El devastador ciclón de categoría 5 arrasó con el histórico puerto en la costa suroeste del país, dejando a miles sin hogar, sin comida ni esperanza
El histórico y antes próspero puerto de Black River, en la costa suroeste de Jamaica, se ha convertido en una ciudad fantasma, el huracán Melissa, el más potente jamás registrado en el país, arrasó con todo a su paso y transformó este antiguo enclave comercial en el epicentro de la tragedia, informó la agencia EFE.
La destrucción es total, sin electricidad, sin comunicaciones y sin alimentos, la gran mayoría de los habitantes han abandonado la ciudad, dejando atrás un panorama desolador de calles vacías, viviendas destruidas y un olor putrefacto que impregna el aire.
En medio del silencio y los escombros, un pequeño grupo de hombres se reúne a diario en la desembocadura del río Black River, junto al puente, para probar suerte en la pesca, es su única manera de conseguir algo de comer.

“Estoy pescando ahora porque tengo hambre y necesito algo de comida. Y ahora mismo no hay nada en casa”, dice Demore Adams, un joven delgado de largas trenzas que lanza una y otra vez su hilo de pescar al mar, con la esperanza de llevar algo para él y su madre de 67 años.
Adams lamenta que “todo el mundo se ha ido de la ciudad con lo que pudo”, y reconoce que su única opción podría ser marcharse también: “Tenemos que salir de aquí. En Westmoreland, al menos, hay un supermercado abierto”.
A pocos metros, Andre Maxam, agricultor de la zona, sostiene una caña artesanal: “Soy agricultor, pero hago esto para poder comer. Desde el huracán Melissa, la granja quedó totalmente destruida. No tenemos agua y la necesitamos para regar. Lo perdimos todo”.
Según el Ministerio de Agricultura, el huracán destruyó el 90% de los cultivos de banano y plátano, además de causar graves pérdidas en hortalizas, tubérculos y árboles frutales.
El balance humano también es devastador, 45 personas han muerto y 15 permanecen desaparecidas, mientras que los daños materiales se estiman entre $6,000 y $7,000 millones.

En las calles semidestruidas de Black River, dos grupos de policías patrullan entre los restos de lo que fueron tiendas y viviendas, el olor a descomposición se hace insoportable cerca de los antiguos locales comerciales frente al mar, dentro de uno de ellos, un hombre duerme sobre unos tablones de madera.
“La vida ahora es muy dura”, reconoce Adams. “No podemos depender del Gobierno para que nos ayude. Tenemos que ayudarnos nosotros mismos”.
Maxam coincide. “En esta zona la ayuda ha venido más de organizaciones privadas o sin fines de lucro que del propio gobierno”.
Frente a las ruinas de la iglesia anglicana de Black River, una de las más antiguas del país, un hombre golpea con un martillo unos tablones tratando de rescatar algo útil. “No es fácil, pero estamos tratando de sobrevivir. Si tenemos vida, podemos tener todo lo que necesitamos”, dice con resignación.
Hoy, Black River sobrevive entre el silencio y el mar, un reflejo del poder devastador de Melissa y de la resistencia de quienes, pese a todo, se niegan a abandonar su hogar.
