Desde este origen mítico, el ser humano da nombre a lo que descubre y a aquello de lo que toma posesión.
Quizás por eso, por ser otro dislate expansionista, Hillary Clinton se reía a las espaldas del presidente Donald Trump, cuando aseguró que cambiaría Golfo de México por golfo de América, informó el medio digital The Conversation.
En el ámbito de la toponomástica, disciplina dedicada al estudio de los nombres de lugar, conocemos casos de cambios de nombres.
Algunos de ellos, extranjeros, han sido modificados en español para ser más fieles al nombre autóctono: pocos saben que los pelos turcos más famosos fueron, antes de los implantes, los de los conejos y los gatos de Angora, como se conocía en español la capital de Turquía, Ankara, hasta los años veinte.
Las retoponimizaciones, como se conocen estas modificaciones, no son extrañas. De hecho, son bastante frecuentes, especialmente motivadas por circunstancias históricas, como las que se reflejan en el callejero de los pueblos y ciudades.
A nadie se le escapa que estos nombres cambian según los avatares históricos.
Trump ha inaugurado su nuevo mandato con algunas veleidades. Una es retoponimizar el Golfo de México, que pasará a denominarse Golfo de América. El presidente desconoce algunos aspectos interesantes.
El primer dato ignorado es que la sinécdoque en toponimia lleva a la inexactitud y a la confusión: América es un continente; su país se denomina Estados Unidos de América. Por tanto, su America first. (América primero) resulta, en rigor, equívoco y desacertado (supongo que no incluye en su lema a los mexicanos o guatemaltecos).
El Diccionario de la lengua española recomienda estadunidense para el “natural de los Estados Unidos de América”, en lugar de americano, que es el habitante del continente, desde el Cabo de Hornos a Murchison.
Por ello, me atrevo a recomendarle, si persiste su afán chovinista, que sustituya el nombre del golfo por el de Golfo de Estados Unidos. Al menos sería más preciso.
La ignorancia trumpista desconoce la documentación histórica. Desde fechas muy tempranas esta zona recibe un nombre referente a Nueva España o a México.
En la Descripción de las Indias Occidentales, de Antonio de Herrera y Tordesillas (1601), aparece la denominación golfo de Nueva España, y golfo Mexicano en la Breve descripción del mundo, de Fernández de Medrano (1686). Incluso seno mexicano, en el Marañón y Amazonas, de Manuel Rodríguez (1684). El
Diccionario de la lengua española recoge “golfo” como sinónimo afín de “seno”.
El documento más antiguo que alude a este nombre es la anónima Traducción de la Cosmografía de Pedro Apiano (1548 y 1575): “a quien unos llaman Golfo Mexicano, otros Florido, y otros de Cortés”. El señor presidente podría haber elegido Golfo Florido, que al menos tiene empaque histórico.
Trump ignora que esos topónimos, que afectan a la navegación, requieren el consenso necesario para evitar equívocos en las cartas náuticas, y necesitan la aquiescencia de instituciones internacionales como la Organización Hidrográfica Internacional y el Grupo de Expertos en Nombres Geográficos de Naciones Unidas. Aunque también esta retoponimización puede ser excusa para descolgarse de estos organismos.
Trump podrá cambiar el topónimo del mismo modo que se cambia la antroponimia: mi familia y mis amigos me llaman Fran, pero en el registro civil mis padres me inscribieron oficialmente como Francisco de Asís. En Estados Unidos, con Trump, podrá llamarse como quieran. Internacionalmente y por acuerdo será Golfo de México.