El verano antepasado, el Barcelona tomó el tipo de decisión empresarial que pocos —si es que alguno— habrían notado, fuera del mundo relativamente especializado de la mercadotecnia deportiva.
Desde 2001, el Barcelona había subcontratado a Nike, el patrocinador del uniforme del equipo, para que se encargara de su operación de mercadotecnia. Por medio de una filial, Nike dirigía tres tiendas oficiales del Barcelona y quince tiendas autorizadas, además de supervisar a unos 328 distribuidores autorizados. Los productos de la marca que vendían eran alrededor de 7000 artículos: ropa, tazas y todo tipo de chucherías variadas.
El contrato de Nike terminó el verano de 2018 y, en vez de renovarlo, el Barcelona formó su propia empresa —con el título conciso de Barça Licensing & Merchandising— para que se hiciera cargo. Según el club, la maniobra iba a permitir “un mayor rendimiento económico y un control directo de la marca”.
Fue una decisión inteligente. El 13 de enero, la firma de contabilidad Deloitte confirmó que, en el transcurso de la temporada 2018-2019, el Barcelona había generado más ingresos que cualquier otro club: 936 millones de dólares, un incremento de 166 millones de dólares en comparación con el año pasado, casi un 18 por ciento más.
Deloitte le atribuyó ese crecimiento “en esencia a la decisión de hacer que la operación de mercadotecnia y concesión de derechos fuera interna”. Por primera vez, el Barcelona superó al Real Madrid y al Manchester United como el equipo de fútbol más rico de la tierra.
Este no es el único aspecto en el que el Barcelona va a la cabeza. Después de ganar el título español los últimos dos años, esta temporada el equipo del entrenador Ernesto Valverde estaba de nuevo en lo más alto de la liga. El Barcelona también había calificado con tranquilidad en su grupo de la Liga de Campeones, sin perder ni un solo partido, por lo que entró arrollando a los octavos de final. Según la mayoría de las métricas, es un club con buena salud.
Sin embargo, no mucho después de que Deloitte publicó sus hallazgos el 13 de enero y tras varias horas de rumores turbulentos, Valverde fue despedido.
A primera vista, la destitución de Valverde —y la contratación de Quique Setién, un esteta declarado, como su remplazo— simplemente es una prueba más de que en el Barcelona no solo importa el éxito, sino también el estilo. La posición del Barcelona en la cima de La Liga disfraza no solo la fragilidad del equipo esta temporada —perdió tres partidos y empató cuatro más, la mayoría contra una oposición deslucida—, sino también lo mundano que se ha vuelto, incluso en la victoria.
Ha habido grandes momentos —aplastaron al Sevilla 4-0 en casa; dieron una clase maestra en contra del Mallorca en noviembre— inspirados, prácticamente en todas las ocasiones, por la genialidad incesante de Lionel Messi. No obstante, se volvió un artículo de fe entre los aficionados del Barcelona (y en cierto grado entre sus jugadores) que, aunque Valverde ganaba, no lo hacía de la manera adecuada.
El flujo de talento de la academia juvenil del club ha sido más lento (de nuevo, salvo un par de excepciones). Buena parte del tiempo, el equipo ya no deja sin aliento; peor aún, a menudo ha dado la impresión de que en realidad no intenta hacerlo.
Por supuesto, fue todavía peor cuando Valverde no ganó, a como diera lugar. Pasar con comodidad la etapa de grupos de la Liga de Campeones está muy bien y todo, pero no funcionó en absoluto para exorcizar los fantasmas del Stadio Olimpico —donde el Barcelona desperdició una ventaja de 4-1 contra la Roma en los cuartos de final de 2018— ni, de manera más relevante, de Anfield, donde el Liverpool pasó por encima de Messi y sus compañeros en las semifinales del año pasado.
Hubo quienes esperaban que Roma fuera el fin para Valverde; pocos imaginaban que, después de Liverpool, obtendría un indulto más, otra oportunidad para redimirse. En cierto grado, la sorpresa fue que pasaron seis meses y una derrota frente al Atlético de Madrid en las semifinales de la Supercopa de España, un torneo que no ocupa el primer lugar en la lista de prioridades de nadie, antes de que el Barcelona decidiera que no podía arriesgarse a padecer una tercera primavera consecutiva de desesperanza.
En la era de los superclubes, el Barcelona no es el único que se mide no por cómo le va en su país, sino por su fortaleza en Europa —y, ahí, sin ningún lugar a dudas, Valverde se ha visto deficiente—, ni tampoco está solo, en palabras de Pep Guardiola, en eso de ser un lugar donde “ganar no es suficiente”.
Para la mayoría de los equipos en el horizonte mundial, la Liga de Campeones es la prueba de fuego para la grandeza, una competencia entre verdaderos iguales, el escenario sobre el cual no solo consolidas tu estatus, sino que obtienes nuevos aficionados, te expandes a nuevos mercados. Las victorias sirven para lograrlo, claro está, pero también el espectáculo: el conocimiento adquirido es que, como mínimo, las audiencias no solo deben quedar impresionadas de manera constante, sino también cautivadas.
Algo único del Barcelona, más que de cualquier otro club, es que establece estándares según los cuales ahora se juzga a todas las grandes potencias del fútbol. Entre 2008 y 2012, Guardiola no convirtió al equipo de su ciudad natal en el equipo más admirado y, se podría decir, más popular del mundo tan solo por haber ganado dos Ligas de Campeones y tres títulos de España. Lo hizo porque convirtió al Barcelona en un símbolo de belleza, sofisticación y estilo.
Sobre todo eso es lo que Barça Licensing & Merchandising está estampando en bufandas, tazas y chucherías, y está vendiendo en todo el mundo: no un escudo ni un logotipo, no el éxito de ahora, ni siquiera el estilo de ahora, sino el sentido de lo que en teoría representa el Barcelona. Ese equipo de Xavi Hernández, Andrés Iniesta y, por supuesto, Messi no definió esos valores, sino que los personificó.
Ese es el flujo de ingresos que el Barcelona quería manejar de forma interna: los recuerdos. Resulta que es un negocio lucrativo, pero también una carga considerable. Como todos los superclubes, el Barcelona debe ganar. Como todos los superclubes, debe ganar con estilo o al menos con algo que se pueda hacer pasar por estilo. Sin embargo, a diferencia de todos los demás, el Barcelona debe estar a la altura —en su propia mente y en la de sus aficionados— de una imagen muy específica de lo que fue apenas unos cuantos años atrás. Debe hacerlos sentir como se sentían en aquel entonces.
Valverde pasó el primer obstáculo. Se cayó en el segundo. No estuvo ni cerca de superar el tercero. Hasta cierto punto, no fue su culpa: Xavi e Iniesta se fueron hace mucho tiempo. Messi sigue, claro está, tan maravilloso como siempre, pero se ha sentido cada vez más decepcionado a nivel institucional: por los reclutamientos desorientados y casi fortuitos de jugadores, por los nombramientos de entrenadores poco inspiradores y por una escuadra envejecida, a veces distraída y a menudo sobreempoderada, además de un consejo de administración que no tiene una visión clara de la dirección hacia donde se dirige el club, al menos en el campo.
Tal vez a Setién le vaya mejor. Es evidente que parece un candidato más natural —mientras Valverde siempre ha sido un pragmático de corazón, su sucesor ha pasado su carrera, como lo pone El País, “adorando un balón”—, aunque sus credenciales son extrañamente pobres para ser el entrenador del equipo más grande y ahora más rico del mundo.
Con Valverde, el Barcelona tuvo algo parecido al éxito. El club ha ungido a Setién como el hombre que restaurará el estilo. Por supuesto, no es imposible tener ambos al mismo tiempo, pero eso no es lo que realmente está buscando el Barcelona. En verdad, eso no definirá si Setién es un éxito o un fracaso. El Barcelona quiere, más que nada en el mundo —lo que el nuevo entrenador debe hacer para que el club se sienta completo de nuevo—, que el presente sea justo como el pasado.