Un experimento de soborno que reunió a personas de 18 países revela que el fenómeno de la corrupción es algo más bien flexible y está sujeto a las circunstancias
La corrupción se define, según los académicos, como el abuso de poder para beneficio propio, pero puede adoptar muchas formas: Soborno, malversación, extorsión o fraude. Comenzó a estudiarse en la década de 1990 desde la economía con la teoría de la elección racional y el llamado modelo del crimen racional, informó el diario español El País.
El prestigioso investigador Robert Klitgaard lo resumió diciendo que la corrupción no es un crimen de pasión, sino un crimen de cálculo. Y las personas que corrompen están haciendo cálculos muy explícitos: Cuánto beneficio pueden obtener, qué probabilidad hay de que les pillen y cómo de severo es el castigo.
Pero en la última década se han comenzado a adoptar métodos de economía conductual y sicología social para probar y medir ese modelo con datos de comportamiento. Si aumenta el castigo, ¿disminuye la corrupción? Si aumento los beneficios, ¿también aumenta?
“Lo que encontramos son resultados contradictorios: a veces sí, a veces no”, dice Nils Kobis, catedrático de Comprensión Humana de Algoritmos y Máquinas en la Universidad Duisburg-Essen e investigador afiliado al Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano.
Kobis, fundadador de KickBack-The Global Anticorruption Podcast, ha creado versiones de juegos de corrupción y sobornos principalmente, para encontrar las causas sicológicas detrás de sus muchas caras. ¿Es una forma de corrupción que hago por mí mismo como la malversación, es decir, robo mientras estoy en una posición de poder, o es una interpersonal como el soborno en la que tenemos que coordinarnos para romper una regla juntos? Kobis explica que esos actos son completamente diferentes.
Uno de sus estudios, publicado en la revista PNAS, consistió en un gran experimento de soborno en el que reunieron a personas de 18 países para que jugaran entre sí y analizar si el propio país de origen, o el del compañero de juego, pesaba más a la hora de tomar la decisión de ofrecer o aceptar sobornos. Y los resultados fueron sorprendentes.
“En la literatura sobre corrupción existe la idea de que algunos países son corruptos y otros no y si, por ejemplo, alguien de Nueva Zelanda, que a menudo se considera una de las sociedades más libres, viaja a un país con mucha corrupción, por ejemplo, Somalia, que a menudo se encuentra en la parte inferior de la clasificación, un neozelandés vendría a ser de alguna manera inmune a la corrupción y nunca se involucraría en ella. Y viceversa, si alguien de Somalia viniera a Nueva Zelanda trataría constantemente de incumplir las normas éticas”, cuenta el investigador.
Lo que descubrieron es que la nacionalidad del otro jugador era más importante que la propia y todos (neozelandeses, holandeses y británicos), estaban dispuestos a ofrecer sobornos a aquellos que creían corruptas en lo que definieron como soborno condicional.
Si existiera una especie de personalidad corrupta, plantea Kobis, se esperaría que la gente se mantuviera relativamente estable, alguien corrupto lo sería todo el tiempo y una persona íntegra o moral no se involucraría independientemente de con quién coincida.
“Lo que vimos es que la gente actuaba en función de con quién se emparejase. Así que parece ser algo mucho más dinámico y flexible y no tanto una cuestión de una personalidad estable e inmutable”, añade. La mala noticia es que incluso los que se consideran inmunes a la corrupción pueden corromperse fácilmente, pero la buena es que tiene mucho más que ver con el entorno en el que te encuentras que con quién eres como persona.
“Si colocas a las personas en el entorno adecuado, con las instituciones adecuadas, se puede reducir la corrupción de forma sustancial, posiblemente porque se adaptarían rápidamente a lo que ocurre en su entorno”, explica Kobis.
El lado positivo es, otra vez, que las personas no son tan estables y si hay, un viento de cambio y la gente empieza a creer que hay cada vez menos corrupción, se adaptan a ello.
Además de las creencias -si creo que en mi país todo el mundo es corrupto es mucho más probable que participe en actos de corrupción, hay toda una serie de características sicológicas como las actitudes ¿tienes una oposición muy fuerte hacia la corrupción o eres más o menos flexible en tu interpretación moral?- y las racionalizaciones.
“Con la corrupción a menudo tenemos el problema de que muchas formas son relativamente fáciles de racionalizar porque no solo me estoy beneficiando a mí mismo, sino que a menudo también estoy beneficiando a alguien más y tendemos a descuidar el hecho de que hay una víctima”, explica el investigador.
“No podemos ignorar el hecho de que en realidad es una situación win-win-lose. Siempre hay otra parte implicada”, sostiene.
Para Fernando Jiménez, catedrático de la Universidad de Murcia donde codirige su cátedra de Buen Gobierno e Integridad Pública y experto del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa y de Transparency International, para explicar la corrupción necesitas otra serie de factores, institucionales, sobre todo, más allá de los sicológicos.
“La clave de la corrupción es la mejora de la calidad de los gobiernos, sin ella, las estrategias anticorrupción están llamadas a fracasar”, opina. Para Jiménez, un poder ejecutivo sometido a límites efectivos en su ejercicio no solo permite un mejor control de la corrupción, sino que, al mismo tiempo, “asegura unos mejores niveles de prosperidad, un mayor grado de igualdad de oportunidades, y, asimismo, unas dosis más altas de confianza institucional y social”.