LA DECISIÓN DE LIBERAR AL HIJO DEL CHAPO ES UN RECORDATORIO DE LA NECESIDAD QUE TIENE MÉXICO DE UNA ESTRATEGIA COHERENTE PARA COMBATIR LA VIOLENCIA.
CIUDAD DE MÉXICO — Los padres abrazaban a sus hijos tras las puertas cerradas de las guarderías, mientras los disparos resonaban en las calles. Hombres con rifles Kalashnikov y camiones incendiados bloquearon las principales carreteras y los accesos al aeropuerto. Cincuenta y un reclusos, entre ellos asesinos y secuestradores se fugaron de la cárcel. Para evitar mayor derramamiento de sangre, el gobierno mexicano ordenó la liberación de Ovidio Guzmán López —hijo del narcotraficante encarcelado Joaquín Guzmán, conocido como “el Chapo”— el cual había sido imputado en Estados Unidos por narcotráfico y capturado por las fuerzas gubernamentales de México. Hombres armados del cártel habían tomado las calles en respuesta al arresto de Guzmán.
Estos eventos que se desarrollaron el 17 de octubre en la ciudad de Culiacán, en el estado de Sinaloa, fueron transmitidos en vivo por televisión y en redes sociales, lo que generó temor sobre una falla en la estrategia de seguridad del presidente Andrés Manuel López Obrador. Algunas personas se sintieron aliviadas al saber que la cifra oficial de muertos esa noche fue solo de ocho personas, aunque muchos más cuerpos fueron hallados el 18 de octubre. El Cártel de Sinaloa ganó. El gobierno se rindió ante su terror. Los mafiosos siguen teniendo el control de varias regiones del país.
El 18 de octubre, el presidente López Obrador defendió la decisión de acceder a la exigencia del cártel de liberar a Guzmán, afirmando que eso había evitado una masacre. “No se puede apagar el fuego con el fuego (…) nosotros no queremos muertos, no queremos la guerra”, afirmó. “Con rectitud, honestidad y justicia vamos a garantizar la paz y tranquilidad en el país”. El problema es que su gobierno no está en absoluto garantizando la paz y la tranquilidad, y la violencia se agudiza a diario.
La decisión de soltar a Guzmán en medio del enfrentamiento fue una decisión difícil. Los sicarios del cártel incluso atacaron un conjunto familiar militar, y amenazaron la vida de los hijos de los oficiales. Según reportes, otros soldados fueron detenidos a punta de pistola. Existe un debate válido sobre la respuesta adecuada a una situación de toma de rehenes.
Sin embargo, esta decisión da a entender que los cárteles tienen la autorización de usar la violencia para obtener lo que quieren. Las fuerzas de seguridad mexicanas estropearon la operación desde el inicio, al arrestar a uno de los principales sospechosos del Cártel de Sinaloa sin el respaldo suficiente para asegurar el área. El presidente López Obrador necesita forjar una estrategia coherente que brinde protección básica a los ciudadanos mientras ataca los problemas más profundos detrás de la violencia.
López Obrador ganó las elecciones el año pasado gracias, en parte, a sus llamados para terminar con décadas de corrupción y mejorar las condiciones de los pobres. Con justa razón, arremetió en contra del derramamiento de sangre y la pobreza que obliga a las personas a huir de sus hogares, y afirmó que México anhela la paz. Pero tras menos de un año en el cargo, la tasa de homicidios continúa en niveles históricos de más de 3000 por mes, y suceden incidentes horrendos como el de los sicarios que emboscaron y asesinaron a 13 policías en el estado de Michoacán la semana pasada.
Yo he sido una de las múltiples voces que ha criticado la guerra contra las drogas y sus efectos devastadores en México. Pero la respuesta no es rendirse ante los cárteles del narcotráfico, quienes pueden mantener bajo asedio a una ciudad importante y a sus residentes. La idea de reformar la política sobre drogas, legalizar algunas de ellas y brindar un mejor tratamiento para los adictos es reducir los recursos que terminan en manos de los cárteles y detener su régimen de terror.
El problema en México durante la década pasada no se limita a que el gobierno haya tomado medidas severas contra los traficantes, incendiando campos de opio y marihuana. Es también el hecho de que los cárteles han usado sus miles de millones para crear fuerzas paramilitares que arrasan con sectores enteros del país. No es solo una guerra contra las drogas, sino también una guerra financiada por las drogas. Y esa guerra no se detiene, incluso si el gobierno deja de atacarlos.
López Obrador señala con razón que ese es un problema heredado. Desde 2001, he dado cobertura a muchos días oscuros de este conflicto: la masacre de 72 inmigrantes; la desaparición de 43 estudiantes; el derribo de un helicóptero militar por parte de sicarios de un cártel; una fosa común con más de 250 cráneos. Sin embargo, eso no excusa al presidente de tener que confrontar esta crisis humanitaria.
El presidente parece tener dificultades para ganarse el apoyo de todas sus fuerzas de seguridad. Fundó una nueva Guardia Nacional para reforzar las tropas, pero muchos de sus miembros están ocupados evitando que refugiados e inmigrantes centroamericanos lleguen a Estados Unidos. Los oficiales de la policía federal bloquearon las calles en protesta por estar siendo obligados a unirse a la Guardia Nacional, pues aseguran que perderían dinero y beneficios. Los medios de comunicación mexicanos informaron que algunos elementos del Ejército estaban disconformes con el resultado de la debacle del 17 de octubre en Culiacán.
López Obrador necesita conseguir el apoyo de sus fuerzas y mandar un mensaje contundente de que los grupos delictivos no pueden emboscarlos y asesinarlos. Necesita que estas fuerzas reduzcan la tasa de homicidios y eviten que los criminales armados controlen abiertamente los centros de las ciudades. Al mismo tiempo, su gobierno podría liderar un plan más coherente para la reforma de las políticas sobre drogas: ya existe un puñado de propuestas en el Congreso de México sobre este tema. El gobierno también podría insistir en el desarrollo de programas sociales dignos para alejar a la juventud de la delincuencia.
Estados Unidos también tiene una cuota de responsabilidad en esta masacre. Entre 2007 y 2008, más de 150.000 armas de fuego incautadas en México fueron vinculadas a tiendas y fábricas estadounidenses. Si se emprende una reforma formal sobre las armas estadounidenses en los próximos años, los legisladores también deberían escuchar los disparos al otro lado del río Bravo.
Reducir el número de cadáveres en México es una tarea titánica, pero si la política existe para algo, debe ser para salvar vidas. Limitarse a hablar de justicia no detiene las balas. Mantener a los cárteles bajo control no es sinónimo de paz.