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Opinión: Lo que perdemos cuando salimos del salón de clases y entramos a Zoom

Opinión: Lo que perdemos cuando salimos del salón de clases y entramos a Zoom
Lo que perdemos cuando salimos del salón de clases y entramos a Zoom. (Bianca Bagnarelli/The New York Times)

Cuando la vida era normal, mis estudiantes y yo nos reuníamos en salones de clase.

Mis favoritos son los pequeños y acogedores donde nos sentamos de frente alrededor de una mesa de seminario y la conversación fluye con facilidad. Los grupos de tamaño mediano se reúnen en un aula cuadrada con ventanas a lo largo de un costado. Más o menos por esta época del año, hace un calor insoportable por la tarde, a medida que entra la luz primaveral. Mis alumnos se encorvan soñolientos en esos incómodos mesabancos, dispuestos en hileras desordenadas, mientras yo camino en la parte frontal del aula, tratando de despertar su interés en algún tema antropológico oculto. En ocasiones tengo éxito. Las clases introductorias se imparten en un salón de conferencias grande y, desde mi perspectiva privilegiada al fondo del salón, veo hileras de estudiantes sentados organizadamente ante mí. Hace poco empecé a utilizar gafas oftalmológicas para poder distinguir sus rostros, que habían empezado a verse borrosos a consecuencia de mi entrada a la mediana edad.

Cada tipo de aula presenta distintos desafíos y placeres, pero todos tienen una cosa en común. En estas aulas, los estudiantes son iguales entre sí en apariencia. Se sientan en las mismas sillas.

Ahora hemos perdido nuestros salones de clase y me temo que, con ellos, también perdimos algo vital.

En la entrada del edificio del campus de Queens College en Flushing, Queens, donde he impartido clases durante 14 años, lo primero que veo es una cita de la crítica cultural bell hooks: “La academia no es el paraíso. Pero el aprendizaje es un lugar donde se puede crear el paraíso”. En el libro del que se han tomado estas palabras la autora continúa: “El aula, con todas sus limitaciones, sigue siendo un lugar de posibilidades”.

Cuando la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY, por su sigla en inglés) cerró sus campus, empecé rápidamente a convertir en videos las conferencias restantes de mi curso de Introducción a la Antropología Cultural que tiene 130 alumnos inscritos. Con el cambio radical de horarios, un acceso limitado a las computadoras, wifi intermitente y otros obstáculos, las clases virtuales simultáneas para grupos de este tamaño son imposibles. Los estudiantes ahora pueden ver mis conferencias en sus teléfonos.

En el grupo reducido de mi seminario, usamos la plataforma de Zoom para recrear la experiencia del aula lo más posible. Mientras hablamos sobre nuestras lecturas, observo los carteles, las fotografías y los tapices que decoran las paredes de mis estudiantes. Observo a sus parejas y mascotas moviéndose como sombras en el fondo. Veo áreas de trabajo improvisadas en espacios estrechos e incómodos. Cuando un estudiante abre su micrófono para hablar, escucho ruidos de fondo que distraen.

Con frecuencia, estas intimidades de Zoom son entrañables y, en ocasiones, agradezco las extrañas e inesperadas formas en que este periodo de aislamiento forzoso trae nuevos tipos de cercanía con los demás. Me gusta saber que un estudiante bebe té de una gran taza de cerámica, mientras que otro parece tener buena mano con las plantas de interior, pero también soy consciente de que estos vistazos a los hogares de mis alumnos violan el contrato implícito del aula, donde los estudiantes tienen cierto control sobre los aspectos de sus vidas que se ven fuera de la escuela.

No es que el salón de clases esté siempre aislado del mundo exterior… tampoco debería estarlo. Cuando los estudiantes exponen sus diferentes experiencias de vida durante nuestros debates, hacen conexiones profundas y presentan ideas abstractas vívidamente concretas. Una de mis partes favoritas de la enseñanza es ver a los estudiantes relacionar los conceptos que enseño con las vidas que llevan. A menudo siento que mi papel principal es proporcionarles un vocabulario para pensar en lo que ya saben y expresarlo en palabras.

A veces su vida personal se filtra en el aula de maneras menos gratas. Un estudiante se disculpa por quedarse dormido en clase; ha aumentado las horas de su trabajo nocturno como conductor de Uber porque su padre fue despedido. Otro falta a clases, y más tarde explica que tuvo que fungir como intérprete de su madre en su cita con el médico. Una estudiante pide permiso para tener su teléfono sobre el escritorio durante la clase y poder recibir los mensajes de su hijo, que está en casa enfermo. Otra entra a mi oficina llorando, preocupada por la posibilidad de reprobar mi curso. No ha podido estudiar desde que su familia fue desalojada de su apartamento.

Estos son sucesos comunes cuando uno imparte clases en una escuela pública, como Queens College. Ahora se presenta la pandemia, que revela y empeora las desigualdades en nuestra ciudad y nuestro país, provocando que las personas de color de menores ingresos —la mayoría de los estudiantes de CUNY— sean más vulnerables en términos de salud y sustento. Lo veo claramente en mi bandeja de entrada, que ha sido inundada con correos electrónicos de estudiantes que están enfermos o cuidando a familiares afectados. Un estudiante se perdió un examen porque tuvo que llevar a su abuela al hospital; unos días después me escribió para decirme que había muerto. Algunos estudiantes trabajan más horas como “trabajadores esenciales”, mientras que otros se han quedado sin trabajo. Los que más me preocupan son aquellos de los que no he tenido noticias.

La igualdad en el salón de clases es una ficción… sería absurdo sugerir lo contrario. Es dolorosamente evidente que solo algunos de mis estudiantes tuvieron el beneficio de una sólida educación preparatoria. Otros empiezan la universidad sin tener una preparación adecuada en aspectos fundamentales de lectura y escritura. Muchos son inmigrantes que batallan con el inglés académico y se pierden las referencias culturales que harían nuestras lecturas más accesibles. La raza, el género, la clase, la sexualidad, el estatus migratorio y otros factores determinan quién se siente seguro de hablar en clase y quién tiene miedo de decir algo equivocado.

Cuando fingimos que esas desigualdades no existen, dejamos que persistan sin ser cuestionadas, pero como otros sueños utópicos, la ficción de la igualdad (cultivada por esas habitaciones genéricas con mesabancos uniformes) también tiene su valor.

A diferencia de muchos de sus homólogos de clase media y alta en universidades con alojamiento, la mayoría de mis estudiantes viven en su casa. El cierre de los campus y el repentino cambio a la enseñanza en línea es quizás menos impactante para ellos, porque la universidad nunca ha sido una experiencia enclaustrada lejos de las complicadas exigencias de la vida familiar y las presiones de poner comida sobre la mesa.

No obstante, eso es exactamente por lo que el aula es tan fundamental. No es un espacio alejado del mundo dañado e injusto en el que vivimos, sino un lugar en el que los estudiantes se encuentran, en primer lugar, como compañeros de aprendizaje. Como profesora, no puedo nivelar un campo de juego profundamente desigual, pero, dentro del aula, mis alumnos y yo podemos intentar forjar una comunidad en la que nos escuchemos unos a otros con respeto, en la que todos tengan derecho a la palabra, y en la que los alumnos compartan sus experiencias gracias a la confianza que hemos construido juntos, y no porque sus vidas privadas estén expuestas a través de Zoom.

Los estudiantes y el cuerpo docente de CUNY son resilientes; sabemos cómo salir adelante con recursos más limitados de lo que merecemos. Por ahora, mis estudiantes y yo nos las arreglamos como podemos, enseñando y aprendiendo desde nuestros hogares atestados y, en ocasiones, caóticos, pero tan pronto como sea posible, queremos volver a sentarnos en esas sillas incómodas, en búsqueda de nuestro paraíso de aprendizaje.

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