Recibió una bala para salvar a su hijo en Christchurch. ¿Alguna vez podrán sanar?

Recibió una bala para salvar a su hijo en Christchurch. ¿Alguna vez podrán sanar?
Zulfirman Syah rezaba en la habitación de su hijo en su nueva casa rentada en Christchurch, Nueva Zelanda, el 27 de octubre de 2019. (Adam Dean/The New York Times)

CHRISTCHURCH, Nueva Zelanda — A menudo ve que su hijo de 3 años hace berrinches, grita que quiere ir a casa y se cubre los ojos para no mirar a nadie que se parezca a los musulmanes que fueron abaleados a su lado.

A veces sostiene al niño con fuerza. Pero la mayoría de las veces se siente culpable por llevar a su hijo a la mezquita donde los disparos de un arma destrozaron las oraciones de aquel viernes y por no protegerlo de las balas.

“Vi que salía humo de un agujero en su pañal”, dice Zulfirman Syah, recordando el día en que un atacante entró a su mezquita y a otra en Christchurch, Nueva Zelanda, hace un año, asesinando a 51 personas y lesionando a docenas, incluidos él y su hijo. “No pude cuidarlo”, asevera.

Syah, un artista de ojos oscuros y estoicos, sabe que la culpa es irracional; no pudo ayudar a su hijo porque quedó inconsciente después de arrojarse encima del niño y recibir balas en la espalda y la ingle. Casi murió salvando la vida de su único hijo.

Sin embargo, el terrorismo deja cicatrices en el cuerpo y la mente. Para Syah; su esposa, Alta Sacra; y su hijo, Roes, los últimos doce meses se han definido por la angustia que queda y regresa de golpe.

El dolor sobreviene cuando tienen que lidiar con un sistema de atención médica que los deja lidiando con el problema por su cuenta. Cuando enfrentan a quienes defienden teorías conspiracionistas o usan videos de Syah para negar la realidad. Cuando la psique lastimada de su hijo los aleja aún más de la normalidad. Y ahora que el aniversario les propina otro golpe emocional.

Su intensa experiencia muestra las fuerzas que el mundo todavía debe contener: armas, tecnología y supremacía blanca.

En su vida diaria —documentada por las visitas constante de un reportero y fotógrafo de The New York Times— la historia es más sencilla. Se trata del amor tenaz que combate un trauma que no desaparece.

Heridas

“¿Crees que el analgésico ya surtió efecto?”, le pregunta la enfermera. Syah asiente. Unos cuantos días después del tiroteo, estaba en una cama en el Hospital Christchurch. La enfermera retiró el vendaje que cubría su espalda, revelando un agujero rojo y húmedo del tamaño de una pelota de tenis.

Explorando la herida con algo que parecía una pajilla estrecha, la enfermera seguía un camino sinuoso de casi 30 centímetros en su interior, una de las muchas señales por las que los médicos creen que el tirador usó balas expansivas, que desgarran la carne mucho más que las municiones normales.

“¿Te duele mucho?”, pregunta la enfermera. “No”, responde Syah sin vacilar.

El trauma físico pone a prueba la independencia mientras magnifica la personalidad, y en los días y semanas después del tiroteo, él y su esposa tomaron actitudes distintas.

Syah, de 41 años, un pintor cuya obra ha sido expuesta en una respetada galería en Indonesia, su país de origen, trata de no ser una molestia. Sacra, una profesora de 35 años proveniente de Delaware, es más contundente y más exigente con un sistema de atención médica que jamás había lidiado con tantas heridas de bala.

La pareja lucha con un complicado conjunto de heridas. Además de su espalda, las balas atravesaron el muslo superior de Syah, su codo, la parte superior de su pene y su escroto.

“Temo tener que lidiar con algo que no es mi trabajo”, dijo Sacra, sentada al lado de su esposo después de que se va la enfermera. “Hay un gigantesco signo de interrogación: ¿Cómo será su recuperación? Dicen que nos cuidaran, ¿pero qué pasará si no lo hacen?”.

Como muchas otras de las víctimas, son inmigrantes en esta ciudad de 380.000 personas, ubicada entre las montañas y el Pacífico color turquesa.

Llegaron con visas temporales de trabajo dos meses antes del ataque, después de haber estado casado tres años tras conocerse en una aplicación para encontrar una pareja musulmana y casarse.

“Alta llegó a mí como un regalo de Dios”, dice Syah.

La versión de ella es menos mística. Creció siendo la hija de cristianos fundamentalistas, se casó joven, se divorció y luego se mudó a Bali, donde se convirtió al islam, conoció a su esposo, se casó y tuvo a Roes (se pronuncia “rouis”).

Esa es la parte familiar feliz, dice ella, y agrega “que ocurrió muy rápido”.

Y la eficiencia es el método que escogió para preservar esa situación. En un momento se detiene en una tienda y le compra una tableta a su esposo para que puedan ver películas y navegar en internet; luego está en su habitación poniéndole bálsamo en los labios partidos, mientras bromea sobre cómo espera poder manejar sus gérmenes.

Sin embargo, cuando llega a casa dos semanas después, tiene problemas. Syah llega a su departamento dos habitaciones, ubicado en un primer piso, con un dispositivo que extrae pus de la herida de su espalda, pero el hospital olvidó incluir el cargador.

También tiene un cateter, pero no tiene instrucciones, lo cual provoca que deba hacer búsquedas frenéticas en YouTube. Tampoco hay un plan claro para su medicina, o para la terapia física o psicológica.

“No hay nada en los documentos de alta médica que me permita saber qué hacer”, dice Sacra.

Mientras Syah está en la cama tratando de atraer a Roes con chocolate, Sacra intenta organizar la terapia de su hijo y conseguirle a su esposo un médico general.

Lo que más le preocupa es elemental: ¿qué pasará si muere?

Ya entrada la noche, algunas semanas después, la presión es demasiado grande. Le grita a su esposo; a su hermana mayor, Leah Sacra, que vino de Estados Unidos a ayudar; y al mundo.

“Voy a degollarme”, grita.

Su hermana se sienta con ella mientras cae al suelo y llora. “Me siento como una fracasada”, le dice Alta Sacra. “No soy buena madre ni buena esposa”.

Troles

“Es una invasión total”. Sacra está en el sillón viendo el nombre de su esposo en un artículo que encontró en internet.

La noticia de cómo salvó a su hijo rápidamente se dio a conocer en Indonesia y en Estados Unidos con una mezcla de artículos y publicaciones parcialmente precisas en las redes sociales.

Para Sacra, es como ver pornografía de tragedias: la gente que está lejos se siente bien, y los traumatizados se sienten usados. Pasa horas enviando mensajes a las fuentes, a las plataformas, a la policía y al FBI para pedir que eliminen las imágenes y las publicaciones.

Esta es la realidad: Sacra estaba cocinando el almuerzo cuando recibió una llamada de su esposo que se cortó. Le devolvió la llamada. “Todo lo que escuchaba eran sonidos horribles”, dice. “Gente que estaba agonizando”.

Había oraciones mezcladas con gritos, árabe mezclado con inglés.

“Di algo, di algo”, recuerda haber gritado. “¡Solo una palabra!”.

“Caos, caos, caos”, respondió su esposo. “Me derribaron”.

Después se quedó callado. Syah se había desmayado sobre la alfombra. En el video, Roes jala a su padre para tratar de subir encima de él y alejarse de un hombre que tiene una sudadera gris a unos cuantos centímetros de él, totalmente inmóvil.

Roes recibió el impacto ardiente de los fragmentos de bala. Le dieron puntadas en las nalgas y en las piernas. Si no fuera por su padre, habría sido peor.

“Hice lo que cualquiera habría hecho”, dice Syah.

Pero no puede evitar preguntarse si pudo haber hecho más.

Se sienta en algunos cojines adicionales del sillón, el mismo sillón donde su esposa estaba sentada mientras combatía las teorías conspiracionistas. Parece sorprendido de escuchar que su suplicio había sido motivo de manipulación.

“Jamás le dije todo eso”, dice Sacra.

Su esposo asiente y lo procesa. Ella lo había protegido.

Mentes

Primero, Roes usa lentes oscuros dentro de la casa. Cuando su padre llega a casa del hospital, lo mira fijamente, después quita la mirada y mantiene su distancia del hombre que solía llevarlo a la cama todas las noches.

Lo que Roes odia más es ver a su madre o a su padre sobre la alfombra, un recordatorio evidente del tiroteo. Pero los rostros y los objetos también le recuerdan ese momento. Un día, la policía llevó los zapatos que dejó en la mezquita, y los zapatos se convirtieron en uno de sus muchos detonadores.

Su curación, como la de sus padres, ha sido lenta e incompleta. Una semana después del tiroteo, una enfermera llenaba formularios para que Roes tome terapia de arte de inmediato. Pero eso jamás sucedió. Cancelaron las citas y él fue víctima de las fallas del sistema.

Por eso, en junio, Sacra se rebeló. Se comunicó con todos los practicantes en Nueva Zelanda de una terapia de narración conocida como desensibilización de movimiento ocultar y reprocesamiento, en la que los traumas se recuerdan en dosis pequeñas mientras un terapeuta distrae ligeramente al paciente.

Allister Bush, psiquiatra infantil en Wellington, respondió su correo electrónico de inmediato.

Le pide que le escriba la historia de su familia a Roes, pasando de un comienzo reconfortante a los momentos de trauma y su vida actual de amor y seguridad.

“Un día, Roes vio a su mamá tirada en el piso”, escribe en inglés y en indonesio. “Estaba takut (asustado) y dijo: “Mamá, ¡no te tires al piso! ¡No te tires al piso!’. Pero todo estaba bien. Mamá solo estaba cansada”.

Cuando le lee la carta completa en la primera sesión con Bush, Roes está interesado pero furioso. En la segunda sesión, Roes parece estar al borde de las lágrimas. Para su madre, el dolor es un progreso.

No obstante, los problemas no se desvanecen. Incluso con el seguimiento de un terapeuta local, y después de que se mudan al lienzo en blanco de un nuevo hogar con muros blancos y tragaluces, Roes sigue comportándose de maneras desconcertantes.

Algunos días juega sin incidentes. Se pone los zapatos como cualquier niño de 3 años, lo cual significa que lo hace más lento de lo que les gustaría a papá y mamá.

No obstante, también hay estallidos inesperados.

Sin embargo, lentamente, la angustia se desvanece.

Sacra asiste a terapia para tratar su trastorno de estrés postraumático. Comienza un nuevo trabajo como defensora de la salud mental, y usa su enfoque incansable en ayudar a los demás.

La rutina de Syah comienza con la oración al amanecer. Le prepara el desayuno a Roes y después va en bicicleta a la clase de inglés o pinta en la cochera. La única pieza que ha terminado desde el tiroteo se titula “Momentum”.

Roes ya no aleja la mirada de su padre. Con frecuencia saca un libro del librero titulado “Di por favor, Osito”, que cuenta la historia de un padre que le enseña a su hijo el tema de la amistad. Casi al final, cuando los osos se abrazan, a Roes le gusta correr y luego ir a los brazos de su padre, deshaciendo la culpa restante.

El fin de semana pasado, Syah y Roes estaban tomando una siesta juntos en una alfombra gris afelpada en casa. Con un cuerpo acurrucado junto al otro, el padre abrazaba de nuevo a su único hijo, una secuela maravillosa luego de ese 15 de marzo.

Esta vez, no hubo balas ni heroísmo. Solo paz.

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