Antes de la pandemia, mis amigos me llamaban “la emperatriz”, haciendo mofa de mi segundo nombre. Pero ahora han comenzado a referirse a mí con un apodo de la realeza que proyecta menor estima: ahora soy la “reina de la cuarentena”.
Eso se debe a que, en los últimos tres meses, he completado cuatro rondas de cuarentenas en cuatro ciudades, en ambos lados del océano Pacífico.
Al igual que muchos otros pasé el tiempo haciendo llamadas de Zoom y maratones de programas de telerrealidad, pero, a lo largo del camino, también me subí a la ola de la pandemia del coronavirus. Cada ciudad en la que estuve inactiva —San Diego, Pekín, Los Ángeles y Taipéi— fue una ventana hacia las distintas maneras en las que los gobiernos estaban combatiendo el virus.
Algunos, como sabemos muy bien, con más éxito que otros.
Todo comenzó a fines de enero, cuando viajé a toda prisa desde Pekín, donde era corresponsal para China, hasta Wuhan, donde el brote estalló inicialmente. La ciudad estaba en su segunda semana de cuarentena. Pasamos buena parte de nuestro tiempo visitando hospitales, acercándonos —tal vez más de lo debido— para entrevistar a residentes enfermos que estaban demasiado débiles para hablar.
Todas las noches, contestaba llamadas de mis padres, presos del pánico, desde California, quienes siempre parecían tener un consejo nuevo de dudosas fuentes para protegerme del virus: ¡Apaga el aire acondicionado! ¡No comas nada crudo! ¡Nada de frutas!
Así que fue un alivio cuando abordé el último vuelo de evacuación organizado por el Departamento de Estado para salir de Wuhan. En aquel momento, solo había doce casos confirmados en Estados Unidos. Al aterrizar en la Estación Aérea del Cuerpo de la Marina de Miramar en San Diego, le escribí un mensaje de texto a mi familia: “Estoy tan contenta de ser estadounidense”.
Primera cuarentena: San Diego
Me sentía agradecida. No tuve que pagar por el alojamiento ni los alimentos. Trabajadores que llevaban protectores faciales hacían rondas diarias para tomarnos la temperatura. Cada día traía una sorpresa nueva: la presentación de una banda de la Marina, galletas de niñas exploradoras y, lo más desconcertante, condones, #soloseviveunavez, supongo.
Sin embargo, había señales del desastre inminente. No se pedía usar cubrebocas. Y aunque estábamos confinados en una zona de la base, todavía se nos permitía convivir. En nuestras reuniones diarias, a los funcionarios de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades parecía no preocuparles la transmisión asintomática.
Después de haber visto la prisa frenética por conseguir cubrebocas en China, los laxos lineamientos me parecieron extraños, pero estaba con expertos mundiales, me dije. Parecían saber lo que hacían.
En retrospectiva, esas fueron las primeras señales de alarma.
A pesar de eso, muchos de nosotros continuamos usando cubrebocas. De cualquier manera, casi todo el tiempo estaba en mi habitación y todavía más después de que dos de las personas evacuadas en nuestra base dieron positivo en pruebas de coronavirus.
Al final de las dos semanas, nos graduamos. Posamos para fotografías. Arrojamos nuestros cubrebocas al aire como si fueran birretes. Tomamos un autobús al aeropuerto de San Diego, donde nos esperaban varios reporteros. Era un día soleado; el virus se sentía muy lejano. Me quité el cubrebocas y desaparecí entre la multitud.
Segunda cuarentena: Pekín
A finales de febrero, regresé a Pekín.
Para entonces, el pico de la epidemia había pasado en China. Volé vía Seúl, pensando que sería una ruta relativamente segura. Pero justo antes de mi vuelo, surgió un brote en Corea del Sur y, de repente, el país se había convertido en un foco de infección.
Me sentía nerviosa. Mi escala había durado menos de dos horas, pero los funcionarios chinos no se destacan por fijarse en esos detalles, en especial en tiempos de emergencia.
Poco después de aterrizar, me registré en la estación de policía local, un requisito para todos los extranjeros. Como era de esperarse, a las pocas horas recibí un mensaje. Las autoridades locales sabían sobre mi escala en Seúl y querían ponerme en una cuarentena supervisada por el Estado, muy probablemente en un sitio gubernamental. Traté de convencerlos de que no estaba en riesgo.
Entretanto, terminé una segunda ronda de autocofinamiento en casa. Solo salí algunas veces para pasear al perro, siempre con cubrebocas.
Tercera cuarentena: Los Ángeles
Muy temprano, una mañana de marzo, desperté en Pekín con un torrente de frenéticos mensajes de texto. El gobierno chino estaba expulsando a un grupo de periodistas estadounidenses, incluida yo.
Viajar a otro país durante una pandemia no es fácil. Se iban levantando muros a toda prisa en la región y se cancelaban vuelos internacionales todos los días. Al final, salí de Pekín, mi hogar durante los últimos ocho años y abordé uno de los últimos vuelos para regresar a California.
Caminar por las terminales vacías del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles fue irreal.
En febrero, el regreso a California se había sentido como el escape a un paraíso seguro. Pero desde entonces, el virus había contagiado a más de 244.000 personas en Estados Unidos y ocasionó el fallecimiento de más de 5900.
Los lineamientos oficiales sobre el uso de cubrebocas se podían ver por todas partes. Las pruebas eran un desastre. La discriminación contra los asiático-estadounidenses estaba en ascenso. Aunque me revisaron la temperatura en el aeropuerto, alguien olvidó recoger el formato que yo había llenado con mi información de contacto en el país y mi estado de salud. No me di cuenta sino hasta después.
Durante días, me refugié en una adorable cabaña de Airbnb en Venice para mi tercera ronda de cuarentena. Me costaba trabajo imaginar al virus escondido entre las palmeras y las buganvilias rosas. Sin embargo, el recuerdo de lo que había ocurrido en Wuhan era más que suficiente para mantenerme en el encierro.
Cuarta cuarentena: Taipéi
A mediados de abril, me mudé a la capital de Taiwán, Taipéi, mi nueva sede para la cobertura de China.
Casi de inmediato, vi por qué se había alabado a Taiwán por su respuesta exitosa ante el virus.
Antes de que pudiera salir del aeropuerto, pasé por varios puntos de revisión atendidos por trabajadores de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Taiwán que vestían chalecos amarillos. Registraron mi temperatura, mi estado de salud, y mi historial de viajes. Me dieron un número telefónico taiwanés y tuve que cerciorarme en ese momento de que funcionaba.
Fui directo a mi hotel, donde me recibió un trabajador que llevaba un traje de protección, cubrebocas y guantes. De inmediato se puso a trabajar y desinfectó mis maletas. Luego pidió el elevador y se despidió. Fue el último ser humano que vi en dos semanas.
La habitación estaba limpia, pero era pequeña. Todos los días, daba a conocer mi temperatura al hotel y mi estado de salud al gobierno taiwanés. Tres veces al día, llegaba un empleado para colgar una comida empacada en un gancho de plástico colocado en la puerta.
Tras dos semanas, por fin me dejaron salir.
La primera noche que pude salir en la ciudad, me puse un vestido. Me maquillé. Caminé por un parque. Compré un jabón para manos ridículamente caro, ¡después de hablar con una vendedora de carne y hueso! Deambulé por un laberinto de patios de comida de un centro comercial y me maravillé al ver a las personas sentadas y comiendo juntas.
Era sorprendente. Se sentía tan normal.
Salvo que había algo diferente. Antes de la pandemia, me había acostumbrado a empacar maletas con cierta frecuencia para viajar y hacer coberturas. Sin embargo, ahora, estaba feliz de quedarme aquí por un tiempo.