Más allá del cristal yacía un hombre, inconsciente bajo la luz eléctrica color azul, rodeado de tubos. Su familia no tenía permiso de visitarlo. No se podía tocar su cuerpo.
El reverendo Ryan Connors lo observaba desde la puerta, y su cuello clerical apenas se veía debajo de su careta protectora.
Desde que comenzó la pandemia del coronavirus, había visitado a pacientes de COVID-19 en toda el área de Boston para llevar a cabo uno de los rituales religiosos más antiguos para los moribundos: la práctica católica comúnmente conocida como “los últimos ritos”.
Durante siglos, los sacerdotes han uncido físicamente a los moribundos con aceite para curar el cuerpo y el alma, si no en esta vida, entonces en la siguiente. Muchos católicos han pasado toda su vida confiando en que, en sus horas más difíciles, un sacerdote, y a través de él Dios, vendría a socorrerlos.
Este martes por la mañana, en la unidad de cuidados intensivos del Centro Médico de Santa Isabel, todo lo que Connnors sabía del paciente era su nombre y que su familia había pedido un sacerdote.
Llevaba una bolsa de plástico transparente con una bola de algodón que tenía unas cuantas gotas de aceite bendito. También contaba con fotocopias de las páginas de un libro litúrgico.
A las 10:18 a. m., abrió la puerta. Caminó hasta la cama, con cuidado de no pisar los tubos que estaban en el suelo.
Extendió la mano y comenzó a orar.
El coronavirus ha llevado a Estados Unidos al valle de la sombra de la muerte. En tan solo tres meses, una partícula microscópica ha revelado la mortalidad humana. Toda la nación se ha esforzado por evadir la muerte, cerrando ciudades, cubriendo los rostros con tapabocas en las calles y aislando a los moribundos de sus seres queridos durante sus últimos momentos. Sin embargo, han muerto más de 100.000 personas, a menudo solas
Muchos rituales, una guía a través de los momentos más sagrados de la vida, han sido imposibles. Los hijos se han despedido por última vez de sus padres agonizantes a través de ventanas o por FaceTime, si es que lograban hacerlo. Solo una que otra vez se ha permitido que entren líderes religiosos a los hospitales y los asilos de ancianos. Las familias asisten a funerales por Zoom.
El país no solo enfrenta una crisis sanitaria y económica, sino también una crisis espiritual profundamente personal. Un virus nos ha obligado a enfrentar las preguntas más íntimas que tenemos, no solo acerca de cómo vivimos, sino también de cómo morimos. Acerca de lo que podemos controlar y lo que no. Acerca de cómo abordar la dignidad, la desolación y la esperanza humanas. Y especialmente acerca de cómo darles sentido a nuestras últimas horas en este mundo.
“Este gran desastre cambiará nuestra relación con la muerte; no estoy exactamente segura de cómo, pero así será”, comentó Shannon Lee Dawdy, profesora de Antropología de la Universidad de Chicago. “Psicológicamente, nos está ocurriendo a todos”.
Mucho antes del ascenso de las grandes religiones del mundo moderno, los humanos han usado rituales para procesar la muerte. Han honrado la cualidad sagrada de la vida sepultando a los muertos. Han ofrecido conjuros u objetos para preparar a las personas antes de su entrada al más allá.
Esta pandemia llegó a un país que se alejaba de muchas de sus tradiciones de fe. El cristianismo, la religión mayoritaria en Estados Unidos, ha estado decayendo lentamente desde hace décadas. Durante la pandemia de la gripe de 1918, muchas iglesias dejaron de ofrecer servicios, pero los ministros podían visitar a los moribundos. Hace un siglo, los sacerdotes “respondían al llamado de los enfermos de noche y de día”, informó un diario católico en ese entonces. Ahora son las enfermeras y los médicos, no los líderes espirituales ni las familias, quienes se convierten en testigos de la muerte.
No hace demasiadas generaciones, la familia de una persona que moría se vestía de negro durante meses, detenía todos los relojes de la casa, cerraba las persianas y ponía paja en la calle para amortiguar los sonidos, dijo Teresa Berger, profesora de Estudios Litúrgicos de la Escuela de Divinidad de Yale.
“Había una vasta práctica ritual en torno a la muerte y los moribundos que actualmente hemos restringido”, dijo. “No sabemos cómo acompañar a las personas agonizantes con un ritual; eso se lo dejamos al hospital”.
Algunos rituales se han mantenido. Las familias judías lavan el cuerpo después de la muerte y viven el luto de la shiva. Muchos musulmanes giran la cama de un ser querido agonizante en dirección a La Meca. Y, en el catolicismo, están los últimos ritos.
Los últimos ritos en realidad son tres sacramentos, o rituales que, según cree la Iglesia, canalizan la gracia divina: una confesión final y el perdón de los pecados; la unción de los enfermos; y la Eucaristía, es decir, recordar el cuerpo y la sangre de Jesucristo.
La antigua práctica data de una Iglesia que nació, literalmente, de un hombre agonizante. Las narrativas bíblicas recuentan que Jesucristo ponía sus manos sobre los enfermos para sanarlos y perdonarlos, y que sus discípulos les untaban aceite a los enfermos. Mientras moría en la cruz, perdonó a sus enemigos y dejó su espíritu en manos de Dios.
En ese entonces, un ritual romano común para la muerte era poner una moneda en la boca de los difuntos, con el fin de pagar la cuota del viaje a través de un río hacia el más allá. La primera Iglesia sustituyó la moneda con pan para darles a los muertos un alimento para el viaje con destino a la presencia de Dios. Era una celebración final de la Eucaristía, conocida en latín como “viaticum”, o “provisiones para el camino”.
El paciente al otro lado del cristal en el Hospital de Santa Isabel era el padre de Dunia Barrios. Tan solo unos días antes, ella recordó que él estaba buscando una estación religiosa en la radio mientras esperaba que una ambulancia lo llevara al hospital, pues esperaba escuchar una oración.
Ella tan solo deseaba tocar su mano o darle un beso. Barrios no es católica, pero su padre, un empleado de mantenimiento de 59 años que colocaba baldosas y techos, asistía a misa todos los domingos. Un amigo le contó sobre los últimos ritos, y ella los buscó en línea. Dos semanas después de que conectaron a su padre a un respirador, pidió que trajeran a un sacerdote.
“Sé que las personas están inconscientes”, dijo. “Pero a veces te preguntas, desde el punto de vista religioso, ¿qué tan inconscientes están? ¿Pueden escucharte?”.
“La ciencia dice algo, pero no solo existe la ciencia”, comentó. “Simplemente sentimos que, si estuviéramos ahí, si pudiéramos tocarlo…”.
Su voz se detuvo.
Cuando Barrios pidió que su padre fuera ungido, un capellán del hospital llamó a Connors, que estaba impartiendo una clase de Teología Moral en línea.
Cuando comenzó a aumentar el número de muertos en Boston, Connors comenzó el aislamiento con dos sacerdotes más que también son parte de los equipos de COVID-19 de la arquidiócesis. Antes de que uno de los sacerdotes salga de casa para ungir a los enfermos, se pone un par de zapatos limpios justo afuera de la puerta trasera. Cuando regresa, de inmediato lava la ropa que usó.
Entre llamados, los tres sacerdotes hicieron una pausa para reflexionar acerca de su ministerio. El padre David Barnes acababa de ungir a un paciente agonizante en el Hospital de Newton-Wellesley.
“A menudo piensas: esta persona irá al cielo después de hablar conmigo”, dijo Barnes. “Eso siempre es muy aleccionador, pero también muy hermoso, que puedas estar en ese momento acompañando a alguien”.
“El momento más importante, el momento definitorio de nuestra vida, es la manera en que morimos”, afirmó.
Esta es una oportunidad para que todas las personas analicen sus propias vidas y enfrenten las preguntas difíciles, explicó: “¿Qué es importante en la vida? ¿Cuál es el significado de la vida? ¿Cuál es tu máxima esperanza?”.
En la habitación en el Hospital de Santa Isabel, Connors rezó al lado de la cama del hombre. No importaba que fuera la primera vez que lo veía. Los unía su bautismo compartido y una creencia más grande que ellos mismos: que, en esas últimas horas, Dios vendría.
Barrios observaba de manera remota en FaceTime desde la clínica donde trabajaba como enfermera. Por primera vez, vio a su padre en la cama del hospital. Le pidió a un colega que se sentara con ella mientras veía para poder sostener la mano de alguien.
Primero, una lectura del Evangelio de Mateo. Vengan a mí todos los que están cansados y llevan cargas pesadas, y yo les daré descanso, leyó Connors. A continuación, la absolución de los pecados. La garantía del perdón.
Después, Connors levantó la bola de algodón. Tocó con ella la frente del hombre, y le untó aceite.
“A través de esta santa unción, que el Señor en su amor y misericordia te ayude con la gracia del Espíritu Santo”, proclamó el sacerdote. “Y que el Señor te libere del pecado, te salve y te eleve”.
Apartó la bola de algodón. Después la quemaría, según la enseñanza católica.
Vio al hombre.
“Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte”, oró. “Amén”.
Terminó. Todo el ritual duró solo unos cuantos minutos, y la unción se realizó en segundos. Pero en esos segundos quedó plasmada una eternidad.
Barrios se sintió totalmente conmovida.
“Como seres humanos somos muy frágiles”, dijo. “El amor sana”.
Tres semanas y un día después, su padre, Otto Ronaldo Barrios, murió.