Victoria Gray, quien padecía un enfermedad genética de la sangre, esperaba una cura como esta hace más de 20 años, y recibió nuevas celulas que alargaron su vida.
El pasado verano en Nashville, Tennessee, la vida de una mujer de 34 años cambió radicalmente gracias a un tratamiento que modificó su genoma.
Victoria Gray, quien padecía un enfermedad genética de la sangre, la drepanocitosis, una malformación de los glóbulos rojos que produce anemias y otros síntomas severos, esperaba una cura como esta hace más de 20 años.
“Desde que recibí las nuevas células he podido disfrutar más tiempo con mi familia sin preocuparme por el dolor o por una emergencia imprevista”, dice Gray a la AFP en un correo electrónico.
El “milagro”, como lo define ella, ocurrió luego de someterse a un tratamiento experimental que duró semanas. Durante ese tiempo le extrajeron sangre antes de retirarle células responsables del origen de su mal: las células madre que se encuentran en la médula ósea y producen los glóbulos rojos, que en su caso tienen la forma de hoz característica de su enfermedad.
Esas células madre fueron luego enviadas a un laboratorio en Escocia, donde se modificaron genéticamente con una nueva herramienta llamada Crispr/Cas9, a la que algunos se refieren con el apodo de “tijeras moleculares”.
A continuación se le volvieron a inyectar las células modificadas, que regresaron a su lugar de origen en la médula ósea. Luego de un mes, Gray comenzó a producir glóbulos rojos normales, con forma de disco bicóncavo.
Aún se desconoce si esta será una solución duradera pero, en teoría, ella está curada de por vida.
“Se trata de un solo paciente, son resultados primarios”, dice su médico, Haydar Frangoul, del Instituto de Investigación Oncológica Sarah Cannon, en Nashville. “Tenemos que ver cómo resulta en otros pacientes, pero estos resultados son realmente emocionantes”.
En Alemania, una mujer de 19 años recibió con éxito el mismo tratamiento para otra enfermedad sanguínea, la beta talasemia, y ya no necesita de las 16 transfusiones por año que solía recibir.
Las modificaciones del ADN de organismos vivos no son ninguna novedad, se realizan desde hace décadas. Prueba de ello son el maíz o el salmón OGM (sigla de “organismos genéticamente modificados”).
Incluso se ha probado en humanos, con ensayos clínicos para tratar estas mismas enfermedades y otras, aplicando técnicas más antiguas de edición genética.
Pero Crispr, que se dio a conocer en 2012, ha democratizado la manipulación de genes en el laboratorio: es más simple y mucho más económica que las herramientas previas.
También porque es fácil de aplicar y accesible hasta para un pequeño laboratorio, Crispr ha vuelto a azuzar los miedos de las consecuencias de jugar con el ADN de los seres vivos.
“Está yendo muy rápido”, dijo a la AFP la genetista francesa Emmanuelle Charpentier, una de las descubridoras de la técnica Crispr-Cas9 y cofundadora de Crispr Therapeutics, la firma que está detrás de este primer ensayo clínico.
– 2019, año de innovaciones –
Crispr es una revolución, pero aún se encuentra en fase experimental.
Eso no le quita relevancia a 2019, año en que la terapia genética se convirtió en una realidad, lo que marca un punto de inflexión histórico en una aventura que comenzó hace 30 años.
Por primera vez, la comercialización de este tipo de tratamientos ha recibido luz verde en Estados Unidos para una enfermedad neuromuscular, y en la Unión Europea para una afección de la sangre.
En total son ocho las terapias genéticas disponibles en el mercado mundial, en su mayoría contra diferentes tipos cáncer y una desarrollada especialmente contra una forma de ceguera.
Las terapias genéticas insertan un gen normal en células que contienen un gen defectuoso, como un caballo de Troya, para que realice el trabajo que el gen fallido no realiza: fabricar los glóbulos rojos sanos de Victoria, por ejemplo, o en el caso de un cáncer, producir superglóbulos blancos que matan a los tumores.
Pero Crispr va más allá: en lugar de agregar un nuevo gen, esta herramienta puede modificar un gen existente.
Muchos de los medicamentos en base a genes que hoy están alcanzando su madurez llevan años de pruebas y ensayos clínicos.
En París, Serge Braun, el director científico de la Teletón francesa, una organización a beneficio de niños con enfermedades musculares, ve a 2019 como un año bisagra, el preludio de una revolución en la medicina.
“Veinticinco, 30 años, es el tiempo”, dice a la AFP. “Siempre demora una generación, y la terapia genética no escapa” a ese patrón, agrega. “Ahora, está en crecimiento”.
Cerca de Washington, en el Instituto Nacional de Salud (NIH) de Estados Unidos, también consideran que este es un período de innovaciones.
Carrie Wolinetz, directora de la oficina de políticas científicas del NIH, dice a la AFP que se ha llegado a “un punto de inflexión”.
El problema con estas nuevas terapias es su precio, que puede llegar a cifras de uno y hasta 2 millones de dólares, lo que obliga a dolorosas negociaciones con los seguros de salud y prácticamente los restringe a países ricos.
Gray, la paciente con drepanocitosis que fue tratada en Nashville, pasó meses en el hospital, entre exámenes de sangre, una quimioterapia que destruye la médula ósea (mieloablación) para hacer lugar a las células modificadas, el injerto por perfusión, y una hospitalización final de un mes… sin contar una potencial infección.
Es un tratamiento que debe hacerse en centros especializados, dice Frangoul. “No puedes hacer esto en un hospital local, cerca de casa”.
De todos modos, el número de terapias genéticas autorizadas llegará a unas 40 de aquí a 2022, según investigadores del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), para tratar diversos tipos de cáncer, enfermedades musculares, del sistema nervioso, oculares, y otras. En China, especialmente, se están llevando adelante varias pruebas.
– Aprendices de brujo –
La simpleza de Crispr ha estimulado la imaginación de los “aprendices de brujo”.
En China, en noviembre del año pasado, el científico He Jiankui anunció el nacimiento de gemelas, Lulu y Nana, cuyos embriones modificó genéticamente con Crispr para protegerlas del virus del sida, lo que le valió la censura de la comunidad científica internacional.
En su intento por inmunizar a las niñas, realizado sin que lo justificara una necesidad médica, Jiankui provocó otras mutaciones involuntarias, que en un futuro ellas podrían transmitir a su descendencia.
“Esa tecnología no es segura”, dice Kiran Musunuru, profesor de genética de la Universidad de Pensilvania. Las ‘tijeras’ de Crispr no siempre cortan exactamente el gen al que apuntan, o cortan parte de un gen que está cerca. “Es fácil de utilizar si no te preocupas por las consecuencias”, dice Musunuru.
Pero la autodisciplina ética parece prevalecer. El caso de Jiankui, o el del ruso Denis Rebrikov, que planea utilizar Crispr para ayudar a padres sordos a tener hijos sin esa discapacidad, son la excepción.
En cuanto a la manipulación en animales, la tentación está en modificar el genoma de especies enteras, desde los mosquitos que transmiten la malaria a los ratones que alojan a garrapatas que funcionan como vector de la enfermedad de Lyme. Pero quienes han considerado ese tipo de edición genética avanzan con prudencia, conscientes de lo impredecible de las potenciales reacciones en cadena en los ecosistemas.
Charpentier, la codescubridora de Crispr, no hace caso a las predicciones más sombrías y descree de la mentada comunidad de “biohackers” estadounidenses que se inyectan sueros en base a Crispr comprados en internet. “No todo el mundo es biólogo o científico”, dice.
¿Qué pasaría si la tecnología fuera utilizada con fines militares, para crear un virus asesino de soldados o una bacteria que arrase con los cultivos del enemigo?
“Soy bacterióloga, hace años que se está hablando de bioterrorismo”, filosofa Charpentier. “Sin embargo, eso no ha ocurrido jamás”.
La científica mantiene la confianza de que la tecnología tiende a utilizarse para bien y que el futuro tendrá más casos como el de Victoria que como el de Lulu y Nana.