“Si queremos cambiar el sistema, rechazar el racismo sistémico, tenemos que seguir en las calles”, dice un joven manifestante en Portland, en el noroeste de Estados Unidos.
Sus palabras resumen la posición de muchos en esa ciudad que mantiene sus protestas cada noche, 100 días después de la muerte del afroestadounidense George Floyd a manos de un policía blanco.
Y para S, como se identifica usando la inicial de su nombre, el movimiento debe seguir “al menos hasta las elecciones” entre el presidente republicano Donald Trump y el demócrata Joe Biden, el 3 de noviembre.
Las protestas contra el racismo y la brutalidad policial en la mayor ciudad de Oregon (oeste) son menos multitudinarias si se comparan con las concentraciones masivas de los primeros días, pero cada día, incluso en medio de la semana, siguen convocando a gente, la mayoría jóvenes.
“Trump ha hecho un trabajo pésimo, el país nunca ha estado tan dividido”, dice S, acusando al mandatario de usar el movimiento como una herramienta de campaña.
El mandatario republicano cita a menudo las manifestaciones de Portland, que a veces degeneran en enfrentamientos con la policía, para agitar el fantasma de un país a merced de “matones” y “terroristas” de izquierdas si gana Biden.
“No queremos quemar cosas, no queremos generar disturbios, estamos tratando de transmitir nuestro mensaje”, dice a la AFP Reese Monson, de 30 años, uno de los líderes del movimiento Black Lives Matter (BLM, Las vidas negras importan) de Portland, antes de una manifestación frente al cuartel de la policía.
Unas pocas docenas de jóvenes con cascos y máscaras, muchos de ellos activistas antifascistas vestidos de negro, insultan y provocan a los oficiales, que responden solo deslumbrándolos con potentes focos.
La situación queda ahí, a diferencia de muchas otras, que terminaron entre la humareda del gas lacrimógeno.
Organizadas pero sin estructura
Monson, presente “desde el primer día, todos los días”, reconoce y lamenta que “a veces individuos dentro o fuera” del grupo “usan a Black Lives Matter para provocar violencia”.
“Pero tenemos derecho a manifestarnos y expresarnos (…) no vamos a huir porque la policía nos lo diga”, insiste.
Si bien el núcleo de los manifestantes ha estado muy bien organizado desde el nacimiento del movimiento a finales de mayo –con personal médico voluntario, distribución gratuita de alimentos y equipo de protección– está lejos de ser realmente estructurado u homogéneo.
Están los activistas antirracistas y en defensa de los derechos LGBTQ, que se codean con los grupos de ultraizquierda con escudos y listos para el combate, así como estudiantes en pantalones cortos y sandalias, los curiosos y alguno que otro inadaptado, de aspecto sospechoso.
Una muestra de los problemas de coordinación se da cuando el movimiento organiza una votación en un parque en East Portland donde se han reunido unas 150 personas. Algunos quieren marchar a la comisaría, otros quieren quedarse en el barrio y protestar ahí.
Conclusión, 45 minutos más tarde: “no pudimos llegar a un consenso en la oscuridad”.
Un centenar se dirige entonces hacia la policía.
Lo que sí tienen en común estos manifestantes es un miedo a los grupos de extrema derecha.
Sus miembros, que defienden la supremacía blanca y a veces van armados, están bien establecidos en la región y han cogido fuerza desde la pasada campaña de Trump en 2016.
Un integrante de una de estas organizaciones, Patriot Prayer, identificado como Aaron Danielson, 39, terminó muerto a tiros durante un enfrentamiento el sábado en Portland, en un incidente que aún está siendo investigado.
Trump denunció ese día la muerte de un “hombre piadoso”, “ejecutado en la calle”.
Temiendo por su seguridad, los activistas son reacios a ser filmados e insisten en comunicarse a través de mensajes cifrados. Una manifestante dijo a la AFP que prefería no salir porque no tenía un chaleco antibalas.