El Hospital General de Watford está a un par de minutos a pie, no más, del Vicarage Road, la sede prolija pero ligeramente desgastada de la selección representante de la ciudad en la Premier League. Si sales desde la tribuna Graham Taylor y atraviesas el estacionamiento, estarás en el terreno del hospital.
Vicarage Road, como casi todos los estadios del mundo —excepto, extrañamente, por los que están en Bielorrusia— está cerrado e inactivo, y su silencio lo vuelve solo uno más del sinfín de monumentos en la suspensión general de la vida cotidiana en la época del coronavirus. En contraste, el hospital, como casi todos los hospitales del mundo, básicamente está en estado de guerra. Hasta el jueves, ahí ya han ocurrido cuatro muertes atribuidas al coronavirus, conforme el Reino Unido se prepara para el punto álgido y la oleada de casos.
Por eso, tenía todo el sentido del mundo que el club de fútbol de la ciudad ofreciera el uso de su estadio al hospital de la ciudad cuando lo que más necesita —al igual que todos los centros médicos que enfrentan la crisis— es espacio vacío. Vicarage Road podría proporcionar salas de reuniones, organizar cursos de capacitación, almacenamiento, centros de cuidado infantil… lo que necesite el hospital. “Lo que se requiera”, dijo Scott Duxbury, director ejecutivo de Watford.
Ha habido innumerables gestos como el de Watford en las últimas dos semanas, lo cual permite ver la amabilidad, la empatía y el cuidado que dirige a la sociedad un deporte que con —demasiada— frecuencia es acusado de existir dentro de una burbuja de autocomplacencia y prepotencia.
Han sido gestos de los clubes; el Manchester United y el Manchester City, que se unieron para hacer un donativo a un banco local de alimentos; el Brighton, que ofreció boletos gratis a los trabajadores del sector salud una vez que se acabe la crisis y se reanuden las actividades deportivas. Casi todos los equipos han usado su presencia en las redes sociales para transmitir el mensaje de quedarse en casa.
Las contribuciones también han venido de jugadores y entrenadores. Pep Guardiola, Lionel Messi, Cristiano Ronaldo y Robert Lewandowski han donado grandes sumas de dinero a hospitales o a centros de investigación para ayudar a combatir el virus.
Hay más, muchos más, demasiados para incluirlos en una lista y, sobre todo, por temor a olvidar alguno. Los jugadores del Borussia Mönchengladbach y el Leeds United han aceptado recortes voluntarios a su salario para asegurar que otros miembros del personal reciban sus pagos. El West Bromwich Albion es uno de varios equipos que han prometido seguir pagándole al personal interino, que trabaja en el estadio en los días que hay partido, aunque ahora no haya partidos en los cuales trabajar.
La respuesta a esto, desde luego, es que es lo menos que puede hacer el fútbol. Después de todo, es un deporte con mucho dinero, un deporte tan rico —por lo menos en sus niveles más altos— que puede desperdiciar cientos de millones de dólares en cuotas a los agentes, descartar salarios millonarios como malas inversiones y recompensar la mediocridad (relativa) con riquezas que duran varias vidas.
Sin embargo, los deportes no son la única industria en la que eso es verdad. Phil Neville, ahora gerente del equipo femenil de Inglaterra, alguna vez comentó que solo el fútbol tenía la presión de ayudar en épocas de crisis; jamás se exigía lo mismo del sector financiero, por ejemplo, donde la remuneración puede ser igual de lucrativa.
Por lo menos en el Reino Unido, a veces hay una tendencia de comparar cuánto ganan, digamos, las enfermeras y los soldados, y los jugadores de fútbol, en vez de —por ejemplo— los actores, los músicos o las estrellas de televisión. Básicamente, todos son parte de la industria del entretenimiento, pero algunos, según los juicios de la gente, son más merecedores de su riqueza que otros. (No debe resultar sorprendente que los futbolistas, en su mayoría provenientes de la clase trabajadora, sean los mal vistos).
Esa perspectiva es válida, pero hay una diferencia crucial. El fútbol —quizá más que cualquier otro deporte— se vende, en parte, con base en su conexión con la comunidad. Los clubes hacen todo lo que pueden para enfatizar que son más que negocios, que su propósito va más allá del capitalismo, que son a la vez empresas de creación de contenido prósperas y rentables, e instituciones sociales prestigiosas.
Todos los clubes tratan de vender la idea de que su ubicación es parte de su identidad, y que, al apoyarlos, estás siendo parte de esa identidad. Lo hacen así no solo porque, alguna vez, fue más o menos cierto, sino porque esa es la razón por la que seguimos regresando a ellos.
Es la línea que divide a los clientes de los aficionados, y un aficionado es un generador mucho más constante de flujo de efectivo. Los bancos tienen clientes. Los estudios de producción tienen clientes. Son solo negocios. Los clubes son distintos. Los clubes son más que eso. Los clubes tienen identidades y significado, y por eso tienen aficionados.
Aunque ponen a prueba ese vínculo mucho más a menudo de lo que deberían en circunstancias ordinarias —con precios exorbitantes, una falta sorprendente de rendición de cuentas, un menosprecio asombroso y muy frecuente de las opiniones de los aficionados— en momentos como el que vivimos actualmente es cuando esperamos ver los beneficios de ser parte de esa ilusión.
En momentos como estos esperamos que los clubes no se comporten como negocios, que hagan más, que vayan más lejos, que hagan honor a su propia descripción de instituciones sociales, parte del tejido de una comunidad. Ahora es cuando esperamos que demuestren que se preocupan por nosotros —”nosotros” en el más amplio sentido posible— tanto como nosotros nos preocupamos por ellos. Estos son los momentos en que el fútbol tiene la oportunidad de demostrar que no todo es gozo. Esperemos que pueda seguir cumpliendo con su propia retórica.
Dónde estamos en este momento
Como es de esperar, pasará un tiempo antes de que el fútbol tenga un plan claro de cómo y cuándo podrá reanudarse. Después de todo, por primera vez en mucho tiempo, las autoridades del deporte se han dado cuenta de manera generalizada de los límites de su propio poder. No tienen el control en este momento. Lo más importante es que están conscientes de los límites de su propia importancia.
La semana ha traído el comienzo de conversaciones que son complejas e intrincadas, y seguramente durarán un rato; se trata de los primeros intentos para enfrentar una pregunta que no tiene una respuesta correcta.
Hasta ahora, la principal conclusión es que la mayoría de las ligas varoniles en toda Europa están dispuestas a terminar sus temporadas actuales. En Alemania, la DFL —el organismo que dirige la Bundesliga— ha señalado que consideraría jugar a puerta cerrada con el fin de llegar a una conclusión. En Italia, el presidente de la federación italiana ha dicho que consideraría extender la temporada hasta agosto. Ambos dijeron, de manera relevante, que todo eso depende de lo que sea mejor para la salud pública.
En una conferencia telefónica el martes —el primer acto de uno de los grupos de trabajo establecidos por la UEFA para tratar de encontrar una solución— las ligas del continente reiteraron el deseo de terminar para el 30 de junio, aunque es vital señalar que esta es solo una ambición. Si no es viable, se está considerando una contingencia para extender la temporada.
En Inglaterra, la Liga Nacional —la competencia en gran medida semiprofesional debajo de los cuatro niveles profesionales— tiene la intención de terminar toda su temporada tan pronto como sea posible. Aún no está claro cómo se verían afectados los ascensos y los descensos (los equipos ascienden de la Liga Nacional a la Liga del Fútbol), pero sus decisiones quizá establezcan un precedente para el resto del país.
Mi postura sigue siendo la misma: cancelar esta temporada o posponerla hasta que sea seguro continuar da precisamente lo mismo en cuanto a los aspectos morales y prácticos de la pandemia. Una es una respuesta más considerada y seria que la otra. Aún no es necesario tomar decisiones.
Sin embargo, lo más preocupante es lo que quizá le ocurra al fútbol femenil. En Europa, los equipos dependen en gran medida de sus equipos varoniles afiliados para obtener financiamiento, así que cada vez resulta más preocupante que los programas femeniles sean los primeros en ser sacrificados en cuanto los clubes comiencen a sentir el golpe de los ingresos perdidos.