí con la misma furia. Me exfolié, me empolvé, me humecté, me depilé e hice todo lo posible por recrear el oscuro encanto de Rita Hayworth en Gilda. Mientras me ponía sombra en los ojos, recordé su inquietante frase sobre la película: “Todos los hombres que he conocido se han enamorado de Gilda, y se han despertado conmigo”. Me carcomió pensar en eso, a tal grado que mi mano comenzó a temblar y no pude terminar de ponerme el rímel.

De repente, ya no me veía radiante. Había líneas de expresión alrededor de mi boca y un vacío en mi mirada que me avejentó diez años. Mi piel, a pesar de que me había puesto con esmero la base y el rubor, era de una palidez tan mortecina que reaccioné con desagrado al ver mi reflejo.

Me senté en el inodoro y comencé a llorar. Había tenido suficientes encuentros con el enemigo como y ya era capaz reconocerlo a simple vista. “Ahora no”, imploré. “Por favor, ahora no”. El rímel corrió por mis mejillas y me las limpié, sin pensar en las marcas que dejaba. Eran las 19:57. Tenía tres minutos para luchar y vencer a la química de mi cerebro. Sí, claro, sí sabía que tenía otra opción. Le podía decir a Jeff qué era lo que pasaba. Pero este era un hombre al que ni los duraznos le gustaban magullados. ¿Qué pensaría de una psique dañada?

Tal vez entienda. Tal vez me atreva. Tal vez inventen una cura.

Tal vez, pero no hoy. Mientras el timbre sonaba y sonaba, me acurruqué en el baño, temblando. Estaba aterrada, no solo de que Jeff me encontrara ahí, sino de que yo nunca encontrara el amor.

Cuando finalmente hubo silencio, me lavé el resto del rímel y aventé mi vestido de coctel en el cesto de la ropa sucia. Después me abotoné el camisón de franela gris y me dispuse a enfrentar la larga noche que se avecinaba.

Nunca volví a saber de Jeff.

Eso fue hace cinco años, cinco largos años de altibajos, de buscar al doctor indicado y la dosis indicada. Por fin he aceptado que el desequilibrio químico en mi cerebro no tiene cura, como tampoco el amor. Pero hay una pequeña píldora amarilla que estimo mucho, y otra azul claro, y unas capsulitas rosas muy lindas, y otros colores más que le han dado un vuelco a mi vida. Bajo su efecto, soy una persona totalmente distinta, ni Madame Bovary ni Hester Prynne, sino una persona intermedia. Tengo humores, pero no hacen que me transforme en otro personaje.

Irónicamente, la estabilidad es tan emocionante que he decidido aventurarme en el amor una vez más. He sucumbido a la presión de los amigos y me inscribí a un servicio de citas en línea por tres meses. “¿Quién eres?”, te preguntan al inicio del cuestionario.

Quiero ser honesta, pero no sé cómo responder. ¿Quién soy ahora? ¿O quién era antes?

La vida es mucho más dócil ahora: engañosamente silenciosa, como un tigre con zarpas aterciopeladas. De vez en cuando, el sol brilla con más intensidad y, tan solo un momento, pienso que soy dueña del cielo. Pienso cuán maravilloso era ser Gilda, aunque solo fuera en mi mente. Pero luego recuerdo el precio del cielo. Así que me quito el maquillaje, me despeino y voy al supermercado en ropa deportiva. La blusa de lentejuelas doradas yace abandonada en mi armario. Estoy pensando en regalarla.

Pero todavía no.

Terri Cheney es la autora de Manic: A Memoir.

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