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La democracia de Israel no funciona debidamente

La democracia de Israel no funciona debidamente
Los partidarios del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, cantan consignas y sostienen letreros en apoyo de él durante una manifestación en contra de las sedes del partido Likud en la ciudad costera mediterránea de Tel Aviv el 22 de noviembre de 2019, mientras los partidarios del partido laborista se manifiestan en contra de él cerca. Foto: AFP

EL PAÍS SE DIRIGE A OTRAS ELECCIONES DIVISIVAS. ES HORA DE ATENDER LAS CAUSAS DE NUESTRA CRISIS.

 

Es oficial. Israel tendrá otras elecciones nacionales en marzo, nuestras terceras en menos de doce meses. Puesto que la confianza en los partidos políticos israelíes está en el punto histórico más bajo, estas elecciones solo reafirmarán cuán fracturada está la política israelí.

Israel enfrenta una doble crisis: un estancamiento estructural en nuestro sistema político y un descenso veloz hacia el divisionismo en nuestro tejido social. Esto no significa en absoluto que todo esté perdido. Todo puede mejorar con la eliminación de varios obstáculos políticos.

A fin de comprender el origen de esta crisis, debemos remontarnos a los orígenes de Israel. El nuestro es un Estado joven formado por una civilización ancestral. Los sionistas visionarios que sentaron las bases para la existencia de Israel, como Theodor Herzl, Chaim Weizmann y David Ben-Gurión, quisieron crear un Estado nación moderno compuesto de personas que habían pasado unos 2000 años en el exilio. El trabajo realizado en los 72 años desde la formación de Israel ha sido impresionante: de todos los rincones del planeta, un caleidoscopio de migrantes se ha unido y millones de judíos han construido una nueva sociedad. Pero la triste realidad es que los fundadores del Estado judío —quienes habían sido condicionados por la diáspora— nunca lidiaron con el significado práctico de conceptos como “condición de Estado” o “soberanía política” (como sí lo hicieron, por ejemplo, los escritores de los Documentos Federalistas durante el nacimiento de Estados Unidos).

La Declaración de Independencia de Israel, promulgada en mayo de 1948, dio instrucciones para que en octubre de 1949 hubiera redactada una Constitución . De hecho, las primeras elecciones del país, realizadas en enero de 1949, fueron para elegir una asamblea constitucional. Pero Ben-Gurión, el padre fundador de Israel, se opuso a la redacción de una Constitución durante esa coyuntura. La asamblea electa se autodeclaró como cámara de representantes, la Knéset. Dos años después, la Knéset decidió establecer un conjunto de leyes básicas, con la intención de que fueran la base de una Constitución. Pero a pesar de esa intención, aún no tenemos una.

Como no tenemos una Constitución, la naturaleza misma del sistema político israelí puede ser alterada casi al antojo. Por ejemplo, a principios de los años 90, la Knéset hizo una enmienda al sistema electoral para introducir las “elecciones directas del primer ministro”: un sistema incómodo que dividía los votos para primer ministro de los votos de su partido en la Knéset. Las víctimas inmediatas de este experimento fueron los dos partidos más grandes, el Partido Laborista y Likud. Hasta 1996, ambos partidos conformaron dos tercios de la Knéset. Desde el 2000, los partidos gobernantes no han obtenido más de alrededor del 25 por ciento de los votos.

La Knéset revocó la enmienda en 2003, pero sus cicatrices son profundas. Los partidos grandes nunca se recuperaron y los pequeños partidos enfocados en un solo tema aprendieron a explotar su poder y a extorsionar al sistema. Los partidos ultraortodoxos por lo general colocan los intereses de sus electores —grandes presupuestos para sus escuelas, exoneración del servicio militar— por encima de los del país. Aun así, existen otros partidos pequeños que exigen la eliminación de esos privilegios para los ortodoxos. Como los partidos pequeños tienen el poder de lograr el dominio en las coaliciones, sus demandas tienen prioridad sobre las necesidades nacionales. Previsiblemente, esos partidos pequeños han impedido la muy necesaria reforma electoral.

El legado de las elecciones directas también ayudó a personalizar la política: los israelíes ya no votan por plataformas de partido; votan por personas. El poder desmesurado de los partidos pequeños aunado con esta personalización severa de la política ha tenido como resultado una “política de supervivencia”, donde la supervivencia inmediata de un político supera los intereses de la nación.

Durante su década de mandato, Benjamín Netanyahu ha elevado estas políticas al extremo. Desde mediados de esta década, ante una posible acusación, Netanyahu ha realizado maniobras políticas que serían definidas como inaceptables en una democracia normal; por ejemplo, la crítica abierta a los organismos de seguridad (la policía, el fiscal general y amenazas a la Corte Suprema) y una retórica severamente divisiva. El 21 de noviembre, Netanyahu fue acusado de corrupción. Cuatro días después, con un ojo puesto en las elecciones venideras, el primer ministro realizó un mitin en Tel Aviv en el cual miles de seguidores corearon consignas acusando al fiscal general de vender el país.

Debido a que Israel carece de una declaración de derechos, la distinción entre “libertad de” y “estar libre de” religión nunca fue planteada dentro la cultura política israelí. Como resultado, la denominación ortodoxa ha llenado un vacío y monopolizado la vida religiosa, perjudicando a otras denominaciones como la conservadora o la reformista. Para asegurar su propia supervivencia, Netanyahu se ha convertido en defensor de los partidos ortodoxos, quienes consideran sus beneficios como un asunto de supervivencia y no tienen interés alguno en el compromiso político.

Mientras Israel se dirige nuevamente a las urnas electorales, hay maneras claras para salir del estancamiento. Likud podría elegir un nuevo líder. Netanyahu tiene el respaldo de la mayoría del partido, pero están saliendo a relucir pequeñas fisuras en su apoyo. Solo una integrante del gabinete, Miri Regev, ministra de Cultura y Deportes, fue al mitin de Netanyahu tras la acusación. Gideon Sa’ar, antiguo ministro de los rangos altos de Likud, ha emergido como un contrincante por el liderazgo.

Otro escenario podría ser que la Corte Suprema obligue al fiscal general a decidir si Netanyahu, un primer ministro provisional que se encuentra bajo acusación, puede legalmente formar un gobierno. Si el tribunal le impide a Netanyahu hacer esto, Likud estaría obligado a elegir un nuevo líder.

El escenario más optimista sería que las nuevas elecciones resultaran en una coalición conformada por Likud —sin Netanyahu— y la alianza política Azul y Blanco, quienes juntos obtuvieron un poco más del 50 por ciento de los votos en las dos elecciones anteriores. Idealmente, los partidos pequeños podrían ser mantenidos a raya, y se podría lograr la muy necesaria reforma. Toda reforma debe incluir el fortalecimiento de un sistema con dos partidos grandes en su núcleo, para evitar la política fracturada de los partidos pequeños que tenemos hoy.

Sin embargo, Israel también necesita soluciones a largo plazo. Antes que nada, la sociedad israelí debe rechazar las fuerzas divisorias e iniciar el proceso de identificar los valores e ideales que podrían servir como el cimiento de una nación que es judía y democrática: una Constitución. Antes de la era Netanyahu, entre 2000 y 2008, la Knéset asumió el reto de debatir una Constitución que tenía más de doscientas disposiciones y una declaración de derechos. Este borrador de Constitución aún existe. La próxima Knéset podría continuar esta labor.

Una de las anomalías de Israel es el hecho de que, durante los últimos setenta años, su cámara de representantes también ha fungido como asamblea constituyente. Quizás el efecto traumático de nuestra crisis actual finalmente desate la reconsideración y logre que una gran coalición de liderazgo nuevo culmine lo que nuestros padres fundadores iniciaron.

Israel todavía es un país joven, aún en fase de creación. Debe explícitamente definir y codificar una función para la religión en la arena pública que sea inclusiva y democrática, pero consciente de la identidad judía de Israel. Solo abordando este reto largamente abandonado podremos consolidar nuestra democracia.

 

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