La fotografía de mi perfil de citas, una silueta borrosa y distante en un paisaje desértico, sugería mucho sobre mi ambivalencia: quería y a la vez no quería.
A los 47 años, divorciada desde hacía casi dos décadas y con hijas adultas, apreciaba mi soledad, pero, a veces, cuando escuchaba a los ratones moverse por el ático, pensaba en aquel artículo que había leído en el periódico sobre un hombre que vivía no muy lejos de aquí y al que habían hallado muerto en su apartamento; las ratas habían devorado parte de su cadáver.
A veces me cansaba de mi propia compañía; en ocasiones, me sentía sola. Había olvidado cómo se sentía tocar a alguien o que me tocaran. Cuando tocaba mi mano en la oscuridad con el fin de recordar la sensación, me parecía pequeña y fría, como si le perteneciera a alguien más.
Quería una conexión, pero no quería lo que siempre parecía ser el costo: los hombres que me convertían en lo único importante en sus vidas (“Eres lo único por lo que vale la pena vivir”); los hombres que me decían lo que quería y no quería yo, en vez de lo que querían o no querían ellos; los hombres cuya expresión de preocupación por mi seguridad resultaba ser una máscara de control y coerción… cuyas palabras pasaban del “no deberías” al “no puedes” mientras bloqueaban la puerta para evitar mi partida.
Si la fotografía de perfil que elegí insinuaba mi ambivalencia, entonces el hecho de que elegí Edimburgo como mi ubicación la dejaba clara. Edimburgo se encuentra a dos fronteras nacionales y un trayecto de siete horas en tren de donde vivo en una zona rural de Gales.
En ese entonces, una de mis hijas estaba estudiando en la Universidad de Edimburgo, y yo la visitaba con frecuencia. Estaba considerando la idea de mudarme a Escocia, y me pareció que sería una buena idea conocer a algunas personas antes de tomar la decisión de mudarme.
En realidad, probar las citas en línea a una distancia de 560 kilómetros parecía algo más seguro que hacerlo cerca de casa. De esa manera podría tantear el terreno sin enfrentar el riesgo en verdad. Y aunque las citas en línea solo era mi versión moderna de las tías viudas que buscan pareja en un baile del siglo XVIII, parecía tan artificial y tan opuesto a la espontaneidad y la casualidad de las que nace el romance, que pensé que sería una estrategia segura.
Estaban los hombres de siempre que ignoraban mi fotografía y lo que esta decía sobre mi ambivalencia. El contador regordete que me dijo que era hermosa a pesar de no saber cuál era mi apariencia. El supuesto soldado de la Marina estadounidense en Irak que escribía todo con mayúsculas y sin duda me enviaría un mensaje de estafa en el que me pediría que le transfiriera dinero. Un banquero neoyorquino ligeramente alarmante que quería conocerme, tenía que conocerme, y se subiría a un avión para venir a verme en cuanto le respondiera.
Vi en un perfil la fotografía de un hombre que se encontraba en el mar; parecía distante y seguro. Y también había un alpinista con un rostro amable y talento para cortar leña. Vivía en Carlisle, a cinco horas en auto.
Soy buena con un hacha en la mano, pero me aterran las alturas, así que él también parecía seguro. No les contesté ni al contador ni al soldado ni al banquero, y el hombre del mar no me respondió, pero el alpinista, sí. Al poco tiempo ya nos escribíamos con frecuencia durante los días cada vez más breves del principio del otoño.
Nuestra correspondencia me recordaba a la época en que se tenían amigos por correspondencia: nos contábamos detallitos de nuestra vida cotidiana, de cosas que habíamos visto o hecho, pero jamás mencionábamos la posibilidad de conocernos en persona. Le preguntaba sobre la práctica de escalar, pero en realidad no quería saber nada al respecto. Me da vértigo cuando subo las escaleras de un edificio, y las fotografías en las que se veía él recorriendo un risco en lo alto de un precipicio de 30 metros hacía que mi corazón se agitara. Si alguna vez nos conocíamos, sabía que no pasaríamos más allá del primer café en una cafetería, o un tarro de cerveza en un “pub”, que él habría preferido.
Diez meses después, yo también estoy recorriendo un risco. He olvidado todo excepto el miedo. En mi visión periférica: un vacío, una pesadilla donde no hay nada. Debajo de mí, una roca negra desciende marcadamente hasta un arrecife de columnas rotas cubierto de lapa.
Dejo atrás mi miedo, pero a mitad de camino hacia lo alto de este farallón en la costa de Mull, pierdo el control y me atoro. Mis pies están atascados en una grieta vertical. Hay un asidero a la izquierda, un poco más arriba, pero mi pie izquierdo está atorado debajo del derecho y no puedo moverlo. No puedo mover mi pie derecho tampoco: no hay ningún otro lugar dónde ponerlo. No puedo pasar mi peso de un lado a otro para liberar mi pie izquierdo. Y tampoco puedo ir más abajo, porque hacia allá se encuentra el vacío, la nada.
Estoy atorada, y no puedo ver una manera de moverme. Mi cerebro juega conmigo, me dice que no hay salida. Incluso suponiendo que mi pie derecho encuentre un asidero debajo de mí, ¿dónde puedo poner el pie izquierdo sino en esta grieta? Mis pies hacen un bailecito en la grieta, pero solo termino más atorada que antes.
“Te tengo”, me dice, desde más arriba, donde no puedo verlo. “Estás a salvo”.
Me tiene asegurada con una cuerda, pero sus palabras solo suenan a un ruido sin sentido. Mi corazón se acelera; no puedo respirar. Solo me queda la sensación descontrolada de una catástrofe.
Jala la cuerda un poco para que yo sienta que él está del otro lado sosteniéndome, pero yo no puedo moverme, siento pánico. Mis manos se aferran de manera incontrolable a la roca, y comienzo a sentir un calambre en la pierna izquierda.
Sin embargo, de alguna manera, tras recordar el momento en que parí, controlo mi respiración. El latido de mi corazón deja atrás su acelerado ritmo para optar por latidos veloces y dolorosos. Le digo a la voz incorpórea arriba de mí que se calle, que deje de hacer ruido. Juro que si salgo de esta no volveré a hacerlo jamás. Muevo los pies para colocar el pie derecho un poco más arriba en la grieta y logro sacar el pie izquierdo por debajo del otro. Después, de alguna manera, lo meto, agitándolo y sacándolo, con el fin de poner el pie derecho otra vez y apoyarlo debajo del izquierdo.
Ahora puedo mover el pie izquierdo, pero debo subir más la pierna para poder colocarlo en el asidero de la izquierda, y eso significa soltar a lo que me estoy aferrando con tanta fuerza. No sé de qué podré agarrarme más arriba cuando mueva la pierna. No puedo soltarme, y sé que debo hacerlo para poder seguir adelante, y eso parece tanto una verdad profunda como la idea más trillada y redundante que se me haya ocurrido.
“Este no es un seminario de crecimiento personal”, pienso, furiosa conmigo misma. “Esto es un desastre”. Entonces, como al final debo hacerlo, aunque quizá no tenga nada de qué agarrarme, me lanzo a lo desconocido.
De manera milagrosa, mi mano izquierda encuentra un gran trozo saliente, y después hay un asidero para la derecha, y de pronto todo es posible. Lo demás tiene su propia lógica, casi como si aparecieran todos los lugares donde debo poner las manos y los pies según voy necesitándolos, una certidumbre que está ahí antes de conocerla. Y con una ligereza exquisita, paso de un espacio al otro, para después llegar al borde y a la cima, y ahí está él: el hombre que durante todo este tiempo me ha mantenido a salvo, cuya voz me ha guiado, aunque le dije que se callara, mientras encuentro la manera de incorporarme y seguir adelante.
“Confianza”, digo, balbuceando debido a la liberación de endorfinas, en medio de un delirio, recostada sobre la roca plana y ancha. “Confianza. Todo se trata de confiar”.
Lo observo, a ese hombre que no teme tener miedo, quien no necesita evitar que yo tome riesgos… lo veo recoger la cuerda con la que me mantuvo a salvo, sacudiendo la cabeza, resignado, encima del charco viscoso de guano donde la dejó caer, y me doy cuenta de que, sorprendentemente, él también confió en mí. Confió en que lo mantendría a salvo mientras él escalaba primero, aunque yo difícilmente sabía qué estaba haciendo.
“¿Y ahora adónde?”, le digo, eufórica tras haber superado el miedo, y ahora él me está viendo a mí con orgullo y alegría por la satisfacción que siento, además de un cariño cálido y el reconocimiento profundo de mi logro que no tiene nada que ver con las palabras. Pienso: “Así que esto es el amor”.