CIUDAD DE MÉXICO — Un típico propósito de Año Nuevo ha sido el de prometer que, ahora sí, ordenaremos el álbum de fotografías. El futuro sirve para pensar que mejoraremos el pasado.
En la agonía de 2019 esa ilusión ha disminuido. Asistí a fiestas de temporada en las que se reiteró una frase: “El mundo se está acabando”. La década concluye con imágenes de containers en llamas, migrantes ahogados en alta mar y demagogos que imitan al personaje del momento, , cuya risa es una enfermedad.
¿Qué motiva el invierno de nuestro descontento? La década pasará a la historia como la etapa en que la privacidad dejó de existir. El despreocupado ciudadano que se asoleaba en su azotea se ha convertido en exhibicionista planetario gracias a Google Earth. Nuestro teléfonos contienen más tecnología que el Apolo XI, pero no sirven para llegar a la Luna, sino para ser rehenes del comercio y la vigilancia policiaca. El Gran Hermano de George Orwell es cosa de aficionados en comparación con el tecnopolio contemporáneo que disfraza la esclavitud de “libertad de elección”. Al dar un “like” o firmar una petición, los usuarios se expresan de manera gratuita; mientras tanto, sus datos personales son procesados como valiosa mercancía. Edward Snowden y Julian Assange denunciaron los abusos de una década donde las agencias de seguridad, los gobiernos y las corporaciones espiaron a millones de ciudadanos para manipularlos. En esta nueva variante de la minería se extrae una información íntima: el ADN social que define los hábitos y las tendencias.
Con ayuda de Facebook, la compañía Cambridge Analytica dispuso de suficientes datos de la vida privada para influir en más de 200 campañas electorales alrededor del mundo. La inducción del voto ahora depende menos del carisma de los líderes que de discursos que apelan a los recónditos anhelos de los electores: no se apoyan proyectos sino deseos.
En 2019 asistí en la Universidad de Stanford a las clases de Alex Stamos, quien renunció a su cargo como ejecutivo de Facebook por discrepancias acerca de la cesión de datos personales al gobierno ruso. Su curso brindó un alarmante panorama de las operaciones ocultas que determinan la vida en común. La década quedó marcada por la intercepción ilegal de la comunicación: el programa de espionaje Pegasus invadió celulares de disidentes en diversos países y numerosas empresas tuvieron que pagar rescate en criptomoneda para recuperar información que había sido hackeada.
Las plataformas digitales simulan que las ofertas provienen de los sueños de los usuarios y la arena política se ha convertido en un simulacro. El populismo contemporáneo ha sustituido las razones por las emociones. Refractario a la verificación y la rendición de cuentas, distorsiona la realidad como una forma del proselitismo (después de las elecciones de 2016 en Estados Unidos, el Diccionario Oxford eligió el término “posverdad” como palabra del año).
Matteo Salvini, Donald Trump, Nicolás Maduro o Jair Bolsonaro han construido alegatos mesiánicos que dividen a la población en justos y pecadores. En México, ante el menor cuestionamiento, el presidente Andrés Manuel López Obrador responde que tiene “otros datos”. La ideología se ha convertido en una realidad alterna.
Alexis de Tocqueville advirtió que las revoluciones no suelen ser realizadas por los más oprimidos, sino por los relativamente favorecidos cuyos anhelos no se han satisfecho. De acuerdo con la “paradoja de Tocqueville”, las revueltas se deben menos a la injusticia que al impulso de satisfacer ilusiones. Las expectativas de mejoría se han ampliado más que nunca y reclaman cambios. Pero, curiosamente, quienes buscan rupturas “radicales” apoyan a líderes que reivindican el pasado. Salvini sonríe como
Il Duce
y alardea de su xenofobia, Maduro habla como ventrílocuo de Hugo Chávez, quien hablaba como ventrílocuo de Fidel Castro; Trump denigra a los mexicanos en un país de inmigrantes, Bolsonaro agota el surtido del menú fascista…
“Aquellos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo”, escribió George Santayana. La frase se ha repetido como un mantra sin volverse del todo cierta. El pasado es una especialización. Los historiadores, los periodistas, la comunidad científica y las academias extraen lecciones de épocas pretéritas, pero los votantes no toman en cuenta el “pasado de la especie”. Todos tienen recuerdos; pocos tienen responsabilidad histórica. Quizá esto explique que los demagogos de la actualidad ofrezcan un porvenir basado en fallidos entusiasmos de otro tiempo.
En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera diagnostica uno de los conflictos esenciales de la existencia: la imposibilidad de reiterarla. Todo sucede siempre por primera vez. Un hecho puede ser comparado en forma conceptual con lo que vivieron los etruscos, los romanos o los fundadores de un país; sin embargo, en el plano del acontecer cada acto es irrepetible. La vida no tiene borrador. Kundera conjetura que tal vez en otro planeta se nazca y se muera dos veces. Aquí no hay segundas oportunidades: habitamos “el planeta de la inexperiencia”. Saber que seis millones de judíos y veinte millones de soviéticos fueron exterminados en una guerra no mitiga la rabia de quien hoy detesta a su vecino o a su rival político.
El odio al otro siempre ha tenido un componente racial y de género. La década quedó marcada por las tragedias de los migrantes y el sostenido racismo de los países hegemónicos, pero también por la valiente rebeldía de los pueblos originarios y de las mujeres que gritan “ni una más” para acabar con los feminicidios.
La temperatura de la discrepancia se ha elevado. Por desgracia, esta saludable indignación ha sido aprovechada por el creciente neofascismo y por los nuevos profesionales del desprecio. En los últimos diez años se han registrado más insultos que en todas las épocas anteriores. Abundan los datos sobre la década de la injuria. En 2012, la agencia Reuters encuestó a 18.000 personas en 24 países; de modo abrumador, el 80 por ciento condenó el acoso por internet. En su informe de 2018, el Pew Research Center señaló que el 59 por ciento de los adolescentes estadounidenses se considera víctima de abusos en la red.
Es de suponerse que el ser humano no se ha vuelto más maledicente; la diferencia es que el odio ha adquirido mayor valor comunicativo. Las injurias que antes se leían en las paredes de los urinarios ahora son trending topics, y los haters, los bots y los trolls integran la trinidad del linchamiento. La polémica ha sido sustituida por la descalificación, según demuestra el tuitero más poderoso del planeta: Donald Trump.
En este carnaval de las simulaciones, la naturaleza exige realidad. Las aguas inundaron Venecia como un llamado a abandonar la mascarada que impide ver el ecocidio. Paul Crutzen y otros científicos han propuesto que la actual era geológica sea definida como Antropoceno para resaltar la perniciosa actividad del ser humano. La década termina con océanos donde flotan bolsas de plástico. Es emblemático que el planeta de la inexperiencia sea alertado por una ecologista menor de edad, Greta Thunberg: “Me han robado mis sueños”, ha dicho. Su inconformidad pide soñar de otra manera. Lo mismo se puede decir de las luchas feministas, los indígenas que reclaman un uso equitativo y sustentable de la tierra y los movimientos contra el capitalismo extremo.
Entre las frases atribuidas a Mafalda y surgidas de la invención popular, destaca “¡Paren el mundo, que me quiero bajar!”. A Quino no le gustó que su pequeña filósofa fuera asociada con ese nihilismo. Sin embargo, el tiempo modifica las obras y las interpretaciones. En 1964, Mafalda tenía 6 años. Hoy, esa falsa atribución parece cada vez más apropiada.
En la cima del Cerro de la Estrella, los aztecas encendían el Fuego Nuevo para celebrar que el fin del calendario no acabara con la realidad. ¿Aún es posible cambiar el porvenir? ¿Puede el planeta de la inexperiencia encender el Fuego Nuevo para corregir lo no sucedido?
Las mujeres que crearon el performance de “El violador eres tú”, la adolescente que viaja en velero para protestar por los mares envenenados, los que se oponen a la exclusión y al tráfico de datos y personas, quienes enmiendan algo, por modesto que sea, incluido el álbum de las fotografías, son los portadores de esa flama.