KOUTIA, Senegal — Habían pasado años desde que su esposo cruzó el mar para buscar trabajo en Europa. En casa, Khadijah Diagouraga recorría sola los campos de cacahuate de la pareja todos los días y con mucho esfuerzo lograba ganar apenas lo suficiente para mantener a su familia extendida de trece miembros.
Cuando se rompió la bomba de agua de la ciudad y se secó su grifo, ató un burro a una carreta para acarrear agua de un pozo cercano, mientras maldecía a su esposo ausente durante todo el camino. Sus actos causaron conmoción en su pequeña aldea conservadora, ubicada en la zona rural de Senegal, pues guiar animales era trabajo de hombres, dijeron los líderes de la aldea.
“No es algo que queramos ver”, dijo Baba Diallo, de 70 años, sentado bajo la sombra de un techo hecho de tallos secos de plantas de maíz, sacudiendo la cabeza como para deshacerse del recuerdo.
En toda África occidental, las aldeas han visto marcharse a Europa a los esposos e hijos en su mejor edad con el fin de buscar trabajo, pero jamás han regresado. Las mujeres, dándose cuenta de que quizá jamás vean el dinero que los hombres prometieron enviar a casa, han adoptado gradualmente los roles que por tradición se consideran masculinos, como ganar dinero y dirigir grandes hogares de parientes políticos y otros miembros de la familia extendida.
“Hay un par de hombres que me desprecian”, dijo Diagouraga. “Yo los ignoro. Lo que me importa es el trabajo duro”.
Senegal es uno de los países más afectados por el fenómeno de la partida de los hombres. Los senegaleses fueron una de las diez principales nacionalidades que llegaron a Italia durante el aumento de la migración que se registró a mitad de la década. Aunque la migración a Europa ha disminuido drásticamente conforme el nacionalismo ha provocado que algunos países europeos impongan controles más estrictos, las comunidades de África occidental todavía se encuentran afectadas, pues muchos de sus hombres se fueron hace años.
Algunos nunca regresarán, pues murieron mientras cruzaban el desierto o se ahogaron en el mar. Funcionarios locales han señalado que, en años recientes, al menos 130 personas de Koutia y las aldeas circundantes han fallecido en el trayecto.
Muchos migrantes senegaleses provienen de planicies soleadas localizadas cerca de Koutia, en el este, que dependen casi en su totalidad de la producción de cacahuates y un puñado de otros cultivos para obtener ingresos, aun cuando una sequía que ha durado un año no muestra señales de disiparse.
Muchos hombres en edad laboral se han dado por vencidos. El jefe de Koutia calcula que, en poco más de una generación, 200 hombres de los 95 hogares de su aldea han migrado a Europa. Muchos eran el principal sostén de sus familias.
El atractivo de Europa se observa en las aldeas de Senegal. Entre los grupos de casas desvencijadas de ladrillo de adobe, hay también casas hechas de cemento, algunas con dos pisos de altura, pintadas y rodeadas por muros de cemento. Todas se hicieron con dinero enviado por migrantes a sus familias.
Diagouraga y su esposo solían pasar por esas casas de camino a los campos de cacahuate. Veían las antenas satelitales en los techos y a vecinos que usaban celulares iPhone. Más adelante, estaba la brillante mezquita con baldosas y su alto minarete, que, según presumía el jefe de la aldea, se había construido con dinero de los migrantes locales. Algunos aldeanos incluso habían podido comprarse autos.
Mohamed Diawara, el esposo de Diagouraga, había traído un pequeño molino automatizado para moler mijo y maíz con el fin de venderlos. Sin embargo, el combustible que utilizaba era costoso y el dispositivo constantemente se descomponía. La labranza de la tierra también era difícil. Cada cosecha parecía más pequeña que la anterior. Diawara solo tenía un burro para ayudarlo a cultivar la tierra, en tanto que sus vecinos tenían arados sofisticados.
Diawara había estado ahorrando para comprar un nuevo componente para su molino, pero le dijo a su esposa que mejor quería usar ese dinero para pagarles a contrabandistas con el fin de que lo llevaran a Italia.
Ella sabía que era peligroso; tres hombres de Koutia habían fallecido intentándolo ese mismo año. Quédate y nos las arreglaremos, le rogó Diagouraga.
Pero apenas hemos estado sobreviviendo estos años, le dijo él.
“Tiene corazón de hombre”, dijo Diagouraga. “Era difícil decirle que no se fuera”.
Diawara se fue una mañana hace cinco años, justo cuando se escuchaba el llamado a orar. Ella le dio una cobija azul con blanco que le había bordado y después pasó todo el día llorando.
Pasaron cinco meses sin saber nada de él.
“No estaba segura de que estuviera vivo”, dijo Diagouraga. “¿Quizá había perdido su celular? Había escuchado historias de migrantes a los que asaltan. ¿Quizá había muerto en prisión? ¿O en el mar?”.
Estaba ocupada cocinando el día en que por fin llamó. Estaba en Italia, le dijo, y había pasado un infierno para llegar hasta allá. No le dio más detalles, lo importante es que lo había logrado.
Ella le agradeció por arriesgar su vida para ayudar a su familia. Pasaron cuatro meses más antes de que volviera a llamar.
La comunicación entre la pareja se volvió breve y poco frecuente. Finalmente, le envió dinero, el equivalente a 20 dólares. Pasó todo un año antes de que le enviara efectivo de nuevo.
El trabajo en Europa no está garantizado para la gran cantidad de migrantes. En una entrevista telefónica, Diawara dijo que estaba compartiendo una habitación con cuatro hombres más y a veces pasaba días sin comer. Su salario trabajando por día en un equipo de limpieza era muy bajo. No podía pagar el viaje de regreso a casa.
Diagouraga sabía que la vida era difícil para él. Pero ahora, ella no solo estaba manteniendo a sus dos hijos, sino también a familiares de él: varias sobrinas, sobrinos y la madre enferma de Diawara.
Diagouraga, sola con sus pensamientos, a veces se enojaba con su esposo. ¿Y si le estaba siendo infiel en Italia? Trató de no pensar en eso. Al dormir sola en su cama doble con cabecera de madera y una colcha amarilla, extrañaba la intimidad que compartían.
Había pensado en dejar a su esposo, pero lo amaba. ¿Y cómo podía dejar a un hombre que solo estaba tratando de mejorar la situación de su familia?
Algunas mujeres todavía se someten a las reglas de hombres mayores que quedan a cargo mientras sus hijos están en el extranjero. En la aldea de Niaouli Tanoun, donde seis hombres se han ido a Europa, sus esposas se quejaron de que un suegro anciano les había prohibido caminar por ahí libremente, ni hablar de ganar dinero.
Sin embargo, en otros lugares, las mujeres se han unido y vencido. En Magali, las esposas de los migrantes trabajan juntas en el campo, comparten cosechas y se prestan dinero. Las dirige Safy Diakhaby, de 28 años, cuyo esposo se fue a Europa cuando se embarazó hace once años.
Lo había animado a irse. Él le ha enviado a casa suficiente efectivo para construir una vivienda de concreto, pero no para mantener a las 21 personas que viven en su hogar.
Contrató a un grupo de hombres para trabajar en el campo y, como sabía que tal vez se mostrarían reacios a escuchar a una mujer, les cocina el almuerzo como incentivo. Almacena cacahuates para venderlos cuando están fuera de temporada y comienzan a escasear. Ella comparte su abundancia con otras mujeres en problemas.
“Si no nos ayudamos, todas sufrimos”, comentó Diakhaby.
Khadijah Diagouraga descansando después de acarrear agua de un pozo cerca de su casa en la aldea de Koutia, Senegal, el 11 de junio de 2019. (Laura Boushnak/The New York Times).