BARCELONA — “‘La nueva realidad’ era una expresión que oía a todas horas esas primeras semanas: la gente la empleaba para describir mi situación, como si en cierto modo representara un avance”, escribe Rachel Cusk en las primeras páginas de Despojos. Sobre el matrimonio y la separación. Y añade: “Pero la verdad es que era una regresión: la vida había metido la marcha atrás”.
El concepto “nueva normalidad” ha aparecido puntualmente en la hemeroteca después de las grandes crisis de los últimos cien años. Los políticos y los economistas recurrieron de nuevo a él tras los atentados del 11 de septiembre y de la crisis económica de 2008, con la voluntad de transmitir un mensaje de optimismo y de recuperación. “The New Normal” —como sinónimo constructivo de su expresión gemela, más neutra, “la nueva realidad”— se ha derramado durante las dos décadas de este siglo hacia la vida cotidiana en la retórica de la superación de los traumas y, por tanto, también del divorcio.
Ahora que la nueva normalidad haya sido asumida en muchos países como la consigna oficial, merece la pena recordar que toda pérdida necesita un proceso de duelo. El capitalismo se perpetúa generando constante deseo de futuro, por eso uno de sus mejores aliados es la psicología positiva, que desde hace más de veinte años intenta reorientar la disciplina desde las patologías hacia el bienestar y la felicidad. Pero nada es realmente normal durante el tiempo de avances y retrocesos que implica toda despedida radical. Y tenemos derecho, por supuesto, a la disidencia respecto al discurso del Estado.
Más allá de la epidemia de rupturas matrimoniales, que ya es una realidad en China, los nuevos protocolos sociales —marcados por la distancia física— han provocado nuestro divorcio de gestos y hábitos que formaban parte de nuestra personalidad. No hay ninguna prisa en aceptar la nueva realidad o normalidad que emerge lentamente en el terreno arrasado por la pandemia. Porque el ser humano está hecho tanto de esperanza como de memoria y dolor.
Al menos temporalmente nos hemos tenido que despedir de la mayor parte de los besos, los abrazos, las cercanías, por no hablar de los viajes. Nuestro órgano más extenso, nuestros dos metros cuadrados de piel, sufren su propio confinamiento. Sentimos, por extensión, la inutilidad social de las manos. Las vacaciones y el turismo se debaten entre la congelación y la mutación. ¿Cómo dolernos por esa ausencia de tactos? ¿Cómo aceptar esa separación de una parte importante de nosotros mismos? ¿Cómo digerir tantos cambios inesperados y profundos en nuestras vidas?
Podemos encontrar claves para ello en la obra de la propia Rachel Cusk y en otras narrativas que han abordado en los últimos años la vida posterior a la ruptura de una pareja, que es la forma más extendida del duelo.
Inmediatamente después de Despojos —que se publicó en inglés en 2012 y se acaba de traducir al español— Cusk se consagró como novelista con una extraordinaria trilogía, formada por A contraluz, Tránsito y Prestigio, que convierte en ficción sus viajes de trabajo posteriores al divorcio. En ellas aparecen decenas de personajes que se han casado y separado varias veces, mientras la narradora asume su nueva identidad autónoma.
Estas novelas insisten en las mismas ideas sobre el divorcio que encontramos en otras obras de la segunda década del siglo XXI, como la película Historia de un matrimonio, la serie The Affair o el poemario El salto del ciervo, de Sharon Olds. Coinciden en que se trata de un proceso lento y problemático en que dos personas tienen que lidiar con la asunción de que la mirada que han compartido —o creído compartir— durante un tiempo era en realidad una ilusión óptica. Y en que la separación de una pareja nunca es cosa de dos. Toda historia es colectiva y todo matrimonio se expande en círculos concéntricos, sociales y políticos. No hay separación íntima que no implique tanto al individuo como a la comunidad.
Tal vez el primer tramo de todo divorcio consista en la renuncia a una piel que durante un tiempo ha sido casi propia y de pronto se vuelve ajena. Después llegan las otras etapas, no siempre en el mismo orden: negación, ira, negociación, tristeza, aceptación, el necesario olvido. Aunque no todos vayamos a experimentarlas en este dilatado presente pandémico, importa recordarlas ahora, cuando el deber de los gobiernos es diseñar fases de lo que han dado en llamar desescalada, mientras que el nuestro es hacerlas negociar con nuestras propias etapas personales, familiares y colectivas, para que el duelo por los muertos se complete con el duelo por todo lo demás que estamos perdiendo.
“Ser feliz, la nueva normalidad” es el título de uno de los capítulos de Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, de Edgar Cabanas y Eva Illouz. En él leemos: “Adoptar una visión optimista hacia el mundo y hacia la propia vida se impone como requisito emocional para preservar una imagen de salud, adaptación y normalidad: si uno no es positivo es que algo (malo) le ocurre”.
Esa va a ser la tendencia general en los próximos meses: la creación de una ilusión óptica colectiva de avance económico, social y anímico. Ante ese supuesto consenso, nuestra mirada puede coincidir o discrepar.
Como escribió Cusk en A contraluz: “La realidad podría describirse como el eterno equilibrio entre positivo y negativo”. Un equilibrio siempre precario, como el que intentan alcanzar la política y la literatura o la psicología positiva y la realidad psicológica en el interior de cada uno de nosotros.