Su hijo de 3 años lo veía todo y lloraba.
“Dile al niño que se calle. Cállalo”, le gritó uno de los hombres, arrancándole la cinta de la boca.
Unas horas antes, el migrante de 28 años proveniente de Honduras, llamado José, estaba caminando con su hijo por una calle en Reynosa, México, luego de que lo rechazaron en la frontera con Estados Unidos. De repente tres hombres lo agarraron, le cubrieron la cabeza con una capucha y lo arrojaron a él y a su hijo a un vehículo.
El secuestro del 25 de noviembre detonó horas de negociaciones intensas durante las cuales Cindy, la esposa de José que vive en Estados Unidos, se vio forzada a escuchar mientras torturaban a su esposo y, con lágrimas en sus ojos, a negociar un rescate por teléfono.
En una serie de conversaciones telefónicas, y en varios mensajes de voz a los que tuvo acceso The New York Times, Cindy que trabaja en una panadería de Elizabeth, Nueva Jersey, prometió conseguir los 3000 dólares que exigían los secuestradores. “Haré lo que sea para conseguirlos”, dijo llorando al teléfono. “Pero no dejes que le hagan daño. Cuida al niño”.
Cientos de miles de personas han huido de Centroamérica a lo largo del último año, muchos de ellos buscando refugio en Estados Unidos de los peligros de extorsión, asesinato y reclutamiento forzoso en pandillas. Pero en lugar de permitirles el ingreso, el gobierno de Trump ha obligado a que más de 55.000 solicitantes de asilo tengan que esperar meses en ciudades fronterizas de México donde impera la ilegalidad, como Reynosa, mientras considera sus solicitudes de protección, de acuerdo con funcionarios mexicanos y aquellos que estudian la frontera.
Desde hace mucho la violencia relacionada con el narcotráfico ha sido una plaga en estas áreas, pero esta aglomeración de inmigrantes es algo nuevo; además, puesto que varios solicitantes de asilo tienen parientes en Estados Unidos, los cárteles han comenzado a raptarlos y a exigir rescates, sometiéndolos a una violencia igual o peor a la que sufrían en sus países de origen.
En el pasado, a los inmigrantes de lugares como Centroamérica, África y Asia que buscaban asilo se les permitía quedarse en Estados Unidos mientras un juzgado resolvía sus demandas. A los que no lograban comprobar que vivían con miedo de ser perseguidos generalmente se les deportaba a su país de origen. Eso cambió a inicios de este año cuando se adoptó la política de “Permanecer en México”, bajo la cual se evita que la mayoría de los solicitantes de asilo entren a Estados Unidos excepto para asistir a sus audiencias en los tribunales.
Puesto que el gobierno de México ha batallado para contener el crimen y la violencia, y que han surgido precarios campamentos llenos de migrantes vulnerables a lo largo de la frontera, los secuestros van en aumento. “Las familias de este lado de la frontera, sin importar su estatus social, lograrán pagar el rescate”, dijo Octavio Rodríguez, académico de la Universidad de San Diego que estudia la violencia en México y en la zona fronteriza.
Ha habido 636 casos registrados de ataques violentos, incluyendo plagios y violaciones, perpetrados en contra de los migrantes que fueron enviados de vuelta a México por las autoridades estadounidenses desde que comenzó la política de “Permanecer en México” en enero, tan solo en el último mes hubo 293 ataques, de acuerdo con Human Rights First. El grupo de defensoría basó su cifra en informes creíbles de investigadores, abogados y medios noticiosos, pero dijo que probablemente la cifra real era mayor pues la mayoría de los incidentes no se reportan.
La historia de José y su familia comenzó en Honduras a inicios de este año, cuando decidieron buscar refugio en Estados Unidos. Los miembros de la pandilla local le habían exigido un “impuesto de guerra” para que pudiera seguir operando su autolavado y dejaron notas en la puerta de la casa de la familia, en las que lo amenazaban de muerte.
Cindy, quien tenía una visa de turista válida, viajó en junio a Estados Unidos con su hijo mayor. José y su hijo menor, quienes no tenían visas, hicieron su travesía por tierra. En julio, llegaron a la frontera con Texas y solicitaron asilo, pero les dijeron que esperaran en México y regresaran para varias audiencias en tribunales en el transcurso de los meses siguientes.
Los secuestradores atacaron en noviembre, luego de que José y su hijo ya habían asistido a dos audiencias en Estados Unidos.
Sus captores le ordenaron que contactara a algún familiar que tuviera en Estados Unidos, dijo, y cuando negó conocer a alguien ahí, comenzaron a golpearlo.
“Estás mintiendo. Este bate tiene sed de sangre”, recordó que dijo uno de ellos.
José les dictó el número telefónico de su esposa y le llamaron desde su celular. Cuando no contestó, lo apalearon y él se dobló del dolor.
Cuando volvieron a llamar, Cindy respondió.
“’Estoy secuestrado’”, recordó Cindy (quien, como su esposo, no quiso que se publicara su apellido por miedo a represalias) que le dijo José con dolor en su voz.
Luego los secuestradores colgaron el teléfono, aparentemente esperando crear más presión. Cuando volvieron a llamar, le dijeron a Cindy que juntara 3000 dólares en una hora si quería salvarles la vida a su hijo y a su esposo.
“Estaba completamente desesperada. Podía escuchar a mi hijo llorando a lo lejos”, recordó Cindy. “Les dije que no tenía el dinero, que tendría que pedirlo prestado. Que me dieran más tiempo”.
Cindy fue corriendo a la casa de la niñera que cuida a su hijo de 5 años y se tiró al suelo implorando su ayuda.
Le siguió una avalancha de mensajes de texto y amenazas de los secuestradores.
“Si no depositas rápido el dinero, desaparecemos a tu hijo”, le dijeron los hombres.
Mientras conducía al banco con la niñera para retirar efectivo, uno de los hombres en Reynosa hostigaba a su esposo, le raspó el cuello con el lado romo del hacha, dijo, y otro apuntó una pistola a su cabeza.
En la siguiente llamada, Cindy les dijo a los hombres que no podía juntar más de 2000 dólares y cedieron. Se apresuró a un local de transferencias de dinero para enviar el efectivo y, mientras se acercaba la hora que tenía como límite, los secuestradores la presionaban para que se apurara. “Sí, aquí estoy ya”, les escribió en respuesta.
Pero había un problema. No podía completar la transacción sin sus nombres, así que se los mandaron por mensaje de texto, los nombres de un hombre y una mujer a los que no conocía. En el mensaje de texto, le dijeron que usara Moneygram o Western Union y enviara “mil a cada uno”.
“Este es el primero”, les escribió junto con la foto de un recibo por 1009 dólares, incluyendo la cuota de transferencia de 9,99.
Como el local de transferencias de dinero no la dejaba mandar más de mil dólares, corrió a otra tienda para enviar el resto del dinero.
“Apenas tengamos todo el dinero aquí, los liberamos”, le escribió uno de los secuestradores.
“OK, gracias”, contestó Cindy.
Pero, al llegar a casa recibió una llamada de los secuestradores: no habían podido retirar el dinero. “Tiene 20 minutos para arreglar esto”, escribió un secuestrador.
Ocho minutos después, le llegó otro mensaje: “Apúrate, te estás tardando”.
En Reynosa, uno de los hombres le dio un golpe a José en el brazo derecho con el bate y lo pateó en el estómago, él comenzó a vomitar. El hombre le llevó una cubeta y le empujó la cabeza ahí adentro.
Luego de ir a tres locales de envío de dinero, Cindy logró transferir el resto del dinero. Los secuestradores de José le quitaron la cinta de los ojos y le volvieron a poner la capucha en la cabeza. Lo dejaron a él y a su hijo en la estación de autobuses de Reynosa, y, si le avisaban a la policía, les dijeron como advertencia: “Los dos se mueren. Tenemos fotos de ustedes”.
Sin teléfono y sin dinero, dijo José, caminó con dificultad hacia el puente que lleva a Estados Unidos para buscar a agentes de la Patrulla Fronteriza. Les rogó que lo dejaran quedarse en Estados Unidos. “Nuestras vidas dependen de ello, les juro que digo la verdad”, les dijo.
Dijo que los agentes los llevaron a una oficina, donde recuerda que fotografiaron sus heridas y le dieron un tranquilizante antes de mandarlos a ambos a un centro de detención a pasar la noche.
Al día siguiente, condujeron a José a una habitación donde, por teléfono, habló con un funcionario encargado de la aprobación de asilo sobre sus miedos de regresar a México.
Aproximadamente 40 minutos después, un funcionario de inmigración le dijo a José que tendrían que regresar a México. Le dio un documento que decía que José “no expuso tener probabilidades claras de ser perseguido o torturado en México”.