En la década De 1950, las vacaciones pagadas y el aguinaldo se convirtieron en derechos de todos los trabajadores en la Argentina. Se debe retomar ese impulso que generó turismo interno y Extendió el tiempo libre a todos los sectores sociales.
BUENOS AIRES — Con sus playas de arena gruesa y mar bravo y una oferta gastronómica de calamar frito y merluza, Mar del Plata, la ciudad-símbolo del verano argentino, logró en febrero la mayor asistencia de turistas de las últimas tres décadas. Para ello fue clave la reorientación económica del actual presidente argentino, Alberto Fernández, quien, en contraste con la melancolía impuesta por el ajuste neoliberal del gobierno anterior, apuesta a la “democratización del ocio” en sintonía con la historia más virtuosa del peronismo.
Ocurre que el verano argentino es un invento de Juan Domingo Perón. Antes de su llegada al poder en 1945, las vacaciones eran un privilegio de las clases altas, que en las primeras décadas del siglo XX le imprimieron a Mar del Plata el estilo de la Belle Époque francesa, visible todavía en la rambla marítima y en casonas señoriales como la Villa Victoria Ocampo, cuyo jardín de robles, cedros y castaños de la India habría inspirado a Borges a escribir “El jardín de los senderos que se bifurcan”, y que se conserva intacta como el recuerdo de una Argentina aristocrática hoy extinta.
En solo una década, Perón convirtió las vacaciones pagas y el aguinaldo, hasta entonces limitados a los empleados públicos, en derechos constitucionales para todos los trabajadores. Se inauguró el servicio de trenes rápidos a Mar del Plata y se creó una nueva categoría de precios promocionales, denominada “turista”, que incluía descuentos en hoteles y restaurantes. La popularización del ocio vacacional siguió con el primer festival de cine de Mar del Plata y el centro Chapadmalal, un conjunto de hoteles para los hijos de los trabajadores que Perón, en una de esas provocaciones a las que era tan afecto, amplió con 650 hectáreas expropiadas a la oxidada y muy tradicional familia Martínez de Hoz.
Ningún cambio, sin embargo, fue tan simbólico como el del casino. El carnet personal que se exigía antes de entrar —y que permitía a las autoridades filtrar a los jugadores considerados indeseados— fue reemplazado por un mucho más democrático sistema de entradas, al tiempo que las elegantes fichas de hueso y nácar fueron sustituidas por otras más corrientes, de plástico.
Pero lo interesante, lo que en buena medida explica el éxito de esta política, es que los veraneantes de clase alta de Mar del Plata no emigraron a otros centros turísticos; se limitaron a moverse unos kilómetros hacia el sur. Esto fue convirtiendo a la ciudad en una maqueta que condensa el experimento social peronista: diferentes sectores sociales conviviendo bajo la orientación incuestionable del líder.
Tras la caída de Perón, el poder de los sindicatos y la demanda de los sectores populares lograron preservar la idea original de democratización del turismo. Colorida y diversa, Mar del Plata conserva ese espíritu policlasista, que es también el de la sociedad argentina. Caminar por la costa desde el centro (una de las pocas zonas en las que no se alquilan sombrillas ni casetas y que se conoce como Playa Popular) hacia el sur equivale a ascender metro a metro en la pirámide social, desde los obreros que disfrutan del hotel gremial a los jóvenes de clase media que aprovechan el departamento del abuelo y de ahí, ya a la altura de Punta Mogotes, a las playas de los más ricos. Si el traje de baño diluye las jerarquías de la ropa, la música las repone: el itinerario es también sonoro, de la cumbia y el rock nacional al chill out de los balnearios exclusivos.
El kirchnerismo, segundo ensayo exitoso de inclusión peronista, también apostó a la masificación del turismo: descuentos, feriados puente, promociones especiales para jubilados. Mar del Plata era una fiesta. El gobierno además estatizó el fútbol (expropiado, en otro gesto simbólico, al Grupo Clarín) y lo transmitió gratis en el canal público. Y, por último, se creó Tecnópolis, una feria de ciencia, tecnología y arte emplazada en el Conurbano, el cinturón que rodea a la Capital Federal y es el centro del poder electoral peronista.
Pensadas para una Argentina en crecimiento, estas políticas se revirtieron durante los cuatro años de gobierno de Mauricio Macri. En un contexto de crisis económica y recortes fiscales, el porcentaje de argentinos que pudieron permitirse salir de vacaciones bajó del 48 al 37, caída que se explica por una disminución de la participación de los sectores más pobres. Deshilachada, Tecnópolis perdió asistentes, en tanto el fútbol volvió a ser pagado.
Si para Macri eran políticas cortoplacistas y dispendiosas, para el peronismo el ocio es un derecho que debe ser garantizado por el Estado. Donde el liberalismo propone el ahorro de hoy para un impreciso futuro, el peronismo, que se conjuga siempre en presente, fomenta el consumo como condición del goce. Por eso, apenas asumió el gobierno Alberto Fernández creó un impuesto del 30 por ciento a cualquier consumo en el exterior —incluyendo pasajes y hoteles—, lo que propició una recuperación del turismo interno. Tecnópolis fue reinaugurada con promesas de devolverle su brillo original y el gobierno estudia un proyecto para volver a transmitir algunos partidos de la primera categoría del fútbol por la televisión estatal.
Aunque hasta ahora se ha centrado en resolver los problemas de la deuda y el hambre, con este tipo de decisiones Fernández comienza a abrirse a otros temas, menos urgentes pero no menos importantes. La sociedad argentina, con una amplia clase media, un sector trabajador potente y una larga memoria igualitarista, no se contenta con cubrir sus necesidades materiales inmediata y apenas siente que pisa suelo firme comienza a exigir más.
Para hacerse un lugar en la historia, Alberto no solo tiene que reencausar la economía; también debe imaginar una estrategia que contribuya a extender los beneficios del tiempo libre a todos los sectores sociales: más piletas para las familias del conurbano, políticas para acercar el cine a los estratos más bajos que hoy apenas concurren y planes de turismo popular con pagos en cuotas podrían ser los ejes de una estrategia propia de redistribución del ocio en la mejor tradición peronista.