Desde 1982, el precio por lata en el Estado de Nueva York es de cinco céntimos, ya que está regulado por la “Bottle bill”, (La ley de la botella) que se aprobó ese año para incentivar el reciclaje entre los consumidores.
Frágil y encorvado, el hombre hace un alto ante cada escalinata de piedra, algunas decoradas para Halloween. Aparca su carrito, levanta las tapas de los contenedores y hunde sus manos protegidas por unos guantes para rebuscar en las bolsas de plástico llenas de desechos.
“Busco latitas para mantenerme”, dice en español este campesino de cara arrugada procedente de Oaxaca. “No tengo ayudas, no hay trabajo, hay que luchar”, dice a sus 80 años, antes de empujar su carro lleno de una masa multicolor de recipientes de refrescos y cerveza.
Laurentino no tiene patrón. Lleva su colecta a uno de los centros de reciclado de la ciudad, donde le pagan 5 céntimos la lata. En un día normal, puede ganar entre 30 y 40 dólares, que son bienvenidos para ayudar a pagar el alquiler de “1.800 dólares” donde vive con su hija que trabaja en una lavandería.
Desde 1982, el precio por lata en el Estado de Nueva York se paga a cinco céntimos ya que está regulado por la “Bottle bill”, (La ley de la botella) que se aprobó ese año para incentivar el reciclaje entre los consumidores.
“Esto ha tenido un impacto realmente positivo (…) Pero nunca imaginamos que se convertiría en fuente esencial de ingresos para tantas familias”, explica Judith Enck, experta de políticas medioambientales y fundadora de un movimiento contra la contaminación, “Beyond plastics” (más allá de los plásticos), que trabajó por dicha ley y actualmente lo hace para que se suba el precio a 10 céntimos.
En su página web, el Departamento de Protección del Medioambiente del Estado elogia también la “Bottle bill”, que solo en 2020 permitió el reciclaje de “5.500 millones de recipientes de plástico, vidrio y aluminio” de los 8.600 millones vendidos en todo el territorio.
En Nueva York, son unos 10.000, según algunas estimaciones, los que se dedican a recoger latas — “canners” en inglés –, sin ningún tipo de protección social. Hombres y mujeres, muchos mayores, procedentes en su mayoría de América Latina o de China. Este rostro de las desigualdades en el paraíso del capitalismo es uno de los dossieres que el candidato favorito a alcalde en las elecciones del martes, el demócrata Eric Adams, ha prometido abordar.
“Es duro. Hay gente que camina kilómetros y kilómetros”, explica Josefa Marín, también mexicana. “Hay lugares que no les gusta que recojamos su recicle. Nos echan como a animalitos y no entienden que uno vive de esto”, dice. Algunos tildan a los “canners” de “scavengers”, carroñeros.
“Nosotros ayudamos a mantener la ciudad limpia”, dice Josefa, de 52 años. “Todo este plástico (…) terminaría en el mar”, advierte esta habitual de Sure We Can, un centro de reciclaje sin fines de lucro, que sirve también de lugar de acogida.
Entre las montañas de latas y botellas clasificadas, su director, Ryan Castalia, cuenta la “diversidad” de perfiles que trabajan en el sector: desde personas sin domicilio que ganan unos dólares al día, “porque recogen lo que encuentran”, a “casi pequeños emprendedores”, que trabajan en equipos y son capaces de “tratar miles de latas al día”. De media, un “canner” acogido en Sure We Can ganaba unos 18 dólares diarios antes de la pandemia.
Todos, en los meses más duros de la crisis del covid-19, en la primavera de 2020, tuvieron que parar, sobre todo porque cerraron los bares y restaurantes. “Pero los ‘canners’ son sumamente resistentes”, dice Ryan Castalia.
Difícil de evaluar, el fenómeno lleva años y el covid-19 ha atraído a más gente. Como Álvaro, un mexicano de 60 años.
“Trabajo en la construcción, donde se gana mucho más. Pero no hay trabajo, por lo que desde hace un año recojo latas”, explica ante otro centro de reciclaje. Pero “no da mucho, hay demasiada gente en las calles”.
“Creemos que va a haber más ‘canners’ que nunca. Es una de las repercusiones económicas de la pandemia”, dice el director de Sure We Can.