El intente descarado del Presidente de hacer trampa ha eliminado la opción de “DECIDIR EN LAS URNAS”. La destitución es obligatoria.
“Creo que el pueblo estadounidense va a tener la oportunidad de decidir esto en las elecciones de noviembre de 2020”, dijo Beto O’Rourke en marzo, expresando con toda claridad el sentimiento prevaleciente entre los demócratas sobre el tema del juicio político del presidente Trump, “y tal vez esa sea la mejor manera de resolver estas cuestiones pendientes”, agregó.
Esta ya no es una postura sostenible. La apuesta chapucera de forzar al presidente de Ucrania a ayudar a la campaña de reelección de Trump en 2020 mancillando a un rival ha hecho que “decidir en las urnas” ya no sea una opción razonable. El intento descarado de Trump de hacer trampa para lograr mantenerse en la presidencia durante un segundo periodo ha quedado al descubierto de una forma tan escandalosa que no puede haber garantía de que haya elecciones justas si se le permite quedarse en el cargo. Resolver la pregunta de si el presidente es apto para el cargo mediante la boleta electoral en realidad ha dejado de ser una opción, mucho menos la opción ideal, pues entonces la cuestión se reduciría a si habrá fraude electoral o no.
Por ende, la destitución presidencial se ha vuelto obligatoria, no solo para proteger la integridad de las elecciones del año próximo, sino para asegurar que siga existiendo la democracia en Estados Unidos. Si la Cámara de Representantes hace su trabajo, quedará en manos de los republicanos del Senado revelar, con su decisión de condenarlo (o no), cuál es su república predilecta: la constitucional o la bananera.
Mike Murphy, consultor electoral republicano, hace poco comentó que “un senador republicano me dijo que si el voto era secreto, treinta senadores republicanos votarían a favor de la destitución de Trump”. Todo mundo entiende que Trump es tremendamente popular entre los electores conservadores, y los republicanos en el Senado no querrían atraer a otros contendientes a las elecciones primarias al alejarlos. No obstante, cuando la legitimidad y la preservación de nuestra democracia están en riesgo, esforzarse para asegurar una curul en el Senado mediante una traición cobarde al pueblo estadounidense podría costarle un precio catastrófico al país.
Ahora resulta imposible negar que Trump presionó al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, para que buscara trapos sucios de Joe Biden mientras retenía la asistencia militar otorgada por el Congreso con la finalidad de ayudar a Ucrania a repeler la agresión rusa. Trump lo admitió por todo lo alto, y el resumen de su conversación telefónica de julio con Zelenski y la denuncia del informante le dan a todo esto la peor de las perspectivas. Si Trump está dispuesto a rebajarse a esto, mientras promociona una teoría conspiratoria del nivel del sitio web de extrema derecha de noticias falsas Infowars para justificarlo, el pueblo estadounidense puede sospechar, con justa razón, que está abusando de los poderes de su cargo de otras maneras para manipular la elección a fin de obtener la victoria.
Trump les ha dado a los electores estadounidenses razones abrumadoras para dudar de que cualquier elección en la que él participe pueda ser justa. Es por ello que no puede permitírsele contender a ningún cargo público, mucho menos a la presidencia, nunca más.
La infame llamada del presidente a Zelenski tuvo lugar un día después de que el fiscal especial Robert Mueller compareció ante el Congreso para hablar sobre la investigación de los contactos de la campaña de Trump con Rusia y de la interferencia de este país en la elección de 2016. Aunque Trump estaba feliz debido a que el testimonio no dio pie a sesiones de impugnación inmediatas, también estaba nervioso ante la posibilidad de enfrentar un juicio político al final de su periodo en el cargo. El presidente sabe que está fuera del alcance de un proceso penal siempre y cuando ostente la autoridad monumental del Poder Ejecutivo.
El contenido de los “favores” que Trump le pidió al presidente ucraniano enfatizan su determinación salvaje de atrincherarse dentro del Despacho Oval durante por lo menos otros cinco años. El propósito de presionar a Zelenski para que investigara el paradero de un servidor imaginario en Ucrania y actuara de manera subrepticia para encontrar evidencia de corrupción relacionada con la familia Biden era suscitar “evidencia” de que la interferencia rusa en la elección y la participación de Trump para incitarla no eran más que una trampa tendida por los ucranianos, con la complicidad del Partido Demócrata, para favorecer a Hillary Clinton en las elecciones de 2016.
Tal vez resulte difícil comprender el fondo de todo esto. El fondo es establecer que Trump es un gran patriota que no hizo nada malo, mientras que el demócrata al que considera la mayor amenaza a la prolongación de su inmunidad jurídica es un traidor ilegítimo. Verán, si toda la investigación de Mueller no fue más que la continuación de una teoría conspiratoria fabulosamente compleja que se propone socavar la soberanía democrática de Estados Unidos, entonces Trump tuvo que obstruirla para defender a la república. Si Joe Biden ocupó un papel central en ella, entonces él es la amenaza corrupta para la democracia. Es una pieza paranoica de ficción que enorgullecería a Thomas Pynchon o a Vladimir Putin.
Tal es la locura detrás de la disposición de Trump a poner en riesgo la capacidad de Ucrania de defenderse de Rusia, sin darle la menor importancia. Peor aún, al ordenarle al fiscal general, al secretario de Estado y a su abogado personal que le dieran un sustento falso a este esfuerzo ridículo, Trump ha desconectado de la realidad a la diplomacia estadounidense y a las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley.
Si la Cámara de Representantes aprueba el juicio político, pero el Senado exonera al presidente, la ilegalidad de Trump será recompensada con creces; lo tomará como señal de que todo se puede, en especial dada la incapacidad del Senado de actuar de manera significativa para garantizar la seguridad de las elecciones. De ganar, una mayoría considerable del pueblo lo verá como un golpe de Estado electoral y negará la validez de su mandato. Es fácil imaginar enormes manifestaciones masivas que paralicen a Washington, una indeterminación peligrosa en la continuidad del gobierno y cosas peores.
Si los republicanos del Senado mantienen la mayoría mediante una elección que apesta a corrupción, serán parte de la misma crisis de legitimidad. Si, a pesar de todo, continúan usando su autoridad dudosa para seguirse haciendo del control de los tribunales y protegiendo al presidente de la rendición de cuentas, los estadounidenses no estarán equivocados en concluir que nuestra democracia se ha derrumbado y que Estados Unidos se ha convertido en una de las muchas cleptocracias con autoritarismo blando que alegan tener legitimidad popular mientras se ocultan detrás de una pantalla barata de elecciones manipuladas. Eso, definitivamente, podría ocurrir aquí.
Los republicanos del Senado que votarían en secreto para destituir a Trump necesitan por fin salir en defensa de su país y hacerlo abiertamente. Los republicanos tienen fuertes posibilidades de conservar la mayoría en el Senado en una contienda limpia, pero los senadores que opten por ignorar los deberes de su cargo a fin de proteger a Trump comunicarán con una claridad indiscutible que no les importa que haya elecciones justas, que no les importa si el pueblo estadounidense realmente les ha otorgado o no autoridad para gobernar y que piensan que a su propio electorado no le importa nada de esto tampoco.
No obstante, al pueblo estadounidense, a los demócratas y a los republicanos por igual sí les importa. Los leones pusilánimes del Senado deben tener en mente que una ciudadanía desafiante exacerbada por la indignación y celosa de sus derechos puede aplastar los sucios planes electorales de un régimen corrupto. Una elección con un Donald Trump impugnado en la cima de la boleta electoral republicana es una invitación a una rebelión electoral que debería atormentar los sueños de Mitch McConnell.
Los republicanos del Senado nos deben el valor de sus convicciones personales. Si no pueden hallarlo, deberían al menos tener la precaución de no dar por hecho que la devoción que raya en el culto al presidente les permitirá aguantar la tormenta que se avecina o que, al final, serán recompensados por el cálculo desleal de mirar con desdén a sus electores.
(Will Wilkinson es vicepresidente de investigación en el Centro Niskanen).