Estamos subestimando el profundo trauma nacional de la Segunda Guerra Mundial y nuestro desafío actual
Cuando la representante Alexandria Ocasio-Cortez de Nueva York y el senador Edward Markey de Massachusetts presentaron su propuesta llamada Nuevo Acuerdo Verde en febrero, eligieron palabras cargadas de nostalgia para uno de los momentos históricos más transformadores del país, cuando animaron a la nación a llevar a cabo “una nueva movilización nacional, social, industrial y económica a una escala que no se ha vivido desde la Segunda Guerra Mundial y la época del Nuevo Acuerdo”.
No son los primeros en referirse a los esfuerzos de esa era. Durante más de una década, el exvicepresidente Al Gore, el senador Lamar Alexander y el ambientalista Lester Brown han estado haciendo un llamado a favor de una “movilización” nacional para combatir el cambio climático. En 2011, algunos grupos defensores del medioambiente escribieron una carta para el presidente Barack Obama y el presidente chino Hu Jintao para exigir “una movilización similar a las de tiempos de guerra por parte de los gobiernos de China y Estados Unidos con el fin de frenar las emisiones de carbono”. En 2014, la psicóloga clínica Margaret Klein Salamon y el periodista Ezra Silk fundaron el grupo Climate Mobilization, dedicado a un “esfuerzo integral para aplicar las soluciones más fuertes y agresivas con el fin de revertir el colapso climático”.
Dos años más tarde, Bill McKibben escribió un artículo en el que argumentaba que el cambio climático en realidad era la Tercera Guerra Mundial, y que la única manera de no perderla sería “adoptar la misma escala de movilización que en la última guerra mundial”.
Sin embargo, gran parte de esta retórica tiene poco o nulo entendimiento de lo que significó en realidad la movilización nacional para los estadounidenses que vivieron la Segunda Guerra Mundial. Como resultado, los sacrificios y las luchas de la década de 1940 han comenzado a parecerse a una historia romántica de heroísmo colectivo, cuando en realidad fueron una época de furia, temor, pena y desorden social. Un sinfín de estadounidenses experimentaron de primera mano el terror y la emoción de la violencia mortal, y casi todos se encontraron atrapados en una lucha existencial por el futuro del planeta.
La experiencia de la guerra brutalizó, deshumanizó y traumatizó a millones de personas. Más de 30 millones de estadounidenses quedaron desarraigados de sus casas y migraron por todo el país a causa de asuntos militares o económicos; a los dieciséis millones de miembros del servicio militar les quitaron sus identidades civiles y los obligaron a atravesar una enorme burocracia nacional en el experimento más grande de mezcla social y adoctrinamiento masivo en la historia de Estados Unidos. Algunos fueron enviados a bases aisladas en Texas y Alaska, otros fueron repartidos por todo el mar para luchar en el sur del Pacífico o el norte de África. Más de 40.000 fueron asesinados y más de 670.000 resultaron heridos.
Las mujeres entraron en masa a la fuerza laboral, y experimentaron nuevas formas de independencia financiera y sexual. Las tasas de matrimonio y divorcio aumentaron. Más de un millón de afroestadounidenses prestaron servicio en unidades militares segregadas de combate y apoyo, y millones más migraron al norte y al oeste para trabajar en una industria de defensa en expansión: las poblaciones negras de Los Ángeles, Detroit, Cleveland y Filadelfia casi se duplicaron de 1940 a 1950. Agresivos disturbios raciales estallaron en las ciudades conforme los blancos se manifestaban en contra de trabajar con los negros, quienes a su vez se manifestaban en contra de la violencia discriminatoria por parte de la policía y los comandantes militares.
Industrias enteras se reestructuraron para atender las necesidades de la época de guerra, y la cultura material de la vida estadounidense se transformó más allá de lo imaginable: la producción de alimentos, los artículos domésticos, los automóviles, la construcción de viviendas, las autopistas, la televisión, el cine, la ropa, los viajes y la música sufrieron una metamorfosis fenomenal desde la década de 1930 hasta la de 1950, impulsada por el consumo, la inversión del gobierno y las fuerzas militares propagadas durante la época de guerra.
Mientras tanto, se limitó la libertad de expresión y la organización sindical, los estadounidenses de ascendencia japonesa fueron encarcelados en campos de concentración (al igual que los desertores del Ejército), las familias fueron separadas, se desviaron carreras profesionales y se interrumpió la educación de los jóvenes. La nación se vio afectada por olas de odio racial, principalmente en contra de los japoneses, pues muchos estadounidenses creían que debían ser exterminados.
Gran parte de ese odio racial fue alimentado por la propaganda mediática masiva que se enfocaba sin cesar en la guerra. En palabras del poeta William Carlos Williams, la guerra era “lo primero y lo único en el mundo”. Dominaba las noticias, la publicidad, las revistas, la literatura, Hollywood, las caricaturas para niños, la programación de la radio y la política.
La movilización total durante la Segunda Guerra Mundial también llevó al nacimiento de lo que el presidente Dwight D. Eisenhower definiría en 1961 como el “complejo industrial-militar”. El gasto anual en las fuerzas militares (ajustado a la inflación) se disparó a casi un billón de dólares durante la guerra, en comparación con 10.000 millones de dólares antes del conflicto y, con la excepción de un breve periodo entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la guerra de Corea, nunca se ha reducido a menos de 300.000 millones de dólares, aunque Estados Unidos estuviera en guerra o no. El país ahora gasta más en su presupuesto militar que los siguientes siete países juntos, y mantiene una mayor cantidad de bases militares en suelo extranjero que cualquier país.
Ese es el legado de la movilización de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, que inauguró una transformación a largo plazo de la política estadounidense, con la que el poder de la rama legislativa se trasladó permanentemente a la ejecutiva, y surgieron la seguridad nacional del Estado, la carrera de las armas nucleares y una cultura de militarismo. Como lo escribió el periodista Fred Cook en 1962: “No ha habido una transformación tan completa y drástica de las tradiciones del pasado de Estados Unidos como la que ha resultado del crecimiento del complejo militar-industrial”.
Cuando las personas que jamás han experimentado personalmente la guerra y que no tienen noción histórica de cómo fue vivir la Segunda Guerra Mundial hablan de una “guerra por el clima” o exigen una “movilización a la escala de la Segunda Guerra Mundial”, están buscando una manera tradicional de revestir problemas contemporáneos. Sin embargo, el desafío global que enfrentamos actualmente respecto del cambio climático difiere de lo que vivió Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial en varios aspectos clave.
En primer lugar, el cambio climático no es una guerra. No hay un enemigo evidente contra el cual movilizarse y, por lo tanto, no hay manera de incitar el tipo de odio que movilizó a los estadounidenses en contra de Japón durante la Segunda Guerra Mundial. Que no haya ningún enemigo evidente también implica que no hay una victoria clara. Fue fácil darse cuenta del momento en que acabó la Segunda Guerra Mundial: los estadounidenses, los británicos y los rusos habían asesinado a tantos alemanes y japoneses que los líderes de las potencias del Eje se rindieron. ¿Cómo sabríamos que ha terminado la “guerra contra el cambio climático”?
En segundo lugar, a diferencia de la Segunda Guerra Mundial, cuando la movilización nacional implicó un torrente de dinero del gobierno que realmente llegó a toda la población, las transformaciones necesarias para abordar el cambio climático tendrían perdedores económicos evidentes. Muchos grandes participantes de los sectores de la industria, la tecnología, la energía y el gobierno tienen pocos incentivos para unirse a la movilización climática, pues socavaría sus ganancias y su poder.
En tercer lugar, la movilización durante la Segunda Guerra Mundial fue una movilización nacional en contra de enemigos extranjeros, mientras que lo exigido actualmente es una movilización global en contra de un sistema económico internacional: el capitalismo impulsado por el carbón. Al presidente Franklin D. Roosevelt le tomó años de trabajo político preliminar y un ataque extranjero hacer que Estados Unidos entrara a la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué tipo de trabajo se necesitaría y a lo largo de cuántos años para unificar y movilizar a todo el mundo industrializado en contra de sí mismo?
La demanda de una movilización a la escala de la Segunda Guerra Mundial para combatir el cambio climático también enfrenta otros problemas. Aunque muchos simpatizantes expresan la necesidad de llevar a cabo cambios revolucionarios para enfrentar el desafío existencial que plantea el cambio climático, la realidad es que el cambio climático es una de varias preocupaciones progresivas. Los demócratas muestran una profunda falta de unidad respecto de si el cambio climático debería tener más prioridad que la justicia económica, la justicia racial, la revitalización de la democracia estadounidense, los derechos de los trabajadores, la reforma migratoria, la atención médica y el control de armas.
Las promesas de campaña acerca de que podemos solucionarlo todo a la vez no son más que palabrería; la verdadera legislación exige prioridades reales, concesiones y sacrificios. Al buscar que los demócratas del sur apoyaran sus esfuerzos para movilizar a los ciudadanos en la guerra, por ejemplo, Roosevelt dejó intactas las leyes de segregación de Jim Crow, aunque su gobierno estaba convocando a hombres negros a las fuerzas militares. ¿Qué concesiones similares estarían dispuestos a hacer los demócratas de hoy?
Finalmente, la movilización nacional por el clima tendría consecuencias imprevistas en cadena que quizá incluso contradirían sus objetivos originales, al igual que la movilización total de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. El análisis del sinfín de aspectos en los que la Segunda Guerra Mundial cambió a Estados Unidos, para bien o para mal, sugiere que es difícil saber con anticipación las ramificaciones de una agenda tan amplia.
Sin embargo, la movilización total quizá sea nuestra única esperanza. El colapso ecológico está ocurriendo en todo nuestro entorno. Quizá nos estemos acercando o ya hayamos cruzado la línea tras la que se vuelve imparable. Las soluciones graduales, progresivas e impulsadas por los consensos equivalen al suicidio global. De acuerdo con un artículo de síntesis publicado el año pasado por los principales científicos en materia de trayectorias climáticas globales, los cambios necesarios para estabilizar el clima de la Tierra “requieren una reorientación fundamental y una reestructuración de las instituciones nacionales e internacionales”.
Un programa como ese tendría una mayor magnitud y sería más complejo que la movilización militar estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. El problema del cambio climático es más grande que el Nuevo Acuerdo. Es más grande que la Gran Depresión. Es más grande que la guerra. El problema del cambio climático se trata de saber cómo los seres humanos pueden vivir juntos y de manera sustentable en este planeta, si es que pueden hacerlo.
¿Qué implicaría en realidad la movilización total? A juzgar por lo que ocurrió en la Segunda Guerra Mundial, implicaría una convulsión social, violencia, censura, menos libertades, concesiones dudosas y cambios radicales en la política y la cultura estadounidenses. Sin embargo, también podría implicar la supervivencia de la civilización humana.
(Roy Scranton, profesor adjunto de Literatura Inglesa en la Universidad de Notre Dame, es autor de “Learning to Die in the Anthropocene”, la novela “I Heart Oklahoma!” y “Total Mobilization: World War II and American Literature”).