¿Qué hay detrás de la violencia mortal en Sudáfrica?

¿Qué hay detrás de la violencia mortal en Sudáfrica?
Emmerson Mnangagwa, al centro, en un funeral en Harare, Zimbabue, en enero. Mnangagwa, vicepresidente de Zimbabue hasta que fue destituido la semana pasada, se convertirá este viernes en el próximo líder del país africano. CreditJekesai Njikizana/Agence France-Presse — Getty Images Tomado del NYT

LOS ATAQUES A LOS INMIGRANTES NO SON IRRACIONALES NI ESPONTÁNEOS.

JOHANNESBURGO — Las últimas semanas en Sudáfrica han sido letales. Los ciudadanos les han dado la espalda a los inmigrantes y otros extranjeros en un estallido de violencia y teatro político que ha cobrado la vida de al menos a doce personas y obligado a cientos más a abandonar sus hogares.

Aunque principalmente son los inmigrantes los que han tenido que huir, diez de los muertos en esta refriega xenófoba eran ciudadanos sudafricanos. Dos fueron aplastados durante los saqueos; otros fueron atacados porque hablan el idioma equivocado o vienen del lugar equivocado. Esa violencia en las calles es parte de una larga historia, que incluye los ataques de 2008 en los que murieron más de 60 personas, la mayoría extranjeros pobres, y más de 100.000 fueron desplazadas.

No se trata de violencia irracional ni de una revuelta popular espontánea. Tampoco es simplemente producto de “la delincuencia”, como dirigentes políticos en Sudáfrica afirman repetidamente. Más bien, es un acto enraizado en los fracasos de la transformación de Sudáfrica. La continuación de los privilegios de los blancos y los niveles de desigualdad y desempleo entre los más elevados del mundo tienen mucho que ver. Al igual que las policías erráticas, los líderes políticos cobardes y una población desencantada.

Además, en esencia, todo esto tiene que ver con un partido gobernante incapaz y temeroso de asumir la responsabilidad de gobernar un país profundamente dividido y enojado.

Puede que los disturbios de las últimas semanas se relacionen con la política antinmigrantes en Europa y Estados Unidos, pero tienen una clara inflexión sudafricana. No solo se derivan de una historia diferente, sino que también son más descentralizados y violentos. Mientras Donald Trump, Matteo Salvini y Marine Le Pen atizan sentimientos antinmigrantes desde plataformas nacionales elevadas, los políticos sudafricanos han aprendido a lanzar culpas desde las calles.

Esta es una estrategia de eficacia probada una y otra vez en municipios diversos e inestables. Es el lenguaje de los líderes autoproclamados, las asociaciones empresariales y los emprendedores que se aprovechan de las divisiones del país —entre propios y extraños, sudafricanos y gente principalmente de otras naciones africanas, ciudadanos e inmigrantes— para sus propios fines.

Sin embargo, clasificar la xenofobia como un problema migratorio puede hacer más mal que bien. Las campañas torpes contra la xenofobia corren el riesgo de aumentar la visibilidad de las minorías extranjeras y hacer que la otredad se vuelva un problema. También desvían la atención de la realidad de que las manifestaciones de xenofobia más violentas y tensas suelen derivarse de luchas locales, municipales, distritales o incluso barriales por la tierra, los empleos o los puestos políticos.

En el caso de Sudáfrica, la desconexión entre los ciudadanos y los políticos es clave. La participación electoral ha disminuido constantemente en los últimos veinte años y aquellas áreas donde se produce la violencia tienen algunas de las tasas de participación más bajas del país. Si bien muchas de estas áreas todavía apoyan al partido gobernante, el Congreso Nacional Africano, la participación en el partido está en decadencia. La confianza en los vecinos es baja. La confianza en las instituciones formales es aún más baja.

En estos espacios tan disputados, los partidos políticos se rinden ante las organizaciones e individuos que mantienen el orden, a menudo a través de la violencia. Por ejemplo, en Mamelodi, un municipio ubicado justo a las afueras de Pretoria, la Asociación de Vecinos de Phomolong actúa como el gobierno de facto, ya que cobra cuotas y resuelve las controversias. Los extranjeros y los inmigrantes se convierten en objetivos: la asociación roba regularmente a tiendas de propiedad extranjera para financiar sus actividades.

Los líderes locales incitan la hostilidad hacia los migrantes como un medio para mantener su autoridad. El patrón es generalizado. Tras atacar y vaciar casas ocupadas por zimbabuenses, Jeff Ramohale, líder de una barriada cerca de Pretoria, se las entregó a sus seguidores. El asentamiento informal fue bautizado como “Jeffsville”.

Ejemplos como este abundan. En Rosettenville, un barrio de clase trabajadora en el sur de Johannesburgo, los líderes organizaron ataques contra nigerianos acusados de consumir drogas y prostituirse. En un municipio de Durban, un grupo empresarial expulsó y secuestró a aproximadamente cincuenta extranjeros. Ese tipo de vigilantismo sirve de muy poco para mantener seguras a las comunidades. En cambio, brinda plataformas para construir carreras políticas, e intensifica la xenofobia al punto de la violencia. Detrás de todo esto hay un Estado fallido.

Es fácil condenar el odio y el negacionismo. De hecho, los países africanos y la Unión Africana han reprendido a Sudáfrica y han amenazado con imponer sanciones económicas. Las estrellas del afrobeat nigeriano han cancelado conciertos en Sudáfrica y el equipo de fútbol de Zambia se retiró de un partido en protesta. Las embajadas y las empresas sudafricanas han sido víctimas de ataques y el embajador de Sudáfrica en Nigeria fue reprendido con severidad.

No obstante, la condena rara vez es un antídoto eficaz. Una campaña encabezada por organizaciones internacionales y nacionales relativamente privilegiadas —o incluso por los propios migrantes— que castigue a los instigadores xenófobos por sus sentimientos nacionalistas sería como verter gasolina sobre un incendio. Después de todo, ¿qué podría servir más a sus propósitos que ser regañados por élites cosmopolitas por tratar de proteger los “valores nacionales” y las culturas? Tal enfoque solo endurecería las líneas de batalla culturales y políticas.

Para ser eficaces, las intervenciones deben menoscabar los incentivos para la violencia xenófoba. Esto es especialmente importante en lugares donde los migrantes y los ciudadanos que viven alrededor de ellos sufren las mismas privaciones, lo cual sucede en toda África y cada vez más en los barrios del Medio Oriente, América Latina y Estados Unidos.

En Sudáfrica, las campañas de sensibilización pública y las reprimendas no funcionarán a menos que se realice un esfuerzo serio para reformar la manera en la que se gobiernan los municipios. Mientras la gente siga sintiéndose distanciada y enojada, los brotes xenófobos seguirán siendo una amenaza. Siempre que la policía y los líderes formales no estén cerca, se muestren indiferentes o sean parte del problema, la gente va a encontrar soluciones alternativas. En ocasiones, estas formas de autogobierno son increíblemente amigables e incluyentes, pero a menudo son violentas. Combatirlas significa adentrarse en espacios donde los políticos y la policía no se atreven a hacerlo.

Sudáfrica ha dado al mundo muchas lecciones sobre perdón y reconciliación. A medida que las políticas y la retórica violenta antinmigración se extienden por Europa, Estados Unidos y otros lugares, quizás Sudáfrica puede darle al mundo otra lección sobre cómo surgen los odios locales y cómo pueden detenerse.

(Loren B. Landau es profesor del Centro Africano para la Migración y la Sociedad de la Universidad de Witwatersrand y editor de “Exorcising the Demons Within: Xenophobia, Violence and Statecraft in Contemporary South Africa”).

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