BOGOTÁ, Colombia — María Alexandra Marín vive con su gato Marx y dos perros en un pequeño departamento de un barrio de clase obrera en Bogotá, la capital de Colombia. Tiene una vista envidiable de los Andes, la brisa sopla por las noches y un patio donde toma fotografías de la luna. Hace poco adoptó otro gatito.
Pero detrás de esa vida tranquila hay una gran turbulencia.
Marín, de 29 años, conocida por muchos como Paula, que era su nombre de batalla, forma parte de los miles de excombatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) que se retiraron a la vida civil luego de la firma del acuerdo de paz de 2016 que marcó el final del conflicto armado más largo de América. Por su actuación en ese acuerdo, Juan Manuel Santos, quien en ese entonces era el presidente del país, fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz.
No obstante, casi cuatro años después, el acuerdo está en riesgo. Cientos, si no es que miles de combatientes, han regresado a las montañas, decepcionados por la vida civil o enojados porque el gobierno no ha cumplido sus promesas relacionadas con las carreteras, las escuelas y la energía eléctrica. Siguen estando presentes la mayor parte de los problemas subyacentes que dieron origen a la revolución izquierdista de las Farc, a saber, la desigualdad en Colombia. Aproximadamente, 200 excombatientes han sido asesinados desde que se firmó el acuerdo, al parecer, como venganza de los años en que hicieron la guerra.
Durante el conflicto, murieron más de 200.000 personas: más de 30.000 en manos de las organizaciones de izquierda como las Farc, y otras 90.000 en manos de los grupos paramilitares rivales.
Marín, al igual que muchos antiguos militantes que se abren camino hacia la vida civil, permanece en un tercer espacio social y político, viviendo entre la paz y la guerra, entre su identidad como combatiente y esta nueva persona que está intentando moldear.
“Fue una necesidad”, comentó Marín acerca del acuerdo de paz de 2016. “Porque la guerra duró 50 años, y nosotros seguíamos matando a los mismos de siempre. Y porque nos dimos cuenta de que no íbamos a solucionar nada con las balas”.
Pero ahora no sabe cuánto tiempo va a durar el acuerdo, o como resistirá ella como civil.
Marín nació en la ciudad de Tuluá, en la parte occidental de Colombia, a las afueras de Cali. Su madre, quien era ama de casa, tuvo siete hijos. Marín fue la menor y la única mujer. Su padre era propietario de un mercado de frutas.
No eran ricos, pero tampoco demasiado pobres.
Cuando era niña, quería ser oficial de policía y le atraía el poder. “Me gustaba esa idea de tener autoridad”, afirmó. Cuando tenía 8 años, el gobierno hizo una redada en su casa después de descubrir que su hermano estaba en las Farc.
Entonces la familia huyó, primero a una granja y luego a un pueblito, y pasó los años siguientes escapando de la policía, del Ejército y de los grupos paramilitares. Empezó a pensar que las Farc eran “los buenos” después de haberlos visto siempre como “los malos” en su infancia.
A los 12 años, la relación con su padre había fracasado. Él era dominante y maltratador y ella era desafiante y directa. “En mi casa se hacía lo que decía mi padre porque él era la autoridad”, comentó. Marín no le dirigió la palabra durante tres años.
Cuando tenía 15 años y estaba a punto de graduarse de la secundaria, contempló tres posibilidades para su futuro: una vida con un hombre como su padre, una vida involucrada en las drogas o la vida con la guerrilla.
Eligió irse con los rebeldes. Mirando en retrospectiva, señaló, sin duda alguna se trataba de una evasión feminista.
Encontró un empleo durante la temporada navideña y cuando le pagaron, tomó su dinero y se fue a vivir con su hermano. Poco tiempo después, llegó al pueblo un líder muy conocido de las Farc y ella se fue con él para unirse a la guerrilla, donde sabía que las mujeres eran comandantes y usaban armas.
En un campamento del sur de Colombia, Marín se adaptó a una rutina de estudio, de entrenamiento y de combate. Empezó a adherirse más plenamente a la ideología de las Farc.
“Se trataba de la idea de que Colombia podía vivir mejor, que no estaba bien que en este país, con tanta riqueza, con tantos recursos para sobrevivir, hubiera gente que se fuera a dormir sin haber comido”.
“Todos pensábamos que tomaríamos el poder”, señaló.
Con el fin de lograrlo, las Farc no solo entraron en combate, sino que también perpetraron secuestros y participaron en el tráfico de drogas.
A principios de la primera década del año 2000, el gobierno comenzó a inundar con soldados el sur del país y, finalmente, Marín se convirtió en paramédico y atendía a los combatientes a unos cuantos metros de los frentes de batalla.
Su comandante en ese tiempo, Eloísa Rivera Rojas, alias Liliana, recordó que esto implicaba vivir “a la mitad entre la vida y la muerte”.
Marín se unió al equipo de medios de comunicación de la organización y tomó las fotografías y los videos que se publicaron en las redes sociales y les presentaron a las Farc al resto del mundo.
En 2016, las Farc y el gobierno firmaron un acuerdo, incluso cuando este fue rechazado por escaso margen en un referendo a nivel nacional.
“Confieso que estaba angustiada”, comentó Marín. No porque no quisiera la paz ni pensara que no funcionaría, sino que las Farc eran su familia, y no tenía con quién regresar. “Para mí, como mujer y como combatiente, era difícil dejar de vivir en comunidad”.
Se mudó a Bogotá, una ciudad con ocho millones de habitantes, donde pasó unos diez meses viviendo en un motel, pagado por un fondo del gobierno respaldado por organismos internacionales y por el sector privado.
En ocasiones, tenía tan poco dinero que se escabullía en el teleférico de la ciudad por no poder pagar el pasaje.
“Ha sido difícil para todos, pero en especial para ella”, señaló Victoria Sandino, una excombatiente y actual senadora que conoció a Marín más o menos en 2016.
En las Farc, no se permitía que las combatientes tuvieran hijos y mensualmente les administraban inyecciones anticonceptivas.
Según Sandino, después del acuerdo, hubo una explosión de nacimientos entre las combatientes. Desde su punto de vista, muchas de esas mujeres se adaptaron con mayor rapidez a su nueva vida, y se arraigaron con sus nuevas familias.
Pero Marín nunca había querido ser madre, comentó.
Hace algunos meses, gracias a las habilidades informativas que aprendió en las montañas, comenzó a trabajar para Sandino y se convirtió en la fotógrafa, la productora de videos y la diseñadora de imagen de la senadora.
Esto le da un propósito en su vida, afirmó, y es feliz por el momento.
“Bueno, no feliz”, corrigió, “Estoy tranquila… y preocupada en cuanto a la política”.