ALEPO, Siria — Las mujeres del este de Alepo rara vez eran visibles antes de la guerra, pero ahora le dan forma a la amarga paz.
En los distritos pobres y conservadores de la antigua capital comercial de Siria, muchas mujeres casi nunca salían de su casa, y solo lo hacían con sus esposos en todo caso; los hombres no solo proporcionaban el dinero para la comida, sino que también salían a comprarla.
Después llegó la guerra civil.
Más de ocho años de masacre han condenado a una generación de hombres sirios a morir, estar en prisión o vivir vidas precarias como refugiados. Ahora que gran parte del país está de nuevo bajo el control del gobierno, pero devastado hasta resultar irreconocible, el progreso depende de las mujeres que quedaron atrás y en parte son sobrevivientes, están de luto o se encargan de limpiar el desastre.
Las abuelas están criando a sus nietos huérfanos. A las mujeres solteras les preocupa que nunca encontrarán esposos. Las viudas apoyan a las familias afectadas por las pérdidas que alguna vez parecieron insoportables, y que ahora el mundo trata como un asunto rutinario.
En muchos casos, las mujeres se están yendo de su casa por voluntad propia y trabajando por primera vez, a medida que las viejas costumbres sucumben ante las realidades extremas de la guerra y una economía colapsada. No es nada nuevo en las grandes ciudades como Damasco, la capital, pero sí es una transformación veloz para algunos de los rincones más tradicionales de este país social y religiosamente conservador.
“Antes las mujeres tenían miedo de todo”, dijo Fatima Rawass, de 32 años, quien abrió un salón de belleza para mujeres con velo en mayo, tres años después de que murió su esposo en la guerra. “Pero ahora no hay nada que temer”.
‘Un camino muy largo y difícil’
Rawass jamás había conocido a ningún hombre que no fuera miembro de su familia inmediata cuando, a los 19 años, se enteró de que estaba comprometida con un primo, dice. Nadie se lo había consultado. Necia y con una lengua mordaz que más tarde le valdría una reputación como la alborotadora del vecindario, les informó a sus padres que no estaba interesada.
“Puedes negarte si no te gusta”, por fin tuvo que decirle su madre. Después su prometido comenzó a llamarla tres veces al día. Para cuando se casaron, estaba enamorada.
Después de que se asentaron en el este de Alepo, dijo Rawass, salía de la casa con tan poca frecuencia que podía usar zapatos de tacón debajo de su abaya —la larga túnica negra que usan muchas mujeres musulmanas conservadoras— todo el día. Era casi lo mismo en otras partes conservadoras de Siria, donde la mayoría es musulmana suní y algunas minorías religiosas: su esposo compraba abarrotes en la tienda y se encargaba de los mandados. Ella cuidaba a los niños.
En 2012, el conflicto entre los rebeldes del este de Alepo y las fuerzas gubernamentales en el oeste dividió la ciudad en dos. Para cuando el gobierno recuperó la zona a finales de 2016, después de cuatro años de masacres incansables, el este de Alepo quedó casi pulverizado. El ímpetu de la guerra se inclinó de manera irreversible a favor del gobierno.
Rawass le rogó a su esposo que escaparan, pero él insistió en que se quedaran a resguardar su taller de carpintería. Se rehusó a unirse a los rebeldes, quienes terminaron por enviarlo a prisión.
Quince días después, los niños estaban hambrientos y, con la inquietud que recorría sus venas, Rawass decidió salir a comprar un poco de leche por primera vez. Afuera caían las bombas y los proyectiles del gobierno, y algunos tenían como blanco los hospitales; los francotiradores acechaban las calles. Más tarde recordó que fue “un camino largo y difícil”, el primero de muchos.
Para pagar con el fin de que su esposo saliera de la cárcel, vendió todo lo que pudo, aceptó trabajos de costura y pidió prestado.
“Espero morir antes que tú, porque eres más fuerte que yo”, recordó que él le dijo un día en julio de 2016, después de su liberación.
Al día siguiente, escucharon explosiones. Cuando su esposo corrió afuera, los fragmentos de metralla que se proyectaban en el aire lo asesinaron al instante.
Rawass dijo que poco después se deshizo de las zapatillas que había usado incluso durante la guerra.
Caminó a la tienda pasando por calles que aún no conocía, evadiendo las miradas de los varones extraños. Caminó al consultorio del médico que le dio un tratamiento para el cansancio y la depresión, y también a la escuela de belleza donde, a la postre, comenzó a tomar clases. Ahorró dinero y obtuvo un préstamo de la Media Luna Roja. Además, en mayo, abrió un salón de belleza en su habitación ubicada en el primer piso, parcialmente destrozada, y colgó un letrero con su nombre.
Rawass se había enamorado de nuevo, dijo, pero no se atrevió a desafiar la prohibición de su padre de casarse de nuevo; él creía que una viuda debe dedicarse a sus hijos, y solo a sus hijos. Si desobedecía, él podría llevárselos.
Si tan solo no tuviera hijos, a veces pensaba. Entonces solo tendría que preocuparse por ella misma.
Pero tenía su trabajo, y eso la ayudaba a olvidarlo todo.
“Solo de noche recuerdo todas las cosas malas que ocurrieron”, comentó.
‘No hay hombres’
Unas cuantas horas al sur de Alepo, en la ciudad costera de Latakia, Lekaa al-Shaekh y su prometido estaban siendo fotografiados adentro del salón de bodas con temática del antiguo Egipto donde se habían conocido, y donde —¡finalmente!— se casarían. Posaron sobre un sofá blanco iluminado de color rosa neón y coronado con flores blancas falsas, una fantasía de bodas fluorescente.
“He estado esperando mucho tiempo para sentarme en este sofá”, dijo, poniendo los ojos en blanco.
Ella y sus amigas solían esperar mucho de sus futuros esposos. Tradicionalmente, los novios sirios pagaban el precio de la novia: un auto, una casa y efectivo en Latakia; un kilogramo de joyas de oro en Alepo.
Después llegó el conflicto, y Latakia, una zona dominada por los alauitas, una secta religiosa minoritaria respaldada por el presidente Bashar al Asad, envió a miles de jóvenes a la batalla. En toda Siria, la economía se desplomó. Al-Shaekh, de 34 años, decidió que no podía soportar los estándares de antes de la guerra.
“Hay muy pocos hombres; ahora ese es el problema”, explicó. “Algunas de mis amigas están esperando que los hombres les den todo, pero es difícil. Después de todo estamos viviendo una guerra”. (Se apresuró a agregar que eso no significaba que no hubiera aceptado a su prometido, un soldado a quien describió como alguien amable, guapo y responsable).
Les aconsejó a sus amigas solteras que hicieran concesiones ante el estado de emergencia, pero muchas siguieron sintiéndose decepcionadas. Algunas habían recurrido a añadir a extraños que parecieran estar en edad casadera en Facebook, una estrategia inusitada antes de la guerra. Incluso les había funcionado a algunas.
Era poco común encontrar a una mujer soltera que no explorara sus opciones con algo de desolación.
“No hay hombres en Siria”, dijo Afraa Dagher, de 36 años, una habitante de Latakia que dijo que tenía muchas amigas que se encontraban en la misma situación perpetuamente solitaria. “A mi edad, todos son mártires o soldados”.
¿Cómo conocía hombres ahora?
“No lo sé”, dijo, con una sonrisa breve y cansada. “Se lo dejo a Dios”.
‘Vengo a escapar’
La tarjeta de presentación de Paro Clothes afirmaba que el taller de prendas de Alepo era “diferente y moderno”, y su propietaria también lo era. Paro Manoukian, de 44 años, era una mujer cristiana armenia en una industria dominada por hombres. En su sede sin ventanas dentro de un sótano, el calor de junio había provocado que solo usara una blusa roja, lápiz labial rojo, uñas rojas y muchas joyas de oro.
Manoukian abrió el taller después de divorciarse en 2011. La mitad de su fuerza de trabajo exclusivamente conformada por mujeres había perdido a sus esposos, hermanos o hijos en la guerra. Algunas decenas de ellas trabajaban en casa, poniéndoles volantes a las prendas; tres más trabajaban en la parte de atrás, protegidas de la mirada de los hombres gracias a una cortina azul de plástico.
“Pedí el divorcio, pero estoy segura de que, si me casara ahora, mi esposo querría el divorcio porque trabajo todo el día”, dijo Manoukian, riendo con voz ronca.
En la parte de atrás, tres empleadas charlaban sobre sus problemas —el dinero, los hombres y los niños— mientras tomaban la ropa entre sus dedos. Trataban de no hablar demasiado sobre las personas que habían perdido.
El esposo de Hayat Kashkash le había prohibido que trabajara, pero después de que su salario gubernamental ya no era suficiente debido a los precios al alza del año pasado, Kashkash, de 53 años, buscó un trabajo sin pedir permiso.
“Encontré un empleo”, le dijo. “Voy a trabajar”.
“Muy bien”, le respondió. “Ve”.
Era tanto una carga como un triunfo.
“Ahora debo cocinar, lavar, limpiar, cuidar a los niños y, además, trabajar”, comentó. “Antes de salir de la casa, debo limpiarla. Después del trabajo, llego a casa y cocino”.
Pero con dos hijos en el Ejército, quería mantenerse ocupada.
“Vengo a escapar”, comentó.
“Estoy aquí para escapar de mis hijas”, dijo Fatima Kelzy, quien estaba pegando pompones con silicón caliente en una camiseta, mientras un cigarro colgaba de un extremo de su sonrisa brillante. Todas rieron. Ella era la bromista, la que se levantaba y bailaba cuando necesitaban sentirse animadas.
Se casó a los 11 años, y jamás había imaginado ninguna otra ocupación más que la de ama de casa. Ahora, a sus 44, era una viuda empleada con seis hijas solteras a las cuales debe alimentar.
“De hecho, estoy trabajando por mis hijas”, dijo, de pronto seria, “porque soy mamá y papá”.
Paro Manoukian en su negocio de prendas en Alepo, Siria, el 23 de junio de 2019. (Meridith Kohut/The New York Times).