BUENOS AIRES — En estos días los medios argentinos rebosan de la verba que dos señores más o menos presidentes —uno que todavía lo es, otro que pronto lo sería— derrochan para intentar torcer o enderezar esos destinos.
Los dos se han pavoneado tanto que sabemos que sus palabras valen poco: son previsibles, miles de veces dichas, más veces traicionadas —pero seguimos jugando al juego de escucharlas—. Y, mientras, por detrás, casi callando, el azar escribe historias verdaderas.
No hay mejor relator que el azar; no hay, sin duda, ninguno más feroz. Tres momentos aparecieron esta semana en la prensa argentina: entre los tres construyen, como al descuido, un retrato despiadado de la patria.
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El señor llevó su coche o carro a un taller para un arreglo menor: necesitaba cambiar los silenciadores del caño de escape o tubo de escape o exosto, una cosa de nada. Su coche o carro era un tremendo Mustang rojo, casi nuevo, importado, en un país donde los coches o carros importados cuestan mucha plata. Cuando lo vio, el mecánico se entusiasmó: no sabía hacer ese arreglo pero no quería perdérselo, así que le dijo al dueño que se lo dejara y mandó a su empleado, un muchacho de 25 años, a llevarlo a un taller donde sí: ya sacaría una diferencia. El muchacho fue al segundo taller; le dijeron que volviera en una hora. Entonces, impresionado por la tremenda máquina que estaba manejando, impresionado sobre todo por la imagen de sí mismo manejándola, decidió que tenía que mostrársela a un amigo. Lo subió, salieron a pasear, se entusiasmó, se creyó más allá, se le trabó —diría después— el acelerador y terminó estampando el Mustang contra una pared. Las fotos muestran un juguete roto, un cúmulo de errores.
(Uno simuló que podía hacer algo que no podía; otro quiso hacer algo que no sabía. Entre los dos lograron estrellarlo. El muchacho no tiene, faltaba más, forma de hacerse cargo de los efectos de su vanidad. El coche cuesta lo que ganaría, con suerte, en unos treinta años de trabajo. La respuesta, tan criolla, es uy, carajo, me metí en un kilombo, ahora qué hacemos).
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La mujer tiene 36 años, una carrera de economista en pleno ascenso, artículos, cursos, asesorías, convicciones muy firmes. Tanto que, desde hace unos meses, se integró a un partido de la derecha pura y dura: lo encabeza un José Luis Espert, también economista, que propone bajar impuestos, privatizar pensiones, limitar el derecho de huelga, defender a cualquier precio la sacrosanta propiedad privada. La mujer es simpática, habla bien, y el jefe del partido le propuso ser candidata a senadora por la Ciudad de Buenos Aires. Hace unos días compraba provisiones en un supermercado de su barrio, clase media alta, cuando un guardia vio algo sospechoso y la paró. La revisaron: su carrito de las compras tenía, cuidadosamente armado, un doble fondo. Allí la mujer había escondido varios chocolates, jamón, queso, un gel facial, un cepillo de dientes y una pasta. La llevaron a la comisaría y tuvo que reconocer su delito y, sobre todo, que lo había preparado: el doble fondo era una prueba contundente. La condenaron a hacer trabajos de caridad cristiana. Su jefe tardó un par de días en echarla; sus compatriotas, mucho menos en reírsele en la cara.
(Es demasiado fácil hablar de la distancia entre los dichos y los hechos: la feroz defensora de la propiedad decidida a quebrarla por tan poco. Más impresiona ese tan poco: que alguien se arriesgue a perder todo o casi todo por unos chocolates y una crema. ¿Por el gusto de vivir en el borde o por esa confianza de que nunca nada va a tener castigo? Hay personas —hay países— que lo hacen una y otra vez, como si no aprendieran).
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El hombre tiene 49 años y llevaba casi quince trabajando de odontólogo: empastes, extracciones, implantes inclusive. Su esposa también era: juntos atendían un consultorio bien plantado, coqueto, en un barrio acomodado de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires. Mantenían una casa bonita y suburbana, cuatro hijos, sus gustos y placeres, su prestigio. Hace unos días una de sus pacientes fue a quejarse al Colegio de Odontólogos: de diez implantes que el doctor le había colocado, ocho se le movían o se le habían caído. Cuando buscaron su registro descubrieron que no estaba inscripto.
Era, sin embargo, un tipo serio. Quince años antes había organizado una gran fiesta para celebrar su título —que nunca había obtenido—; se aprendió algunas técnicas y empezó a ejercer. No le fue mal. Consiguió sostener a su familia, hacerse una posición, impostar una vida, engañarlos a todos: engañarlos a todos. Cuando lo descubrieron, su mujer publicó un texto en Facebook —posteado a la dos de la mañana— donde cuenta que él no le dejaba ver sus certificados y diplomas so pretexto de que ella “se los desordenaba”, y que es “una víctima más, totalmente ajena a la ilegal actuación de mi ahora exmarido”: que ella y sus hijos “no somos culpables de nada, solo víctimas de un manipulador, mitómano y estafador”.
(Debe ser bruto descubrir de pronto que la persona con quien has pasado muchos años, tenido hijos, imaginado planes, no es el que decía —pero sucede con frecuencia; no tan claro, no tan feroz, pero sucede—. Debe ser raro descubrir que tu médico no lo era: de pronto, toda esa estructura de controles que cada Estado supuestamente garantiza tambalea, la confianza de los ciudadanos tambalea, el papel del Estado tambalea. Y, por fin: debe ser duro vivir sabiendo que te pueden descubrir a cualquier hora; debe ser tanto más trabajo que estudiar y recibirse de dentista, pero hay personas —hay países— que, se diría, lo prefieren).
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No hay moraleja —ya hay suficiente moraleja—. Son historias, azares. En estos días se estrenó una serie sobre la vida difícil de Carlitos Tévez, futbolista un poco mítico de Boca, en sus inicios: su barrio marginal, sus amigos ladrones, sus tentaciones, sus peligros. En la serie aparece su amigo más amigo, un muchacho del barrio que se mató cuando lo iba a agarrar la policía —que lo quería matar porque él había matado a uno de ellos—. El muchacho tenía 17 años, se llamaba Darío Coronel y ahora todos dicen que jugaba mucho más que Tévez. Como nunca terminó de ser, como fue solo una promesa trunca, quedó como el mejor: lo que podría haber sido.
Martín Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela Todo por la patria. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid. Es profesor en la Universidad de Cornell y colaborador regular de The New York Times en Español.